En el espacio del sueño

Ninah Basich

Es tarde, las dos de la mañana, no he podido dormir y me he levantado. Dentro de mi cabeza continua dando tumbos la frase: «Quién mira por encima de mi hombro lo que escribo». No he conseguido aferrarla y su resistencia me ha despabilado por completo.
En mi estudio apenas se escucha la noche. Juego con la pluma haciendo dibujos sobre el papel en que he escrito la frase. Mi pensamiento, con el rumbo extraviado, vaga por regiones y personas que no se quedan quietas. Así, sin intención, guiada quizá por el recorrido que siguen mis reflexiones, levanto la cara y ahí, ante mí, están ellas con sus miradas, con sus cadencias y con sus sonidos. En los huecos del librero asoman como palomas las palabras y los libros. Un palomar. Escucho su arrullo y una amplia sonrisa se dilata en mi boca: ahí estaban ellas. Tan cercanas, tan claras, tan sonoras.
Muchos dicen que escribir es una profesión solitaria. Pero Soledad es sólo un vocablo que no quiere compañía. Creo que la canción de Alice Cooper «I'll Never Cry» explica eso cuando dice: «Soy un solitario pero no estoy solo». ¿Cómo podría estarlo si he elegido las palabras?. Por eso, en noches como ésta reflexiono: cuando yo muera, ¿las palabras recordarán mis ojos?
Me levanto con el irresistible impulso de sostener alguna de esas extrañas palomas en las manos, acariciar su lomo, abrir sus alas, sentir palpitar su pequeño corazón y prolongar la noche en el espacio del sueño.
Renuncio a ello, todos merecemos descansar. ¿He dicho que es tarde? Apago la luz, y un instante después vuelvo a encenderla, el tiempo justo para asomar la cabeza y susurrarles: Continúen ahí.

Aquí, la canción de Alice Cooper: «I'll Never Cry»:

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Conociendo al enemigo

Maribel Mandarina

El aguacate ha existido y existirá por generaciones contadas antes de Cristo, después de Cristo, en el más allá, en la reencarnación, y lo más probable es que en el fin del mundo lo único que quede en pie sea un árbol de aguacate.
Se encuentra en la vida cotidiana de una manera silenciosa y discreta; solamente los detractores de este fruto o vegetal se dan cuenta de su plan de conquista para gobernar el mundo, y de ahí su negación a probarlo o a usarlo, por temor a caer rendidos ante sus encantos.
La llamada «mantequilla vegetal» conquista los paladares más exigentes o, mejor dicho, selecciona a quienes serán sus víctimas. No se trata de decir «No me gusta el aguacate»: se trata de estar conscientes de que un manjar de su talla se da el lujo de escoger quién puede o no comerlo. Pero la vanidad siempre nos engaña y pensamos que nuestro privilegiado, delicado y bien educado sentido del gusto no aprueba la sensación suave, cremosa, y el sabor neutro combinable casi con cualquier fruta o verdura. Basta agregarle un poco de miel y tendremos un delicioso postre, o picar chile, cebolla, cilantro, un poco de sal, y revolver con algunos aguacates para obtener un delicioso guacamole.
El aguacate, originario de México y Perú, venció a los conquistadores españoles en 1526, pues no pudieron resistirse a su sabor. Tal vez estos individuos fueron, históricamente, sus primeras víctimas certeras, ya que de inmediato el aguacate fue enviado a España con el instructivo para ingerirlo: «En el centro de la fruta está una semilla como una nuez. Y en medio de la semilla y la cáscara está la parte que se come y que es abundante, y es una pasta similar a la mantequilla y de muy buen sabor» (Oviedo).
Su nombre deriva del náhuatl ahuácatl, lo cual resulta lógico siempre y cuando se observe la forma en que cuelgan los frutos del árbol y se los compare con el David de Miguel Ángel: entonces podremos darnos cuenta de que el significado de «testículo» no es gratuito. Pero si este nombre nos incomoda, podemos llamarlo con su nombre argentino, palta, o en inglés avocado, en francés avocat, mientras que en España podremos pedir una ensalada de frutas en la que se pela un mango, un abogado (nombre con que se conoce al aguacate), una papaya y kiwis; se cortan todas estas frutas en rodajas y se ponen en una ensaladera; se pela otro aguacate, cortado en gajos finos, y se embellece la ensalada; por último se exprime una naranja y un limón, se mezclan ambos zumos y se riega con ellos la fruta.
El plan del aguacate, en su conquista del mundo, no sólo es a través de su sabor, sino de sus múltiples cualidades, nada despreciables para balancear nuestra alimentación y combatir algunos males de la actualidad. Con sus más de quinientas variedades, con sabores, olores, colores y texturas diferentes, es un fruto poseedor de un gran armamento, compuesto de múltiples vitaminas (A, C, E, B1), calcio, hierro, magnesio, zinc y otros minerales; entre los beneficios que su consumo aporta están el hecho de que regula el nivel de colesterol en la sangre, fortalece los huesos, mejora la visión, evita la formación de gases intestinales (no es bueno desaprovechar esta cualidad) y tiene efectos beneficiosos en resfriados, catarros, jaquecas, y neuralgias. Ahora bien, si se quiere un «viagra natural», se calienta un poco la leche de soja con un poco de vainilla y se deja macerar media hora para que tome el sabor; el aguacate se parte por la mitad y con un pequeño movimiento giratorio se parte y se quita el hueso, y en el hueco que queda se hace una papilla con un plátano, el aguacate sobrante, ocho almendras, una taza de leche de soja, una cucharadita de miel. Se toma con una cucharita, mezclando la zona central con la pulpa del aguacate o combinando a la vez la pulpa y la papilla puesta en la parte central. Lentamente, el aguacate va ganando terreno utilizando sistemas nunca antes visto con efectos afrodisíacos.
Pero eso no es todo: su aceite se emplea para afecciones reumáticas y los dolores de la gota; en un día cansado, cuando los pies están inflamados, bastará con tener en nuestro botiquín una crema de aguacate hecha con tres dientes de ajo machacados colocados en un bote y cubiertos de aceite, macerarados durante tres días en un lugar oscuro (una vez macerados les añadimos medio aguacate y batimos bien). Un masaje con este remedio y estaremos listos para seguir andando, y el aguacate habrá pisado otro terreno.
Ahora bien, si de ganar batallas se trata, el campo femenino está sucumbiendo al ser atacado por el aguacate en champús, cremas faciales y corporales, suavizantes de manos y reparadores de manchas y cicatrices. No queda mucho que decir sino que las mujeres serán aliadas incondicionales si el precio de rendirse es lucir un cabello brillante después de mezclar en la batidora medio aguacate, una cucharada de aceite y una yema de huevo, lo cual se aplica media hora con un masaje, se lava la cabeza y adiós estrés y bienvenido un cabello sedoso listo para la conquista.
El aguacate ya cuenta con su capital en Uruapan, Michoacán, de donde deriva la mayor parte de su ejército, y por si esto no bastara, también se logró colar, en Texas, en el Récord Guinness con un guacamole de cuatro toneladas que se elaboró en enormes tinajas para gusto y disgusto de los americanos, quienes se resistían a la ocupación y después de 93 años de tenerlo como indocumentado tuvieron que darle su visa.
No sólo el fruto del aguacate proporciona beneficios: su madera es de buena calidad y en zonas rurales se utiliza para la elaboración de yugos; las hojas de aguacate también son consideradas dentro de las municiones en el plan de batalla: alivian desde un dolor de menstruación (hirviendo seis hojas en un litro de agua y tomándolo durante el día), o en heridas ayuda a evitar la infección; da un buen sabor a los moles y mixiotes, e incluso puede reemplazar al epazote en unos ricos frijoles de olla, y de esta forma sigilosa estaremos comiendo un platillo con especias, entre las cuales las hojas de aguacate se infiltrará en las filas del enemigo.
Las hojas frescas se aplican calientes sobre la frente para aliviar el dolor de cabeza. Sus «pepas» o semillas frescas, bien molidas y secas y mezcladas con miel caliente, se aplican sobre la parte del cuerpo enferma para aliviar el dolor, posiblemente por la gran cantidad de tanino que contienen.
Pero no toda la batalla está ganada para el aguacate: su peor enemigo es él mismo, pues su proceso de oxidación es tan rápido que muchas veces el aspecto negruzco que adquiere nos provoca un rechazo natural; los conocedores chefs tienen la solución para este incidente, ya que bastará dejarlo en agua con hielo por media hora o en agua mineral fría por 10 minutos antes de machacarlos o cortarlos, y la evolución será más lenta. La inteligencia del aguacate no tiene límites; el mensaje es claro: “O me comes o me oxido”. Y no hay por qué esperar, ya que una vez obtenida su madurez y abierto dejar pasar tiempo para ser ingerido y cumplir su misión terrorista: la autodestrucción está en sus genes, no importa morir en el intento.
Al parecer el aguacate ha cubierto todos los frentes, día a día su consumo aumenta y lo mismo lo encontramos en la cocina, en el baño, con el médico, en la estética, en un spa, en nombres de ciudades como Ahuacatlán, en Nayarit, y en un sinnúmero de calles aguacate. Tal vez cuando parezca que el aguacate no entrará de ninguna manera a nuestras vidas, no faltará el amigo o vecino apodado «Aguacate», así que mas vale no ponerse verde de coraje y dejarse conquistar.

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Para leer en vacaciones...

El poeta y ensayista Luis Vicente de Aguinaga publicó hace dos años, en la revista Luna Zeta, este estupendo ensayo: «Ginés de pasamonte y el arte del ensayo». Recientemente lo colgó en su blog. ¿Por qué no le echan un ojo, ahora que vamos a estar de vacaciones, y lo comentamos regresandito?

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Dos raros y un minotauro

Este viernes 21 de septiembre, a las 20:00 horas, en el Centro Cultural Casa Vallarta (Av. Vallarta, entre Gral. San Martín y Simón Bolívar), José Israel Carranza presenta el libro Dos escritores secretos: la compilación de ensayos que Alejandro Toledo armó en torno a Francisco Tario y Efrén Hernández. En la misma velada, Luis Martín Ulloa presentará otro libro de Toledo: El hilo del Minotauro: cuentistas mexicanos inclasificables.
Ánimas que se animen a ir.

