Sobre los narvales


Recientemente, el poeta David Huerta publicó un ensayo en el que se ocupa de la peculiar criatura marina. Viene a cuento por el ensayo de Ernesto Briseño "Sobre los animales", que esperamos tener aquí en breve. Por ahora, podemos conocer el de Huerta, que se llama "El correo de los narvales"

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El Reino de Ladonia


Por favor, échenle un vistazo a esto. ¡Existe! Hay que ir.


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De vuelta

Misteriosamente (bueno, ni tanto) esta bitácora no había sido actualizada en algunas semanas. Ya estamos de regreso, con el ensayo de Teresa González Arce que encontrarán a continuación.

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Trazos en la ciudad de arena


Teresa González Arce


No hay mar alguno al final de la explanada. El horizonte azul que aguarda a lo lejos, interrumpido solamente por los tejados rojos de algunos edificios, el barandal que señala el cambio abrupto de altura entre la ciudad vieja y lo que un día fueron los suburbios, todo se confabula para dejarnos creer que un río, un lago o una entrada de mar está esperándonos del otro lado. No nos cabe en la cabeza que quienes fundaron la ciudad hayan decidido darle la espalda al mar o, simplemente, apartarse a una distancia prudente de él para seguir deseándolo, para planear con emoción una tarde en la playa o un paseo por los estanques. Caminamos entre los plátanos ―frondosos en verano, negros y desnudos en invierno―, atraídos por el perfil de la montaña y una promesa acuática que sólo se desvanece al llegar al pie de las escalinatas que bajan hacia el bulevar. Convencidos de que ahí tendría que estar el mar, volveremos a buscarlo al día siguiente como si sólo hubiera salido a dar una vuelta.
En los dinteles de las puertas, labrado en alguna esquina, pintado en las iglesias y evocado en las placas de las calles, San Roque no termina de irse. Hace como que tiene prisa: no suelta el báculo, no se quita el sombrero, y deja que el perro le lama eternamente las heridas. Nadie duda que sea un viajero ni que su destino final, como el de tantos peregrinos que pasan por ahí, esté muy lejos de esa pequeña ciudad del Mediterráneo. Avanza a pasitos cortos, como quien no quiere la cosa, y se detiene a descansar a cada rato. Las heridas de sus piernas esperan el gran milagro de Santiago para sanar, pero eso no quiere decir que el calor, instalado en las plazas y prolongado con dulzura a lo largo de los callejones, no alivie también el dolor. Un día más, otro, y la gente empieza a reconocerlo. Ven que sufre, pero igual le piden favores que él hace sin prisas ni aspavientos. Mientras Santiago de Compostela no se mueva de su sitio, él podrá recorrer sus calles color arena y, a falta de mar, perderse en el azul intenso de su cielo.
No es un lugar particularmente hermoso. Es verdad que los días claros uno alcanza a distinguir desde ahí los estanques e incluso el mar, y que en ningún otro lado se puede ver como ahí la montaña que los lugareños llaman el Pic Saint Loup. No es un mal sitio para sentarse a leer, y los viejos deben pensar que aquellas veredas terregosas entre los árboles no están mal tampoco para perder las horas jugando a la petanca. A los niños les gusta subir los peldaños del castillo de agua, e incluso echar una mirada a los peces que nadan en el pequeño estanque. Hay algo triste en el color de la piedra, sobre todo los días nublados, cuando la luz deja de reflejarse en ella. Pero está bien descansar en las bancas de piedra y escuchar los golpeteos africanos del tam tam que alguien toca en la parte baja del paseo. La estatua ecuestre de Luis XIV podría ser antipática, parada ahí, tan pomposa en medio de la nada, pero la pátina que la cubre acaba por hacerla soportable. Uno se acostumbra a ella al igual que llega a tolerar ese musgo espeso que cubre cada fuente de la ciudad. Luego de mirar las vitrinas de las tiendas caras, de pasar junto al arco de triunfo y de atravesar el bulevar, hace bien entrar en ese espacio tan abierto, tan exageradamente amplio e inútil, sin comercios, sin más belleza que la concedida por la luz.
Caminaba solo por las calles de la ciudad, con la mirada triste y un gato acurrucado en la gran maraña de la cabeza. No parecía dirigirse a ningún sitio, ni preocuparse por la estabilidad de su mascota, que solía dormir plácidamente en su mullida atalaya. Su extravagancia ya no despertaba admiración en la gente, acostumbrada desde hacía mucho a su caminar lento, a su cuerpo tan delgado y pequeño, a sus grandes anteojos. Pero mirarlo con atención tenía sus recompensas: el gato no era siempre el mismo, y creo que a veces, cuando el largo de su cabello lo permitía, llevaba más de un bicho en la cabeza. De vez en cuando dejábamos de verlo y aparecía luego con la mirada aún más triste, la ropa menos sucia y la cabeza rapada y sin pasajero. La última vez que me crucé con él supe que algo había cambiado en su vida. En su boca se dibujaba algo parecido a una sonrisa: el cabello le había crecido y no caminaba solo. Llevaba un gato en la cabeza, como antes, y una mujer caminaba torpemente a su lado, como queriendo evitar que el gatito acurrucado entre sus greñas se despertara antes de llegar a casa.
Dos grandes ausencias marcan los contornos de la ciudad: la ausencia del mar y la ausencia de las murallas que alguna vez defendieron sus calles de presencias enemigas. El mar, en realidad, nunca estuvo ahí, pero su cercanía se adivina en el aire. Las murallas cayeron un día, o fueron derribadas, pero sus cicatrices gobiernan aún la circulación de la ciudad y siguen marcando sus límites. Las antiguas torres o puertas que aún existen permiten reconstruir mentalmente un dibujo que persiste en el trazo del bulevar y en la altura de la ciudad vieja con respecto a sus alrededores. Imagino la antigua ciudad amurallada, enroscada como un gato en el monte, sin prestar demasiada atención a las montañas, los viñedos y el mar que la circundan, y pienso que las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Las murallas han caído, pero los coches deben ganar múltiples batallas cotidianas para acceder a sus calles angostas, y el caminante sin condición física tendrá que resignarse a mirar el perfil de la catedral desde el valle o bien a quedarse en la parte más alta de la ciudad sin salir nunca de sus contornos. Deben ser esas mismas murallas invisibles las que me hacen sentirme segura al salir de mi casa y recorrer las calles de la ciudad, como si ese espacio fuera una extensión de mi departamento y como si nada debiera temer mientras me quede ahí, entre los muros de ese castillo de arena que es Montpellier.

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