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Final de fotografía

Laura Verónica Villalobos Coto


Nuestra carta de presentación: el rostro. Con él venimos a la vida, según lo dicten los genes de nuestros padres; conforme crecemos va modificándose, y hay quienes dicen que, según nuestras vivencias, éstas también marcan y definen nuestros rasgos. El paso de los años continúa alterándolo, y aunque seguimos siendo una versión de nuestra juventud, solamente nuestra piel y sus arrugas dejan saber a los demás cuánto hemos vivido. Pero no solamente el tiempo marca nuestro rostro: también las circunstancias de la vida, como los accidentes o las quemaduras, pueden cambiarlo, y definitivamente también cambian nuestra vida.
Pero aquello que en mi parecer hace un rostro inolvidable, es la marca de la muerte, el rictus que adquiere nuestra cara cuando ya no tenemos vida ni voluntad, cuando el alma, el espíritu o lo que sea abandona nuestras carnes y huesos y se va, nadie sabe con certeza a dónde.
Algunos rostros quedan plácidos, alguien diría que hasta sonrientes. Otros dan la impresión de que no les pareció el momento de la partida, y quedan con muecas desagradables. A los más infortunados ni siquiera la muerte les dejó un rostro socialmente visible.
¿Cuál es la necesidad que tenemos de acercarnos morbosamente al ataúd? ¿Qué es lo que queremos encontrar? ¿O queremos cerciorarnos de que el muerto realmente está muerto? No lo entiendo, eso nos puede llevar a dejar en el archivo de nuestra memoria, como último registro de esta persona, aquel rostro gris o amarillo, rígido, sin el brillo de los ojos, sin la luz de la sonrisa, sin expresiones. Es preferible consultar el álbum de fotografías: aquí sí se reflejan las muecas propias de nuestro amigo. En una foto sí se manifiestan las emociones (o por lo menos se puede adivinarlas).
Las fotografías nos hablan desde ellas mismas, nos provocan emociones, obligan a nuestra memoria, nos hacen sonreír y llorar. Son preferibles, para inmortalizar un recuerdo, que asomarse a un ataúd.

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Princesas de calcomanía

Laura Verónica Villalobos Coto



Al observar los automóviles a mi alrededor, mínimo dos veces por día, me doy cuenta de que hay todo tipo de sujetos que se autodenominan con las calcomanías que pegan a su automóvil: cada uno de ellos quiere sobresalir de entre los demás, quiere que su auto nos comunique quién va adentro. Así circulan por toda Guadalajara princesas en el coche de su papi, chicos rudos en camionetas monstruosas, ¿deportistas?, ex revolucionarios que pegan en su automóvil de lujo la imagen del Che Guevara, banderas de todos los países —pero principalmente europeos—, etcétera.
Pegotes con el afán de diferenciarnos de los demás, cuando la naturaleza, con su innegable sabiduría, nos señala lo contrario: en la unidad está el poder y el bienestar común.
Las tendencias y las fórmulas de éxito que las sociedades actuales dictan nos llevan a distinguirnos de los demás, a ser personas de éxito y, sobre todo, a avasallar a los demás con la opulencia de nuestro éxito material.
Sin embargo, afortunadamente, los científicos no dejan de escudriñar la naturaleza, y de ahí se desprende un concepto: inteligencia de enjambre.1
Los estudiosos dicen que animales como las hormigas, las abejas o los peces aplican esta inteligencia que los hace ser más fuertes para afrontar a sus depredadores, pero hacen hincapié en que un individuo de estos mismos grupos, por sí solo, no tendría las mismas habilidades.
Un grupo de animales puede cambiar su rumbo intempestivamente ante una amenaza y salir airoso del peligro. ¿Debido a qué? A que ninguno está al mando. (¡Vaya! ¿Y dónde quedó el concepto de líder que me enseñaron?).
Pero ¿cómo se organizan? Pues con base en reglas simples: mantenerse juntos, evitar chocar entre ellos y nadar, correr, caminar o huir en la misma dirección. No tiene que ver con la toma de decisiones, sino con el movimiento preciso coordinado.
¿Qué tiene que ver esto con nosotros, los humanos? Si se nos ha enseñado a no seguir a la multitud, si nosotros no estamos día a día expuestos a depredadores... ¡Ajá! Actualmente los científicos están trabajando en la aplicación de esta inteligencia en robots, tiempos y movimientos en empresas, en la internet, pero lo que me pareció mas importante es la siguiente referencia: “Las muchedumbres tienden a ser sabias sólo si los individuos actúan de manera responsable”.
No seremos inteligentes si seguimos modas, tendencias, esperamos a que alguien nos diga qué hacer, si sabemos que debemos separar la basura que generamos en nuestra casa y no lo hacemos porque los demás no lo hacen, porque nuestros gobiernos no atienden este asunto del reciclaje, porque alguien más lo hará, etcétera. Formamos parte de un grupo, un gran grupo, y debemos comportarnos de manera inteligente, confiando en que cada uno de los demás también hará lo que le corresponde, o si no quizá nuestro ejemplo llegue a impactar a alguien más.
Cuando, en una colmena, una abeja tiene frío, temblará para generar calor y todas las demás comenzarán a hacer lo mismo, y así, entre todas, protegen a las larvas de la próxima generación.
Me entristece profundamente que ahora que estamos criando a las futuras generaciones, no tengamos la menor idea de la responsabilidad que es enseñarlas a cuidar el planeta, a ser responsables en cada uno de los actos, desechos y actitudes que tenemos. Si somos las abejas que tenemos frío, no estamos actuando en conjunto para proteger a las futuras generaciones, y mucho menos les estamos enseñando cuáles son las actitudes correctas de supervivencia.

1.- Ver National Geographic en Español, julio de 2007.

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Noticia sobre Albert Caraco


En los grupos de los miércoles y los jueves hemos leído a Albert Caraco (los fragmentos inaugurales del Breviario del caos: Sexto Piso, México, 2006). Un escritor brutal, sobrecogedor, escalofriante. Pero, a la vez, iluminador como pocos. Aquí van algunas señas suyas:

Albert Caraco nace en 1919 en Constantinopla, en una familia judía afincada en Turquía por cerca de cuatro siglos. Lugo de pasar la infancia en Alemania y en Europa Central, Caraco y su familia huyen de la amenaza nazi en 1939, y emigran a Sudamérica, donde toman la nacionalidad uruguaya. Convertido al catolicismo, Caraco se expresa perfectamente en francés, aleman, español e inglés, y publica en Montevideo sus primeros textos, principalmente poemas y cuentos simbolistas.
Se instala en París al comienzo de la Segunda Guerra Mundial y comienza a trabajar en su obra teórica, para lo cual se fija una disciplina monástica, escribiendo seis horas todos los días. Reniega de su educación católica y proyecta suicidarse apenas mueran sus padres. La hora llega en septiembre de 1971, unas horas después del deceso de su padre. Caraco deja tras de sí una obra gigantesca, compuesta por ensayos y diarios íntimos, que la casa editorial L'Age d'Homme comienza a publicar años más tarde.
(Con información del sitio http://albertcaraco.free.fr/)

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El andar del miope

Alfonso G. Velázquez

Para leer algunas letras o ver a una persona a gran distancia tienes que cerrar un poco los ojos, aunque por lo general con malos resultados, dependiendo de lo avanzado de la miopía.
Puedo leer durante tres horas seguidas sin usar lentes, pero si salgo son necesarios. Sin ellos vería puros objetos mal enfocados, y aun así no los veo bien, señal de que ya necesito una nueva graduación.
Sólo es cuestión de hacerse el examen: te miden varias lentes, y con las que observes mejor las letras del fondo te quedas. El optometrista apunta tu graduación. Después siguen dos opciones: si es tu primera vez, o si vas a cambiar la armazón, escoges la que mejor se te vea o la que más te guste. Si ya tienes anteojos y vas a cambiar de graduación, debes dejarlos para que adapten los cristales. Esto significa que durante uno o dos días no tendrás lentes, verás puros cuadros impresionistas que se mueven. Cuando te pones tus lentes nuevos te das cuenta que realmente no veías nada. Todo se aclara: las moscas, las letras, las placas del carro de enfrente… vuelves a confiar en tu sentido. Sin embargo, la curvatura del vidrio te hace sentir que el suelo es diferente, que está más abajo o en un ángulo distinto. Cinco o diez minutos después sientes que el estómago se te revuelve o te duele la cabeza. Te quitas los lentes y dices: me estoy mareando. Pero ya no queda de otra más que aguantar y acostumbrarse.
Todo lo anterior lo tienes que repetir cuando es necesario. ¿Y cuándo es necesario? Cuando, para ver de lejos, tienes que cerrar un poco los ojos. Conforme vaya aumentando la graduación, la lente irá haciéndose más gruesa y los ojos más pequeños. Es el sacrificio estético que tiene que hacerse para tener una buena vista. Pero no quiero hablar de la buena vista, eso es algo de lo que la mayoría puede hablar, sino de lo que es vivir con la deficiencia visual causada por la miopía.

—Qué sangrón eres. ¿Por qué no me saludaste el martes en la cafetería?
—No te vi.
—¡Si me viste a la cara y luego luego te volteaste!
—Bueno, no te reconocí.
—Lo que pasa es que no querías que te viera con tu amiguita ésa, ¿verdad?

Para evitar malentendidos como éstos es que, siempre que entro a un lugar donde puede haber alguien conocido, agacho la cabeza. Siempre viendo al suelo. Sólo levanto la vista un segundo para ver a dónde me dirijo. Si veo una silueta de alguien que me parece conocido y que quiero saludar, voy hacia él, sin levantar la vista. Ya que estoy a una distancia desde la cual creo poder mirarlo lo intento nuevamente. La posibilidad de haber acertado, de haberlo reconocido desde lejos, varía según la distancia del primer vistazo. Aunque creo que he desarrollado una habilidad para distinguir personas a gran distancia. Algo así como ver en la oscuridad. Pero de esto no estoy muy seguro.

Me siento en el sofá y enciendo el televisor. Un partido de futbol. No me gusta mucho ese deporte, pero en este país es necesario saber de él para que no te agarren fuera de lugar con un comentario. Los colores de las playeras no me dicen nada. Me levanto, me acerco, leo el nombre de los equipos y el marcador. Regreso, me siento y le cambio de canal. Debido a estas molestias es que he conseguido un lugar especial para mí: un puff. Dos metros enfrente del sillón, a metro y medio de la televisión. Así no hay problemas al ver alguna película con subtítulos. En los cines es diferente.
Una de las sabidurías, o supuestas sabidurías, que se transmiten entre hombres es que, cuando vayas al cine con una mujer, tienes que sentarte en la última fila. Y si es en una orilla, mejor. Esto lo dicen los aventados, los que se jactan de tener muchas mujeres, y sin embargo parece que así tiene que hacerse.
Llego a la sala del cine con mi nueva amiga, en una de las primeras citas, y le pregunto en dónde quiere sentarse. «Pues hasta atrás». Nos sentamos, platicamos, apagan las luces y comienza la película. En inglés y con subtítulos. Me inclino hacia adelante y acomodo mis lentes, pero no veo nada. ¿Cómo le voy a decir que nos cambiemos de lugar, si ella escogió éste? Me acomodo en el respaldo y pienso cómo hacerle para tomarle la mano, abrazarla o besarla. Me acerco a ella para comentarle cualquier idiotez y me contesta con un monosílabo. Parece que la película está muy interesante. Salimos y no vi la película ni logré tocarle la mano. «Estuvo muy buena la película, ¿verdad?». «Sí, buenísima», contesto.
Uno de los grandes consuelos que tenemos los tímidos es la vista. Es imposible hablarle a una muchacha hermosa, pero verla, eso siempre se puede, aunque sea por unos segundos. En uno solo puedo ver todos los puntos clave. Ese segundo es cuando casi están a un lado de mí. Pelo, ojos, boca, nariz, cuello, senos, cintura, piernas. Al siguiente segundo lo que falta: espalda y nalgas. Esto bien lo puede hacer una persona con miopía, pero no siempre se tiene el privilegio de que una bella chica pase a tu lado. Y es aquí donde empieza nuestro problema. Si ella va del otro lado de la calle, sólo se puede distinguir que es bella, sin saber bien cuáles son los detalles que la hacen así. (De aquí fue donde surgió la teoría de las ideas de Platón, que con su miopía no distinguía bien los objetos y al acercarse eran más claros. Más perfectos. Esto lo extrapoló a los conceptos y así formó su teoría). El miope únicamente puede ver un burdo esbozo de la figura de la mujer, pero sabe que eso es partícipe de algo perfecto. Por otro lado, y en esto se diferencia la realidad de la propuesta platónica, hay ocasiones en que, cuando uno se acerca a ella, está muy lejos de ser perfecta. He ahí lo complejo de la realidad, siempre transformada por el sujeto que la ve.

En los camiones del transporte público existe un rectángulo iluminado arriba del vidrio delantero. Ahí puedes ver números y letras que te indican cuál es la ruta que sigue. Esto, en el mundo de un miope, significa muchos camiones que no van a pararse. Y es que a lo lejos me doy cuenta de que se acerca un camión. Cuando está más cerca voy enfocando para ver si es el que debo tomar. Por fin veo las letras. Levanto la mano, pero ya es muy tarde para que el camión se pare. Como cuando un ciego me pidió que le avisara cuando viniera el camión que esperaba. Pasaron cuatro, que no identifiqué a tiempo, y en tres el ciego fue advertido ya muy tarde. Por ultimo un camionero paró para que una persona bajara, y así el ciego pudo subir.
Después de eso yo siempre tomo el camión donde esté un semáforo. Así tengo más posibilidades de que se pare: o va a bajar a una persona o está el semáforo en rojo o otra persona levanto la mano a tiempo.
Desde esta perspectiva parecería que es mejor tener un carro para trasladarse. Pero un miope al volante es un inmoral sin conciencia civil. Y más si es de noche. En el día más o menos se distinguen las figuras y los espacios, al menos lo suficiente para andar sin problemas. Pero en la noche todo cambia. Cada foco no es una luz en el camino que te indica alto o que te permite ver mejor las indicaciones, rayas o carriles. No. Cada foco se convierte en una gran equis luminosa que no te permite ver, ni siquiera distinguir. Las luces traseras del carro que va enfrente no te dicen a qué distancia se encuentra. Sólo es identificable a diez metros de distancia. Así, el conductor miope es una persona que maneja en una esfera de diez metros donde no sabe qué es lo que le aparecerá enfrente. Esta esfera visual varía según la miopía.
Claro que todo esto se puede evitar cambiando de lentes cada que creas necesario, hasta que la graduación más alta no sea suficiente para devolverte la vista. Ahí solo quedará el recuerdo.

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Miseria, míseros y miserables

Édgar Mondragón


Vivo en un país de 100 millones de miserables. En un país así, los escritores de discursos para los políticos buscan los eufemismos y la precisión vacía del lenguaje con tal de aligerar su responsabilidad: los miserables se vuelven personas en la miseria y luego personas en la pobreza, y al terminar el discurso son sólo personas humildes.
Quiero proponer que simplemente se les llame así: miserables.
También hay un gusto por acrecentar el vocabulario para buscar más palabras para definir al miserable. Hay una admiración por el mito urbano de los esquimales y la nieve: ése que dice que una persona que vive por aquellos lares tiene 11, 29 o 76 palabras para nombrar el agua congelada y suave. De la misma manera los gobiernos, a través de su Ministerio de la Miseria (SEDESOL para efectos oficiales), han encontrado una clasificación y diversos nombres para el miserable. Tenemos miserables alimentarios, miserables de capacidades, miserables de patrimonio, todos clasificados con sutileza, por el miedo de decir llanamente que sus gobernados, en más de un 90%, son miserables. En el primer mundo se acostumbra solamente nombrarlos de una manera más práctica: pobres (o locos).
En este mismo espíritu de precisiones de discurso, me gustaría ayudar a enriquecer las clasificaciones y agregar a los que somos los otros miserables del país: los que no somos pobres.
Esta idea es una simple consecuencia sin afán de acusación social o moralina: nuestro tinte de míseros inmisericordes se basa en colaborar consciente o inconscientemente, con voluntad o sin ella, para la perpetuación del estado de miserables de nuestros otros compatriotas.
Así se cierra el círculo: así todos somos miserables.
Viviendo en este panteísmo mísero, sólo falta saber si alguno de los actores quiere salir del círculo.
He escuchado hasta el cansancio de algunos conocidos y otros cercanos esa idea de que los miserables escasos no quieren salir de ahí, que si están en ese estado es por gusto y pereza, que no tener que comer es una muestra de pocas ganas de superarse. Puedo decir que la idea es esencialmente estúpida.
También tengo que decir que desconfío de la revolución, de quienes dicen que hay que acabar con los míseros en el poder para que los otros miserables puedan vivir mejor.
Vaya, si algo nos enseña una y otra vez la historia es cómo alguien puede pasar de pobre a rico, de oprimido vasallo a poderoso señor, y mantener su miseria intacta.
Más bien, entonces, el principio está en asumirnos así: míseros, en esta miseria humana, y comenzar a vivir mejor como miserables que somos.
Superado esto, la discusión se puede concentrar en lo ridículo que resulta la idea de que alguien no tenga mañana nada para comer.


Postdata: la discusión de los miseros (otro tipo especial de míseros) la dejaré para después.

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Cenizas

Elena Arce


Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,

me acecha, sí, me enamora

con su ojo lánguido.

¡Anda, putilla del rubor helado,

anda, vámonos al diablo!

José Gorostiza, Muerte sin fin



Mi corazón casi se colapsó. «No es para tanto», dijeron; la tristeza me aparecía en el fondo del alma, cargando con ella todos los dolores del pasado.
Hacía días que mi perro no quería comer: el plato permanecía sin ser tocado. Su anorexia repiqueteaba en mi oído como un reloj en cuenta regresiva. Había vivido por doce años cerca de mí. Era un labrador negro, fuerte y juguetón: Benito.
Mi hijo mayor lo trajo; pasó a formar parte de mi cotidianidad y me fui encariñando. Nunca había imaginado tener un animal en casa. Nos hicimos amigos: me esperaba junto a la puerta, caminaba tras de mí, en las noches de tormenta solicitaba mi ayuda para sobrevivir al estallido de los rayos. Me enseñó que un ser vivo tiene múltiples maneras de mostrar sus afectos. No podía menos que atenderlo, cuidarlo y esperar su partida.
El síntoma de Benito me recordó al de mamá. Hace pocos años que partió y unos meses antes de su fallecimiento se había olvidado de comer. No supe si esto dependía de la enfermedad, o si decidió quizás que su tiempo había terminado y era el modo de acelerar la partida.
Los hechos de ese momento se sumaron con los del pasado. Todos juntos se hicieron presentes. Lo que tenía frente a mí era una gota más en un vaso que se desbordaba.
Benito murió. Un tumor no diagnosticado era el motivo de su falta de apetito. Las palabras que me dijo el veterinario antes de la intervención fueron: «Si descubro metástasis, mejor será dormirlo para que no sufra». sencillo y contundente. Esto no se dice cuando se trata de una persona.
A los humanos se nos mantiene vivos a costa, muchas veces, de cualquier recurso. Me planteo un debate acerca de muerte asistida a la que he pensado que me podría adherir, aunque esta decisión es difícil cuando no se está en el momento del trance.
Después de la llamada del doctor no volví a saber más; el cuerpo lo incineraron y ahí terminó todo. Rumié la tristeza en mi retiro, disfruté los recuerdos que todavía eran recientes. Tuve que hacer una reflexión profunda comparando su muerte con la de mis allegados. Era diferente de cuando murieron mamá y papá: los ritos sociales se apropiaron de mis seres queridos, del duelo y de mi tristeza. Debía agradecer con una cara amable hacia amigos y extraños que sólo repetían acartonadamente: «Lo siento mucho».
El fallecimiento es un instante misterioso que no puedo comprender, aunque la ciencia me lo explique y yo lo acepte. Los estallidos de energía se aquietan; la savia que porta la vitalidad se detiene sin hacer ruido. La inspiración; luego… nada. Lo que animó su existir escapó. Sobre el lecho queda un objeto inerte, su espíritu inició un viaje sin regreso. El cuerpo está ahí. ¿A dónde partió lo que lo animaba? ¿Qué era que no lo vi?
La efigie de la muerte se ha pintado de múltiples maneras. La que yo recuerdo estaba colgada en el consultorio de papá. Una figura embozada, como un ladrón cualquiera, con una guadaña en la mano lista para la siega. Sé que a esta herramienta se la conoce como parca, el nombre que también se da a las divinidades griegas del destino.
Crecí en una población pequeña donde se construían mitos y ritos alrededor de muchas cosas. Velorios y funerales eran materia obligada para las personas que se preciaran de ser amigos del difunto y la familia. Usualmente celebraban en la sala de su casa. Las rezanderas llegaban las primeras y los susurros se iniciaban; no paraban hasta que el difunto salía de casa. Negro en los vestidos y flores blancas los colores de la muerte, y el inolvidable olor a nardos. Imágenes que no se olvidan, algún día seremos ése que permanece solitario al centro acompañado por cuatro cirios.
En la madrugada no faltaban las lúgubres estrofas del «El Alabado», cuyo fin era encaminar a las almas en su tránsito hacia la otra vida. La voz y el tono eran tan lastimeros que se enchinaba la piel —se decía que los perros aullaban para acompañar el canto.
El velorio daba paso a la misa de cuerpo presente, la bendición y el entierro. La envoltura humana volvía a la tierra: «Polvo eres y en polvo te has de convertir». Hace años no existían las cremaciones. Ahora es lo usual. Se venden nichos en todas las iglesias. Son como las cajas de seguridad de los bancos, del mismo color, colocadas en filas, numeradas y con chapa. O sea… la ceniza que resta del sujeto se asegura contra los robos y violaciones. Por qué no volver a la tierra, ser lanzados en el río, desde un puente para que el viento lleve las moléculas de polvo a todos lados.
De mis creencias recuerdo lo que me enseñaron desde niña. El alma deja el cuerpo para ir a gozar de Dios en el cielo o purgar eternamente las culpas en el infierno. Se sustenta en un código de conducta y buen vivir para ser merecedores del bienestar perdurable. Como adulta he ido descubriendo otras maneras de ver el más allá, desde la reencarnación hasta la creencia en que la muerte termina con absolutamente todo.
Oriente me sorprende con sus ideas acerca del morir y la muerte. El Libro Tibetano de los Muertos narra y conduce por las etapas que pasa el cuerpo y el alma del muriente. Ha supuesto una observación precisa y casi científica. Con enorme naturalidad se habla de temas que para mí fueron tabú. Me arriesgué a adentrarme en las páginas que tuve un día en mi mano, cuando me di cuenta de iba navegando sobre una pequeña barca egipcia para cruzar a la otra vida. Me detuve y cerré mi lectura. No me es fácil enterarme de estas cosas a detalle, el miedo invade mi existencia.
He llegado al budismo con la mente abierta. La manera en la que se llevan a cabo los rituales del cuerpo muerto son diferentes a los nuestros. En la cima del mundo se tiene el entierro por agua, y el más común es el entierro en el cielo. El cuerpo es devorado por las aves de rapiña. Supongo que no habrá cementerios ni lugares adonde ir a llorar a los que ya no están. La placa que mostraría el nombre del que se fue no se encuentra en ningún lado. Queda el recurso de buscar en el reencarnado el espíritu del que partió, y a través de ello elaborar el duelo.
En mis ratos de silencio reflexiono, no sin temor, acerca del dolor en el momento final. He escuchado que el cuerpo inmaterial queda rondando por los espacios todavía tibios que se han habitado. Responde algo mis incógnitas, me es más fácil pensar que nos vamos de a poquito hasta encontrar la luz en otro espacio. Me gusta pensar que la energía que animó la vida seguirá animando alguna otra cosa, pero las dimensiones inmateriales no son accesibles a mi ojo ni mi oído humano, por lo que seguirá la pregunta hasta el día que me vaya para siempre.
Es imprescindible recordar a Antígona, encerrada en la cueva decide segar su propia vida. Ha sufrido la imposibilidad de dar sepultura al cuerpo de su hermano. Cada muerto es yo mismo; mi imagen y semejanza. El culto al cadáver nos hace diferentes, ¡Cómo no enterrar al otro, que siendo como yo debe ser cuidado y enterrado! Los animales no inhuman a sus muertos.
Con estas realidades se me entremezclan tristezas y alegrías. Muchos sufren en la esperanza; otros gozan sin esperar.
No imaginé nunca que detrás de lo que era un simple rechazo al alimento se encontrara la ausencia permanente. El día que Benito partió lo despedí. Leí Muerte sin fin, dado que seguimos muriendo a diario, un pedazo cada día. Su partida trajo consigo todas las anteriores, y también la mía.

«ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia».

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Cruces

Ana Rosa González Carmona


Pocas cosas me sorprenden de lo que observo en las calles de esta ciudad al transitar por ellas.
Un día, al dirigirme al trabajo en auto, reparé en una cruz de madera pintada de blanco, situada en un lugar de difícil circulación por ser el punto de entronque de la Avenida López Mateos con el Periférico Sur. La cruz tiene un nombre escrito con pintura negra y una leyenda que reza «Descanse en paz»; está siempre adornada con flores de plástico que se decoloran y se van destruyendo con el sol y la lluvia. Ahora sostiene el armazón de una corona pequeña que, al serle colocada, el pasado Día de Muertos, tenía flores de papel con hojas del mismo material, de color gris plata brillante.
No es ésta la única que hay en las calles y avenidas de la ciudad: se encuentran otras por diversos rumbos, que señalan sin duda el sitio donde un ser humano perdió la vida en un accidente vial. Sería una tarea difícil contarlas, y sólo representan un pequeño porcentaje de las personas que mueren a diario por esta causa en la zona conurbada de nuestra Guadalajara.
La cruz, creo, demuestra que el ser humano fallecido en ese lugar era muy querido para quien marca el sitio del desafortunado suceso, pero además retrata la sensibilidad del alma que se resiste a olvidar, a aceptar la pérdida. Hay deudos que hacen más patente su dolor, y todos los que pasamos por el sitio nos damos cuenta de que hay alguien que lo cuida con esmero.
Uno de esos lugares es el que describí antes. El que hasta hoy me ha sorprendido más estaba sobre la parte más angosta del camellón entre el carril lateral y los centrales de la Avenida López Mateos Sur, junto al hotel Presidente, en Plaza del Sol, a pocos metros de la entrada al paso a desnivel ahí ubicado. Lo primero que atrajo mi atención fue una guía de flores y hojas de plástico que se enredaba hacia la copa de un árbol de tronco delgado, blanqueado a más altura que los otros de la misma avenida. En esa parte la calle es una vía rápida, y me tomó cierto tiempo observar otros detalles que allí había: al pie del árbol, una caja pintada de blanco, abierta por el lado que daba a los carriles centrales de la avenida; al fondo de ésta se podía ver una fotografía que tenía frente a ella algo que me pareció una veladora grande, apagada siempre.
Pensé muchas veces en acercarme al lugar, dejando estacionado el auto, para ver el retrato y por si hubiese algo más que hubiera escapado a mis rápidas observaciones. Nunca lo hice. Me había habituado a ver aquello, hasta que un día me di cuenta de que todo había desaparecido.
Lamenté entonces la desidia, que impidió que supiera más sobre la persona que así era recordada. Tampoco supe por qué todo desapareció. ¿Murió también la persona que mantenía aquel singular arreglo?¿Se marchó de la ciudad? Quizá nunca lo sabré, o tal vez algún día el azar me dé la respuesta.
Por la Avenida Vallarta, en la acera sur, a escasos metros de la esquina con la calle Enrique Díaz de León, aparecieron hace poco tiempo tres cruces casi en el machuelo de la banqueta, blancas también, muy cercanas entre sí, con flores frente a ellas. No me he detenido a verlas con cuidado.
Cruces como éstas de las que ahora me ocupo las veía en mi infancia en los flancos de las carreteras, a veces en grupos, otras solitarias, las menos dentro de mínimas capillas. Ahora han pasado a formar parte del paisaje urbano de nuestra ciudad, han salido de los panteones y están invadiendo las calles y avenidas, lo que representa un cambio en la cultura citadina.
¿Los habitantes de la ciudad nos hemos dado cuenta de ello? Posiblemente sólo algunos hayamos reparado en esta mudanza, los que hemos vivido mejores épocas de este conjunto urbano.

No ha sido ésta la única metamorfosis, en cuanto a monumentos funerarios, que ha sufrido la ciudad en sus ya 465 años transcurridos en éste, su último asentamiento. Pocos años después de la consumación de la Independencia en 1821 aparecen los primeros cementerios en Guadalajara, ya que durante la Colonia los entierros se hacían en el interior de las iglesias, o cuando éstas se saturaban, en sus atrios o en los conventos. La primera mitad del siglo XIX se construyeron los primeros cuatro panteones en diferentes puntos de las afueras de la urbe, que para entonces contaba con una población de aproximadamente 30 mil habitantes. Mencionaré la ubicación de sólo dos de ellos para fácil referencia de los lectores. El Panteón de Los Ángeles, situado en el lugar que ahora ocupa la Central Camionera vieja, en el barrio de Analco, puesto en servicio el 2 de Noviembre de 1829; el segundo en donde hoy es el Mercado Corona. Estos lugares funerarios vinieron a cambiar en gran medida el aspecto de la capital tapatía. Hacia 1848 se empezó la construcción del Panteón de Santa Paula, mejor conocido por los guadalajarenses actuales como Panteón de Belén.
Hablaré de él con más detalle por ser el único que se encuentra en pie en nuestros días, lo que se debe posiblemente a que se abrió en la huerta del Hospital Real de San Miguel de Belén, conocido ahora como el Antiguo Hospital Civil.
Así como hoy en día hay almas sensibles que marcan con cruces, en las calles y avenidas de la ciudad, el lugar en que murió un ser entrañable para ellas, así también entre los tapatíos del siglo XIX, que depositaron los restos de sus deudos en el Panteón de Santa Paula, hay algunos que no se contentaron con poner en una lápida solamente el nombre del difunto, la fecha de su deceso y las letras R.I.P. (Requiescant in Pace) y mandaron esculpir en la piedra epitafios verdaderamente conmovedores, que reflejan el dolor de la pérdida y el vacío que dejaron en sus vidas. Me referiré a algunos de ellos , que nos permitan introducirnos en las maneras de expresar sus sentimientos de los habitantes de la ciudad en la segunda mitad del siglo XIX :

La Esperanza vela sobre las cenizas
del
Juicio
_______________________

Descansa en Paz oh madre idolatrada
Madre que un tiempo mi delicia hacía:
Y hoy sólo objeto de la pena mía
En lágrimas bañada...
Descansa en tanto, que la voz potente
Suena de nuevo, en este caos umbroso
Y otra vez su silencio pavoroso
Cesará de repente
Y en gozo torna a tanta desventura
Y entre las sombras mismas de la muerte
Te abra paso a la luz y te asegura
De una eterna y venturosa suerte.

Juan José Caserta a su amada madre
la Señora Doña Ana Josefa Cañedo de Caserta
Abril 22 de 1849

_______________________


Dn. Antonio Leautaud falleció
El 13 de Diciembre de 1864
Y su hijo A (borrado) el 8 de Marzo
De 1865

Has dejado a tu esposa sin consuelo
Muy lejos de su patria
Y sin amigos y vuelve a ella
Sin recuerdos vivos porque el ángel
Del amor que le dejaste a tu tumba
También te lo llevaste esposo e hijo
Perdió y nada le queda mas que su
Dolor desgracia y desventura
Y el corazón henchido de amargura
Adiós querido esposo amado hijo

Florina García Leautaud

_______________________

La Sra. Da. María del Refugio
Larios de Benítez

Descansa en paz esposa venerada
Mientras tu loza riego con mi llanto
Descansa siempre en la mansión sagrada
Donde del ángel se percibe el canto
Durmiendo te hayas en tu tumba helada
Triste vela mi febril quebranto
En ella duermes mas la parca airada
Rompió por siempre nuestro lazo santo

Fue muy buena hija
Excelente y fiel esposa
Como madre tierna
Así su hijo añora
Murió el 6 de diciembre de 1864
A las doce de la noche.


Difícil hacer un parangón entre estos dos tipos de monumentos funerarios, separados en el tiempo por casi 150 años; sin embargo, tienen algo en común, y es mostrar el alma desgarrada por la separación de un ser amado, aunque haya una diferencia en la manera de expresarlo.
Las cruces en las calles señalan a los transeúntes sitios en los que acecha la muerte, lugares que el tráfico de vehículos torna peligrosos, en los que un descuido puede costarles la vida; representan, por tanto, un aviso de que deben mantenerse alertas. ¿Son también una protesta de los deudos del difunto? Pudiera suponerse que es un reclamo de éstos ante la irresponsabilidad de los conductores de vehículos, del trazo imprudente de las calles y avenidas.
Así entonces, estas cruces representan uno de tantos precios que la ciudad ha tenido que pagar por el progreso y la modernidad que ha dado un lugar preponderante al automóvil, sacrificando en sus aras la seguridad de sus ciudadanos.

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Ayer me dijo un mito

Alejandro Vargas Salazar




Saludos.

Hace cierto tiempo, en cierto lugar, en cierto pueblo, de cierta raza, de ciertos dioses, existió cierto tipo llamado Homero, que escribió el cierto mito de la guerra de Troya. Pero más que mito sobre la guerra (la guerra sí tuvo lugar), fue el motivo de la guerra el mito tal. Se han encontrado vestigios de la zona donde estaba Troya y de que efectivamente tuvo lugar.
Paris raptó a Helena. ¡Qué caray! Mandemos a nuestros aliados, mandemos a nuestros mejores hombres, mandemos a nuestros mejores barcos a pelear en Troya para liberar a mi hija amada. Échenle un grito a Aquiles, seguro debe de estar peleando con los Mirmidones, en alguna cruenta batalla.
Los años se sucedieron unos a otros hasta pasar diez, y fue el término de la susodicha guerra. Todo acabó de un modo excelente. Un fabuloso regalo a los troyanos, un caballo de madera donde se ocultaron varios héroes.
La guerra de Troya, sin duda, inspiró futuras batallas, y la forma como se hizo llevó a los estrategas a nuevos retos. Pero ¿me afectaría no creer en que Paris raptó a Helena, y suscitó una guerra donde perdería a su hermano Héctor? Seguramente sí.
¿Por qué razón? El simple hecho de encontrarnos ante semejante guerra por una mujer es ya romántico, de honor, de aventura. Es fascinante: una mujer fue la causa de una guerra mundial. Además de dar vida, dio muerte a miles.
Si no creyera en eso, la fantasía no tendría chiste. Es la base de mi fantasía. ¿Qué me importaría ver las películas de Disney si no sé que Apolo ayudó a Paris a matar a Aquiles, porque Paris estaba bien bolillo? Decido creer porque necesito la historia (verdadera o no) para formar la mía.
A partir de este mito se hicieron otros. Las princesas robadas y encerradas en una torre cochina, con un dragón verde y una bruja malvada y su rescatador, el príncipe azul, vienen derivadas del mito de Troya. Entonces, éstas ya son un meta mito.
Además estas princesas no tenían cualidad alguna: una cantaba junto con los pájaros (gran cosa, ¿no está por ahí San Francisco de Asís?), y encima se encontraba con siete hombres pequeños. Otra era la representación en persona de la hueva, recostada hasta que un príncipe la besara y fueran felices por siempre. Otra más, la representación total de la falta de higiene en el cabello (no cualquiera tiene un cabello tan largo y tan resistente y además seco).
Escojo creer en el mito de Helena de Troya por el hecho de que, para mí, Helena es la vida, Troya mis problemas, y la guerra, los problemas que se suscitan en la vida. Además de que me gusta mucho la mitología griega y me gustan la Ilíada y la Odisea.

Arriba y adelante!!!

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Para ir al Cielo basta con ir a misa

José Luis Velasco

En mi vida y en mi muerte, si bien es cierto que hay mitos que escojo para creerlos, no existe uno en el que crea más que éste: para ir al Cielo basta con ir a misa. Sin temor a generalizar, cada cristiano que se gana el Cielo deja de vivir en el coto terrestre y se convierte en vecino de Dios, de algunos ángeles, de los santos, incluso de El Santo y otras buenas personalidades. ¿Cómo explicar, pues, este mito maravilloso que me acabo de inventar y en el que ya creo tan firmemente? ¿Para ir al Cielo basta realmente con ir a misa?
Efectivamente. Existen varias fuentes que incitan a que verdaderamente crea en este mito. Comenzaré por mi padre, que me pregunta cada domingo con una voz ronca y seria: «¿Ya fuiste a misa?». Bastó esa voz para que durante toda mi infancia asistiera. Seguramente, si hubiera muerto siendo todavía un niño, me habría ido al Cielo, sólo por obedecerle esa orden en forma de pregunta.
Otra incitadora fuente de este mito teologal es el conjunto de las asistentes a la casa de Dios, algunas de las cuales suelen llevar muy por encima de la rodilla la verdad divina —y muy al descubierto al «Yo pecador». Por su culpa, por su culpa, por su gravísima culpa, ir al Cielo puede ser cuestión de dar una volteadita.
El esfuerzo físico y mental requerido para lograr salir de misa con una sonrisa como las que se avienta Ned Flanders basta para llegar al Cielo. Y es que los sentidos se agudizan en esa búsqueda. Por mencionar alguno, ¿qué me dicen del pobre oído? Esquiva los gritos de chiquillos, las rolononas de reggaeton de los celulares, las lluvias torrenciales, el azaroso va y viene de los abanicos y de las hojitas parroquiales, los contagiosos estornudos, los tacones de las que —para variar— llegan tarde... hasta las pinches moneditas de la limosna, al vaciarlas en una sola canasta, se entrometen en el hipnotizante sermón cuyas sonoras enseñanzas rebotan formando ecos confusos.
Para ir al Cielo basta con ir a misa, o si no pregúntenle a su bolsillo cuando rellene los sobres con una generosa aportación; a los que sufren al pasar a leer cuando en todo el mes no han leído ni un libro; a los que hacen cola para confesarse mientras intentan recordar sus pecados y al mismo tiempo escuchan misa; a las viejitas que ya están más cerca de llegar a las nubes y que no sólo van los domingos, sino cada día. Pregúntenme a mí y yo les diré que es cierto este mito, que el que va a misa se va al Cielo.

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Teodora al piano


""Entró en la habitación llena de gente, con una arrogancia casi bizantina, como la emperatriz Teodora de Rávena...". Es el comienzo de una de las "fotocopias" de John Berger, la que lleva por título "Joven con la mano en la barbilla". La emperatriz a la que se alude es ésta, esposa de Justiniano I, que vivió de 501 a 548 y es recordada por ser una legisladora audaz (la primera autora de una ley sobre el aborto, por ejemplo) y una lúcida estratega militar que solía ver sobre el hombro de Belisario los avances de sus tropas (y los corregía). Pero también por haber llegado al trono al cabo de una vertiginosa carrera que comenzó en un burdel. Este mosaico, en la iglesia de San Vital, en Rávena, debe ser el que Berger tiene en mente al presenciar la aparición de la pianista que "fotocopiará".

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A mí, mis rutinas

Dolores Garnica

No hay nada que deteste más que los ritos de seducción. Me encantan los ritos cotidianos, gozo al levantarme cada día, seis días a la semana, con el despertador a una hora exacta; alzar el mismo pie de ayer, preparar la cafetera y vestirme frente al televisor escuchando las mismas noticias y las mismas incoherencias de Loret de Mola por Canal 2.
Adoro salir de mi escritorio entre las dos y las dos y media, dirigirme hacia las tortas El Socio y pedir una de lomo sin aguacate y con mucha crema, cuatro días a la semana. Me fascina bañarme, secarme, fijar un broche en mi cabello para que se seque, acomodarme primero la chancla derecha y después la izquierda, que esperan afuera del azulejo; caminar ocho pasos hacia mi cama y tocar tres veces la lámpara sobre el buró para intentar leer y dormirme con el libro encima. Me gusta hacer entrevistas, tomar un camión y llegar al periódico ya con un título en la mente; acomodar exactamente una Coca Light a la izquierda de mi escritorio, debajo mi libreta de apuntes, del lado derecho la grabadora y en la orillita del teclado mi lapicero. Saboreo cuando llamo por la extensión 3130 de mi jefa para pedir audiencia, después tomar un lápiz, acercarme y siempre preguntar: «¿Estás muy ocupada?», aunque siempre responda: «¿Por qué siempre me preguntas eso?».
No es tan diferente con el sexo. Gozo del instante después de hacer el amor en el que siempre me dan ganas de correr al baño para encerrarme un par de minutos y respirar hondo, repitiendo segundo a segundo en la mente cómo fue que se movió el hombro de mi acompañante durante la ceremonia. Mi estímulo diario son los rituales que se repiten y se repiten, no concibo mi vida de otra manera.
Soy un animal de costumbres, una guerrillera de la rutina, y no concedería nunca una justificación como ésta para terminar algo: «Me cansé de la rutina» es una basura que se inventan los publicistas para que compres. Adoro la rutina pero detesto, desde el fondo de mi alma, la seducción entre treintañeros: quizá es un síndrome postdivorcio, quién sabe, pero desde mi soltería, hace apenas unos cuatro años, no puedo establecer una relación sana, y según las expertas en un café, la causa está en romper con dos (o algunas o todas) de las leyes de la seducción:
—Hay que esperar dos días para llamarle.
—No menciones la palabra «cama», puede pensar que tú piensas que él piensa sólo en acostarse contigo.
—Nunca lo saludes primero si te lo encuentras, mejor espera a que te salude él.
—No te arregles mucho en la primera cita, nunca narres la historia de tu divorcio antes de la cuarta, no te acuestes con él antes de la tercera, no pagues después de la segunda.
—Nunca lo invites, espera a que te diga algo.
—Sólo has tenido dos amantes.
—Deja que timbre tres veces el teléfono antes de contestar.
—Dile «Perdón, hoy no puedo» un par de veces.
—No le digas que lo quieres, ni que te gusta antes de la quinta cita.
—¡Es enooooorme!
—Nunca, jamás, un «Oye, ¿y qué somos?».
—No expliques que ya sales con alguien, eso puedes decidirlo después
—Busca el anillo de matrimonio o una sombrita de él en el primer contacto.
—Llega diez minutos tarde.
—Etc.

Hoy, intentar establecer una relación madura es casi imposible si no te comportas como inmaduro, así que el amor a primera vista está prohibido. Puedes besar a un desconocido en una fiesta, siempre y cuando no le llames al siguiente día. Puedes salir con alguien, siempre y cuando no sepas —ni él sepa— qué sientes. Las relaciones treintañeras están fincadas en la duda y no en la certeza. La incertidumbre es su campo de acción, las preguntas su mecánica y el hacerse pendejo su razón de ser. El «Te amo» llega con los años, sus herramientas —sus orígenes— se fincan en la serie Friends, con extensión a Sex and the City, mezclado con algo de los colores del pop art, el olor de un martini aunque sepa a jarabe para la tos, rolas de White Stripes, diálogos por messenger, olor a queso feta y textura a leggins de Zara. Nada puede estar más podrido, ni siquiera hay una poesía o un verso de por medio. A mis 18 años me podían acosar con una canción de Silvio y caía redondita con chanclitas baratas y un morral de San Juan de Dios, entre versos de Sabines. Hoy, una cerveza en el Red Pub buscando galán te cuesta $35.00. ¿Serán mis 30?
Soy mujer de certezas, es mi lema, y al parecer no existe nada más repelente:

Único experimento
(Conversación por el messenger. Un día después de coqueteo en una fiesta, a las 18:30 h. Sujeto A: Dolores. Sujeto B: Gabriel).

A: Gabriel, ayer la pasé muy bien, me gustas mucho, no he dejado de pensar en ti en todo el día, y me siento mal porque tengo vato, pero es que es raro lo que siento. En fin, dime qué onda o mándame a la chingada ahorita, dame tres minutos para tragarme el rechazo y seamos amigos de vuelta.
B: Lo siento, soy un hombre solitario.

Paranoica, loca o simplemente tonta, algunas de las respuestas de expertas en leyes de la seducción. Rompí como ocho leyes en cinco renglones y ahora debo quedarme con un palmo de preguntas en la mente. Ni siquiera una consideración a mi sinceridad, una breve muestra de misericordia o una grosería al tan amable Sujeto B. No. Yo mejor regreso a mis rutinas.

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Ensayo literario y gimnasia olímpica

Édgar Mondragón


Estiramiento
Sí, platico conmigo mismo suavemente mientras las neuronas pretenden comenzar a hacer lo suyo.
Siento que puede ser que dos o tres pérdidas de la cabeza provengan de mentes que intentaron ideas de mucha trascendencia sin calentamiento previo alguno. Uno debería comenzar a pensar en cosas ligeras antes de subir a las alturas del pensamiento.
Una mosca parada en la pared, en la pared, en la pared.

Una entrada con fuerza

El correr de la niña es el del alma que lleva el diablo. Son pocos metros a toda velocidad, luego alcanza el trampolín, toma ese impulso de la gran fuerza, toca la primera barra para después tomarse con fuerza de la segunda asimétrica: el ejercicio ha comenzado.
Nada mejor que una buena entrada para comenzar a escribir. Se trata de tocar la puerta de la cabeza del ente imaginario del otro lado: el que lee. Aunque mejor sería tirar la puerta a patadas. El truco es simple: uno dice algo provocador o llamativo, algo que estimule al que lee, la imaginación hará lo demás. Así comenzamos: hoy descubrí que la gimnasia olímpica es idéntica al ensayo literario.

Ejercicios obligatorios: la cita y sus grados de dificultad
De acuerdo, el ensayo literario es libertad, y sin embargo bien valdría que uno dijera dos o tres cosas que se esperan. Las citas deberían aparecer; mejor si son de autoridades. Ahora, uno puede citar algo común, pero esto restará puntos al final. Mejor algo con alto grado de dificultad. La Federación da clasificaciones de grado de dificultad que van de la «G» (mayor dificultad) a la «A» (lo más simple).
Nietzsche, Aristóteles y todos los alemanes y griegos del partido de futbol de Monty Python* son grado de dificultad «G», lo que equivale a 0.7 puntos.
Shakespeare, Cervantes y todos los que tengan más de 500 ediciones, en más de 50 idiomas, con más de 100 años, grado de dificultad «G», también.
Jean-Paul Sartre, Oscar Wilde, Juan José Arreola y Jim Morrison, «E» por ser rockstars: 0.6 puntos.
Harry Potter, El código DaVinci y Carlos Cuauhtémoc Sánchez: grado de dificultad «B», por ser best-sellers, equivalente a 0.2 puntos.
Películas, TV y música popular: grado «A», equivalente a 0.1 puntos.
Transitorios: Shakira es grado «B», a partir de que citó a Sartre y a Marx en una de sus canciones.

Ejercicios libres
Aquí está la clave del escrito. Necesariamente, lo más original, arriesgado y de mayor grado de dificultad. La Federación ya descartó el grado de dificultad «H», pero aun así uno debería intentarlo: el gimnasta se prepara en una de las esquinas, dedica un momento de concentración agregando gravedad a la situación y corre hasta tres cuartos del cuadro para dar un tremendo brinco hacia arriba, flexionarse sobrepasando sus pies a su cabeza en el aire y girar tres veces antes de regresar al suelo en perfecta vertical.
¡Un triple salto mortal! ¡Jamás antes visto en competencia oficial!
Una verdadera elucubración literaria. No un lugar común o una inocente copia por pobreza de referencias. Es la imagen que creará otras imágenes. Ya no una cita, si no lo que merece ser citado.
Un clásico mortal literario triple, grado de dificultad «H».

La gracia y la música
Uno pensaría que la gimnasia es sólo método y disciplina. Sin embargo, no pocas profesionales en los eventos de piso tienen coreógrafo. Se montan movimientos de la atleta sin ningún otro sentido que la mera belleza artística. Aquí hay más puntos para el 10 perfecto. Una imagen poética, ritmo y rima, cuentos y referencias literarias, por la belleza del escrito.
Apolo descansa de lanzar sus flechas y bebe un poco del vino que le ofrece Dionisos. ¡Salud!

La salida
Habría que ensayar cómo agradecer los aplausos, la forma de inclinarse para recibir la medalla en lo alto del podio, el tono y letra del himno nacional y las lágrimas —no muy pocas, pero sin exageración.
Antes: todo se puede arruinar con una mala salida. Sea mejor así: dos giros y una caída de pie, firme y sin titubear, los brazos arriba y una sonrisa.
¡Fin del ensayo!


*Aquí el partido del Campeonato Mundial de Filosofía (obra de Monty Python) al que refiere el autor:

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«Ooosea...»

Alejandro Vargas

Saludos.

Frutilla que se asocia muchas veces como afrodisíaca. Acompaña noches románticas. Ha servido para declaraciones amorosas y como productora de alergias. Tiene que estar a temperaturas frías para que se conserve en perfecto estado.
Se la baña en diversas sustancias, entre las más conocidas el chocolate u otra mermelada o jarabe. Otros, como mi caso, la espolvoreamos con azúcar refinada. Estamos hablando de la fresa: ¿todos en canal?
Pero hay de fresas a fresas. Y siempre he estado rodeado de ellas. El fresa se distingue por su cultura light y no sólo en agua ultrapurificada, traída del rincón mas recóndito de los Alpes, baja en calorías, baja en sales y alta en costo (cuando lees la etiqueta dice: «Embotelladora Peñafiel, Tehuacán, México»), ni en sus comiditas —en las cuales la lechuga tiene grasa y la Coca Light es lo mas in.
También son light en su pensamiento: el neoliberalismo les ha podrido la mente. Relaciones de una noche, novios múltiples, querer lo último de lo último: celular, ropa, accesorios, Harry Potter, zapatos, peinado, RBD y demás cosas que en poco tiempo pasarán al botadero o a otro estante donde estos niños ni siquiera voltean a ver.
He estado muy cerca de ellos. Los huelo (cómo no olerlos con su perfume francés, comprado en la Boutique París o en París mismo), los presiento, los oigo (cómo no hacerlo con sus palabritas clásicas, ooosea). Desde mis tiempos académicos —sigo en ellos— me ha tocado lidiar con estas personas.
En cierto momento, hace ya siete años, cuando acababa de entrar a la prepa, me tocó un saloncito agradable, el número 37. Todos éramos desconocidos o casi todos.
El tiempo pasó y las diferencias se fueron dando a tal grado que mi primer salón de prepa se convirtió en una mitad «fresa» y la otra «chida». Y así fue literalmente. Viéndolo de frente, la mitad derecha era fresa y la izquierda chida... ¿coincidencias? Obviamente, me encontraba en la chida.
Uno no se da cuenta de esa diferencia hasta después, cuando se ve en retrospectiva y cuando uno se ha plantado de un lado de la calle. Siempre tuve problemas con ellos. Su forma de ver la vida se me hacía, y sigue haciendo, a la ligera. Pero es una batalla que desde siempre se ha dado, burgueses contra proletarios, señor feudal contra trabajadores, Robin Hood contra los ricos, el Santo contra las momias.
Pero no es la crítica hacia los ricos, hay gente rica que es a toda madre, que tiene ideales muy concretos, que lucha por algo y que se puede ver de lo mas rascuache, pero no busca lo que los fresas (¿buscan algo más que ser socialités?).
Uno se viene a dar cuenta de que los fresas huelen bien, saben bien, se ven bien, pero muchos sólo son apariencia, por dentro están mal y saben mal. Lo que les elogio es su capacidad de aparentar algo que muchas veces no son.

Arriba y adelante!!!

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On The Road Again

Sirva la canción emblemática de Willie Nelson para ponerle fondo al arranque del nuevo ciclo del Taller de Ensayo. A quienes todavía no se decidan, ya saben: ahí los esperamos los lunes, de 17:00 a 19:00 horas, en el salón de actividades especiales de la Joseluisa. (Chin: ya es posible ver cómo se avecina la tormenta —o se atormenta la vecina, como prefirió alguna vez el poeta Raúl Aceves— por andar colgando aquí esas músicas tan... desconcertantes, digamos, para muchos. Pero de eso se trata: este espacio está abierto para la participación de todos los integrantes del Taller, veteranos y nuevos talentos por igual, así que mientras llegan los ensayos, aquí está el trenzudo setentón. ¡Salud!).

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«Práctica de vuelo»

El próximo miércoles 27 de junio, a las 20:00 horas, en el salón de actividades especiales de la Joseluisa, tendrá lugar la tercera y última lectura de la serie

«Práctica de vuelo»


donde los integrantes de los talleres de Ensayo Literario, Cuento y Escritura Biográfica de la librería José Luis Martínez del FCE comparten con el público materiales de su autoría.
En esta ocasión, por parte del Taller de Ensayo Literario, las aventadas serán

Maribel Barona y Teresa González Arce


¡No falten! Hay que echarles porras.

(Además, Jorge Esquinca anunció que habrá una sorpresa para el público. ¿Qué será?).

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Polvo

Édgar Mondragón


1
Cuando uno es un pez en su pecera, conoce cada pulgada náutica de su esfera.
Navegando hace reconocimiento, explora, ubica referencias, memoriza cada burbuja en el vidrio de las paredes.
Los glóbulos de aire en el cristal, primero, son arbitrarios. Luego —cuando entiendes que la prisa terminó por abandonarte— puedes ver que dentro del cristal, en esos cuatro diminutos espacios de aire, se dibuja la Cruz del Sur. Después aparecen todas las estrellas en la bóveda de cristal, viene un Centauro a todo galope, nace un Mar que dentro tiene un Pez, un Delfín y una Ballena, y al final, el Dragón sopla regresándonos al polvo que fuimos y que seremos.

2
El pez se paseaba por la esfera de cristal, con esa tranquilidad que sólo da la ignorancia total de la apreciación del Performance Art.
La pecera estaba sobre una mesa preparada para la presentación, junto con una caja tapada con una manta, que supuse que serían más objetos para la representación.
Yo sólo pensaba que había llegado al lugar correcto, por no haber tenido que esperar al final de la experiencia artística para el brindis, como es usual. Para entonces habíamos recibido nuestra dotación en envase familiar de cerveza Ballena, «la cerveza que sí llena».
Pasó un par de horas —la relatividad del tiempo y un par de Ballenas pueden hacer variar este dato—, para que entrara en escena nuestro anfitrión: el artista conceptual Matías Sebastián.
—Chingón que vinieron a todos, ya veo que están gorreando unas Ballena y la pasan con madre, sin embargo la razón de invitarles es otra. Quiero presentarles a Pedro —señalando al pez, luego levantando la pecera—: él ha sido compa y hermano ya hace un buen y ahora hay algo que tiene que expresar. ¡Saluden a Pedro, cabrones!
Risas, murmullos, algunos «¡salud, Pedro!», todos dieron la bienvenida al pez.
—Como les digo, Pedro y yo la hemos pasado bien, y aun así (ya ven cómo todo termina yéndose a la mierda), Pedro se ha sentido de la verga en estos últimos meses. Lo veo triste y acongojado, ya no espera que le dé sus polvitos de comida o que lo saque con la red para cambiarle el agua para que siga fresco. Creo que ya se lo cargó y que de alguna manera tenemos que ayudarle. ¿Cómo ven? ¿Ustedes ven a Pedro triste?
Entre muchas sonrisas y algunas francas carcajadas, el público confirmaba ver la tristeza de Pedro.
—Bien, pues vamos a hacerle un paro a Pedro; voy entonces a proceder a su auxilio.
Develó entonces la caja cubierta por la manta: había un horno de microondas, lo que pensé que sería un mortero o un molcajete pequeño blanco, más un par de platos o platones.
—Ya le he dado muchas vueltas, y platicando con él, Pedro me ha dicho que sufre y lo que quiere es que le ayudemos a pasar la barrera, a dar el brinco. Ya esta vida lo limita, así que de esta forma lo vamos a ayudar.
De tajo, saca a Pedro de la Pecera con una red, lo pone dentro del horno de microondas, cierra la tapa y se escucha el bip del arranque del cronómetro del artefacto.
—Diez minutos para que Pedro termine con su sufrimiento. Mientras, digamos ¡salud! con nuestra Ballena.
Supongo que los defensores de los animales no fueron invitados, que el alcohol previo había flexibilizado a algunos ambientalistas o que el temor de dejar de ser open mind habría reprimido a otros; el caso es que nadie reclamó con fuerza la peculiar forma en que se le daba ayuda a Pedro.
El olor a frito y los cuatro bips del horno nos indicaban a todos que habíamos dado la ayuda final a Pedro.
Matías lo sacó del microondas, poniéndolo con mucho cuidado sobre una especie de platón blanco, en el que contrastaba el color pardo oscuro que había tomado el cuerpo frito de Pedro.
—Aquí está Pedro —sollozando teatralmente—, probablemente el cabrón más fiel que he conocido, al menos más que la última puta con la que salí y mi mejor compa que se la estaba cenando. Adiós, Pedro: «Polvo eres y en polvo te convertirás».
Nuestro guía artístico tomó el cuerpo calcinado del pescado, lo colocó en el mortero, procediendo a reducir sistemáticamente el otrora pez a cenizas.
—Pedro —dirigiéndose al molcajete—: ahora ya no sufres, eres libre, ya nos veremos después de tu partida.
Matías tomó el mortero y vació su contenido sobre un pequeño espejo enmarcado que hacía las veces de plato. Después, con una navaja, escrupulosamente acomodó el polvo en líneas delgadas y paralelas sobre el plato-espejo. Enseguida introdujo un delgado tubo metálico en uno de los orificios de su nariz, obstruyó su segundo orificio nasal con su dedo índice, y procedió a inhalar con fuerza hasta en dos o tres ocasiones el polvo de Pedro.
—¡Ahora sí estás conmigo, pinche Pedro!
Matías se levantó extasiado con el espejo en una de sus manos y el pequeño tubo en otro, dirigiéndose al auditorio:
—Aquí está Pedro, es libre, y puede ir hacia los adentros de cualquiera que lo quiera. Ahí va esta madre, quien quiera jalarle puede echarse un pase, sólo no sean golosos, cabrones.
Entonces todos empezaron a circular el plato o el espejo, haciendo lo propio.
Así fue como me di mi primer —y único— «pase de pez».

3
Entre las diversas imágenes de un cadáver plastificado y exhibido como pieza museográfica, la que más recuerdo es la de los pulmones de un fumador. No lo considero aleccionador o determinante para cambiar mis hábitos de fumar; sé que esta exhibición es uno de esos trucos propagandísticos para causar miedo a los que no tienen la suficiente convicción para abandonar las delicias del humo. Por lo demás, son bien conocidas las historias de gente que fumó toda la vida, disfrutando del buen tabaco, y murió de causa totalmente diferente. Mi abuelo fue un ejemplo de esto: contó ocho décadas, la mayor parte de ellas con cigarros sin filtro. Evidentemente, murió debido a un mal golpe al resbalar en el baño.
Sin embargo, la imagen de negrura de luna nueva de los pulmones del cadáver en el museo ahora gira en mi cabeza.
Hace unos meses estuve presente en un sepelio. El ausente optó por su cremación, decisión que respetaron los deudos.
Hay un horno privado en el cementerio. Sacaba bastante humo mientras esperábamos las cenizas.
La llegada de un nuevo Papa se anuncia con ese hermoso humo blanco saliendo de la chimenea del encierro en el Vaticano: es un motivo de felicidad entre los creyentes. El humo de un crematorio no es más que la muestra de la incompetencia del operador, o bien de la falta de mantenimiento del horno: es un dolor extra para los deudos. Hace ver las cenizas —al muerto— volando con el viento.
Reflexionaba: el polvo en el que nos convertiremos, el humo en el que nos convertiremos. El humo respirable. Como el de los cigarros sin filtro de mi abuelo. Como el que respiró la pieza plastificada del museo.
En un momento dado reaccioné, y empecé a toser cual fumador novato, con la súbita conciencia de que estaba respirando a un muerto. Una vez que yo muera —pensé— y que un doctor me realice una autopsia, encontrará unos pulmones pardos, testigos de mi vida de fumador. Pero entre todo ese hollín pegado al tejido pulmonar habrá también, en parte, las manchas producidas por la consecuencia de vivir toda una vida en una ciudad asfixiada por el smog, la mancha de mis veladas con fogatas, una más por los incendios que viví y en un pequeño lugar, imperceptible para el médico, la mancha del humo que exhalaba aquel horno de cremación.
Pensé en la cantidad de personas que se creman al año, en el número de hornos crematorios de mi ciudad, en los caprichos del viento que lleva el humo a un lado y a otro. ¿Cuántas personas habré respirado que ahora se alojan en alguna parte de mis pulmones?
A partir de ese día dejé de fumar.

4
La ciencia ha terminado por aceptar que existen ciertos fenómenos que por su complejidad no pueden abordarse como algo simple.
Un fenómeno tan complejo como el comportamiento de los vientos en un área determinada de la Tierra puede ser analizado solamente mediante modelos probabilísticos que reducen la complejidad del estudio.
La «fe científica» consiste en asegurar que, mediante aproximaciones sucesivas, estos modelos pueden ser perfeccionados hasta la determinación exacta de todas las causas y efectos que producen algo como el movimiento del aire que respiramos.
Mientras tanto, no sabemos con suficiente certeza qué pasará con una partícula de polvo que es arrojada bruscamente de la casa de una persona al estar realizando la limpieza.
Se puede aventurar que la mayor probabilidad es que dicha partícula caiga y se quede incrustada dentro de un radio cercano determinado. Sin embargo, la partícula podría moverse kilómetros, pegarse a una persona, viajar por una autopista con ella. Con pocas probabilidades —pero con algunas— la partícula de polvo puede hacer estornudar en unos años al primer ministro de las Islas Fidji.

5
Hay quien asegura que los espíritus nos rodean y están con nosotros siempre. Los reseñan como fantasmas, almas, auras: energía sin cuerpo.
Yo creo que todas estás afirmaciones son, al menos, supersticiosas, y a veces abiertamente farsas de vivales oportunistas.
El cuerpo es materia y eso es suficiente.
Encuentro, por otro lado, una fascinación por el estudio de los viajes del cuerpo por el tiempo y el espacio.
Afirmo que esto es posible y que, además, puede crearse un método para encontrar a Gandhi, que literalmente sigue con nosotros.
Me refiero a El Polvo.
La mayor parte de las cenizas del pacifista hindú seguramente están en el fondo del Támesis o del Nilo, o de otro de los grandes ríos a los cuales él pidió que fueran arrojadas. Otra parte seguramente en su momento puede haber flotado y viajado con la corriente hacia el mar. Alguna más viajaría con el viento. De ésta, la mayoría estará cerca de los ríos donde fue difuminada.
Lo que argumento es que, así sean partes muy pequeñas, partículas, algunas cenizas del cuerpo de Gandhi siguen viajando por el mundo. Seguirían llevando un mensaje de paz.
Mi sospecha es, entonces, que la inhalación de las cenizas de un muerto equivale a una suerte de reencarnación.
Diputados franceses del siglo XIX discutían acaloradamente la falta de prudencia de traer dos o tres kilogramos de polvo desde la isla de Santa Helena.
El Emperador apenas tenía unos años de haber puesto de rodillas al mundo occidental.
Las cenizas de Napoleón parecían insignificantes a los ojos del niño que pasó junto a ellas esa mañana. A una mayoría de la Asamblea, en cambio, le parecían una amenaza para la seguridad nacional.
El miedo a un puñado de cenizas es irracional. El miedo al Polvo Imperial puede estar justificado.
Como sea, las cenizas regresaron veinte años después, sin consecuencias mayores en ese momento.
El efecto tardaría cien años más: En una celda de una prisión, en un pueblo cerca de Múnich, un austriaco —pintor mediocre— tuvo un repentino ataque de tos.
Las convulsiones tuvieron la fuerza suficiente para causarle un mareo. Al recuperarse, todo se iluminó: comprendió entonces que Europa pronto estaría de rodillas una vez más, que de su nación habría de nacer el Tercer Reich, y que él era llamado a ser el glorioso Führer de esta misión.

6
Cuando uno es Polvo, la vida es toda sobre un espejo.
Espera uno la inhalación y se conduce por los canales.
Primero un tubo de metal, luego un conducto nasal, luego una vena hasta lo más profundo de la mente.
Luego uno es un Pez y un Centauro.
Y viaja con el viento, por el espacio y el tiempo.


Este ensayo lo leyó Édgar en la segunda sesión del ciclo «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, donde compartió la representación del Taller de Ensayo Literario con Dolores Garnica. Para ambos hubo ovación y salida en hombros. O bueno, casi.

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La bomba del zar

Para completar (¡y hasta con música!) la idea del ensayo de Édgar Mondragón, «Sol invicto». La belleza atroz.

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Sol invicto

Édgar Mondragón


Si yo te bajara el sol, quemadota que te dabas
Chava Flores

Es una exageración decir que una cucaracha puede vivir años sin su cabeza; contrariamente a esta creencia, la realidad es que a lo sumo viviría un par de semanas antes de morir de inanición.
La comparación con una persona no deja de ser sorprendente: la muerte cerebral de Maria Antonieta habrá ocurrido antes del tiempo necesario para cantar «La Marsellesa».
Sobrevivir sin partes del cuerpo, y aun regenerarlas, es una habilidad desarrollada por la naturaleza en diversas especies seleccionadas. La capacidad que una lagartija tiene de desprenderse de su cola para escapar de un depredador es una valiosa herramienta de supervivencia, y una variación más práctica es la del pulpo, que incluso es capaz de comer uno de sus propios tentáculos en caso de requerir alimentarse con urgencia.
Seres más elementales tienen capacidades más desarrolladas: la lombriz de tierra puede ser partida en mitades exactas, y aún así la parte que contiene la cabeza sobrevivirá y se regenerará. La planaria —una suerte de gusano acuático aplanado— lleva a un extremo el concepto, regenerándose en dos nuevos individuos nuevos y completos al ser cercenada.
Todas estas habilidades resultan exóticas para el ser humano, en el que la imposibilidad de sobrevivir a tales mutilaciones es obvia; la regeneración a esos niveles es impensable para la naturaleza del hombre. Con una excepción: el hígado humano, a diferencia del común de los otros órganos, requiere apenas de una cuarta parte de su volumen total original para restaurarse a su estado normal.
Es de una crueldad de dioses el hecho de que Júpiter Crónida aprovechara este conocimiento para torturar con su águila vengadora a nuestro Prometeo encadenado. Existe una teoría que supone que los griegos sabían entonces de las capacidades regenerativas de tal órgano, y de ahí su elaboración de la tortura odiosa que consistía en permitir al ave comer del hígado del titán en un ciclo de repetición infinito.

* * *

Las cucarachas que se encontraban en un radio de un kilómetro a partir del punto central de la explosión de la bomba de Hiroshima debieron haberse evaporado, literalmente: las temperaturas de decenas de millones de grados son un dato que puede respaldar esta afirmación.
Su fama de sobrevivientes en una eventual guerra nuclear se debe más a su alta tolerancia a los efectos colaterales de una explosión atómica. Cálculos conservadores dicen que la radiación soportada por estos insectos es diez veces mayor a la de un humano, y el dato más aventurado dice que tal vez toleren cien veces más.
Siguiendo la regla de lo elemental como lo más fuerte, podemos tomar el microscopio y darnos cuenta de que el ser más resistente a la radiación es una bacteria, la Deinococcus radiodurans, que puede soportar hasta mil quinientas veces más radiación que un ser humano. Sabemos, además, que una hormiga puede levantar hasta cincuenta veces su peso, que hay mosquitos que caminan sobre el agua y que los escorpiones pueden ser congelados sin morir.
La existencia de Prometeo y su regalo —ese fuego— era, pues, un acto necesario de los griegos clásicos ante la envidia del hombre a las habilidades de las bestias.

* * *

El 30 de octubre de 1961, unos pescadores nórdicos debieron haber tenido ante sus ojos tal vez el espectáculo más hermoso de sus vidas. Hombres de la mar, vikingos, no debieron dejarse sorprender tan fácilmente (Érick el Rojo tuvo la sobriedad de pisar América sin inmutarse, además de no pedirle a la historia nada a cambio). Sin embargo, esta visión era extraordinaria aun para ellos, pues el cielo había dejado de tener sólo un Sol y había aparecido un segundo.
Tal visión hizo que el estomago fuerte de un par de marineros se volteara, que las lágrimas de un contramaestre misántropo brotaran por la humanidad y que dos de los otros tripulantes —ateos recalcitrantes— rezaran por el fin de nuestros días.
El segundo Sol estuvo ahí solamente unos segundos. Después se pudieron ver miles de estrellas contenidas dentro de esta esfera, y al final un enorme hongo blanco tan alto como las nubes.
«Tsar Bomba» es el nombre del artefacto que produjo la explosión nuclear jamás antes vista en la historia de la humanidad. Fue detonada en una isla al norte de Rusia. Su nombre, que recuerda a los todopoderosos zares rusos, lo seleccionaron los hombres de la Guerra Fría para argumentar su fuerza superior. La bomba fue del tipo de fusión nuclear —la misma energía que utiliza el Sol—, y se calculó que durante una pequeñísima fracción de un segundo produjo la energía equivalente al uno por ciento del total que produce nuestra estrella más cercana. La gigantesca esfera de fuego que se generó tenía un diámetro de casi cinco kilómetros y pudo ser vista hasta a mil kilómetros del punto de la prueba. Después de este evento no se ha intentado algo de tal magnitud. Signo de los tiempos, ahora rusos y estadounidenses (y varias naciones más interesadas y con poder suficiente) se dedican a crear un reactor de fusión nuclear con el mismo principio que el zar, para poder usar la energía del sol para mover nuestros automóviles.
En la vida de los marineros nórdicos es poco probable que vuelvan a ver un segundo Sol en el cielo.
Sin embargo, decir que en ese momento literalmente trajimos al Sol a la Tierra no es una exageración.
Prometeo puede sonreír. Esperemos que no asimismo Pandora.


Dos notas:

1.- Siento la incontrolable necesidad de contar una versión libre del mito de Prometeo. Sé que a los Helenistas les resultará odioso, pero confío en que los respetuosos de la tradición oral me concedan esta libertad.
Prometeo y Epimeteo, hermanos y titanes, han tenido en sus manos la tarea de poblar la tierra. Epimeteo se ha dado la labor de crear todas las bestias, mientras Prometeo se ha concentrado en la creación de un solo ser a semejanza de los dioses: el hombre. Es tanto el tiempo que se ha tomado Prometeo en crear al hombre, que Epimeteo ha tomado todos los dones —que son limitados— y se los ha concedido a las bestias. Al final, al darle el soplo de la vida, Prometeo se enfrenta con el hecho de que la suya es una criatura frágil y sin dones: no vuela como las aves o tiene una piel gruesa como la del león. Zeus, señor del Olimpo, le ha negado ofrecer el fuego divino como don al hombre, y Prometeo, en abierta desobediencia, lo roba y lo ofrece como obsequio a su creatura.
Zeus Crónida no deja pasar la afrenta y castiga a Prometeo encadenándolo a una montaña en el Cáucaso. Un águila le come el hígado, el órgano se regenera y el ciclo comienza de nuevo en una tortura infinita.
Antes, o al mismo tiempo, el castigo a la humanidad es también elaborado. Zeus crea una compañera del hombre, la mujer más bella o llena de dones, Pandora. Epimeteo —el menos genial de los hermanos— sucumbe a las gracias de Pandora y acepta abrir una caja que acompaña a la mujer como regalo. Al abrir la caja se liberan todos los males que no existían en ese mundo original de armonía feliz.
El hombre tiene ahora enfermedad y frío, hambre y dolor. En el fondo de la caja aún queda la esperanza, el peor de todos los males.

2. Historiadores que respeto me han comentado que Érick jamás supo que llegó a América (tal vez nunca estuvo en América), y creo indudablemente que sus argumentos son irrebatibles; sin embargo, dudo mucho que esto le quite un gramo de su temple, pues el hombre pensó que pisaba una nueva de sus islas y aún así —vikingo orgulloso— sabía que eso lo llenaba de una infinita gloria, la cual recibió sin una gota de sorpresa.

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Plus Ultra

Un ensayo de Édgar Mondragón


En la crítica del Arte, el récord Guinness es una referencia básica.
Gracias a esta colección de sobresalientes, sabemos que Pablo Picasso es «El pintor más prolífico».
Imagino a Picasso en su estudio enorme moviéndose de un lado a otro, sin descanso, una pincelada, aquí un brochazo allá, la pluma y el barro, cobre y bronce, aguafuerte, tinta china: todos esos minotauros corriendo en ese laberinto.
Aun así, cada que pienso en don Pablo hago un esfuerzo por llegar a la imagen de «Les Demoiselles D'Avignon» y, sin embargo, necesariamente me lleva la imagen de sus palabras y no la de su pincel. Tiendo irremediablemente a terminar con el sonido de la voz del maestro en mi mente, diciendo: «Yo no busco, yo encuentro».
La primera vez que escuché la frase sólo pude sonreír.
En un primer tiempo, el manejo de la soberbia es exquisito. Pablo se sabe creativo, creador, libre. Luego pensé que la frase tiene esa doble perspectiva del cubismo: si alguien encuentra sin buscar, probablemente sea un tonto.
Yucatán puede dar otro ángulo a la frase.
Mi primer encuentro con los regionalismos yucatecos es abrumadora: «Te busco, te busco y no te busco», dicen algunos lugareños para referirse a algo que han buscado y no encuentran.
En un universo paralelo, el Picasso Yucateco habrá dicho: «Yo no busco, yo busco».

Al final, me ha gustado creer que el fin último de cualquier búsqueda tiene que ser la libertad. La libertad creativa de Picasso es algo que probablemente lo caracteriza, como a otros genios.
Esa idea de libertad es acaso la que atrajo a Cristóbal Colón a buscar más allá de las columnas de Heracles, donde se decía que estaba inscrita la advertencia: «No hay más allá».
La advertencia fue tan clara que ha terminado describiendo a los máximos y más perfectos hasta nuestros días. Con frecuencia se utiliza la cita de la frase en latín para describir lo que ya no puede ser superado. Decimos: «Mozart es el no hay más allá de la música».
Pienso en Colón y en su más grande momento de libertad, cuando pudo decirles a todos, después de un par de intentos de motín y de las muchas otras peripecias: «Hay más allá».

Picasso pudiera ser el non plus ultra del arte contemporáneo, y sin embargo su mayor virtud, la libertad, nos invita a superarlo, a buscar y a encontrar.
Coincido con Alfonso Reyes cuando dice: «Libertad es lo que no existe, es el otro mundo, de donde el hombre quisiera atraer virtudes a la tierra».
Irremediablemente, por la humanidad misma —a veces ilusoria— existe la libertad: «Hay más allá».

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