Ernesto Sabato: el arte de la resistencia

Manuel Moreno Martínez

Esto es algo muy antiguo. Cuando no se tiene un nombre para decir las cosas entonces se utilizan historias. Así funciona desde hace siglos.
Alessandro Baricco

Algunos autores nos acompañan mucho tiempo, ignoro si por siempre, pero muchos aparecen en el momento indicado. El gusto varía de acuerdo a edad e intereses, con qué busca uno en la lectura o qué encuentra…
Ernesto Sabato, con La resistencia, conjuga a brujo y hechizo en un acto: abrigo cálido que aparece cuando más frío siente el cuerpo. Libro formado por cinco capítulos, cinco días de lectura fueron necesarios para degustarlo, y muchos más para tornar con frecuencia a la reflexión.
¿Por qué La resistencia? Tal vez porque el autor pertenece a la vieja guardia y allí encontré marcas distintivas de familia; y con certeza porque vi mi doloroso reflejo en medio de la encrucijada a donde había llevado mi vida, al borde de la espiral. (¿Es invariable encallar en lo anecdótico al escribir, aferrarse a lo más cercano y seguro que se tiene, a uno mismo?). Buscaba una ruptura con el vértigo, reconstruir sobre ruinas; el libro, mudo compañero, llegó durante el proceso.
En La resistencia, Ernesto Sabato se muestra contemplativo, reflexivo en el ocaso de su vida; se torna también en mensajero que señala al arte como “un intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos (…) que habrán dejado de ser un simple animal pero no habrán llegado a ser el dios que su espíritu les sugiera (…) pintando o escribiendo una realidad distinta a la que desdichadamente los rodea, una realidad a menudo de apariencia fantástica y demencial pero que, cosa curiosa, resulta ser finalmente más profunda y verdadera que la cotidiana”. Ahora, con más ansia e intensidad que en otro punto de su vida, Sabato se sujeta a la pintura para aplazar el día en que las manecillas del reloj completen la última vuelta. Así, cada cuadro que inicia se convierte en prórroga de lienzo y óleo colorido.
Existe un cuadro del pintor inglés Atkinson Grimshaw donde encuentro a Sabato. La totalidad de su creación pictórica está fechada durante la segunda mitad del siglo xix. Leeds, su pueblo natal, que permanece envuelto entre niebla y luz mortecina la mayor parte del tiempo, fue una influencia definitiva y definitoria en el tema y estilo de su obra. Experto en paisaje urbano, los cuadros de Grimshaw tienen la característica de reproducir la cálida luz artificial surgida de vitrinas y ventanas para crear contrastes con el débil brillo del casi ausente sol de Inglaterra. La Galería de Arte de la Ciudad de Leeds exhibe un óleo de cuarenta por sesenta y tres centímetros titulado “La noche cayendo sobre el Támesis” firmado por Grimshaw. La escena, bañada de un verdor inusual en el cielo londinense, transcurre con serena tranquilidad: barcos anclados que han replegado las velas sobre sus mástiles contoneándose sobre el río; dos marineros en la cubierta de una barcaza finalizan su jornada laboral; en segundo plano, tanto por la distancia como por el velo de niebla que le rodea, la catedral de San Pablo se erige con majestad; el cielo, nublado. El sol, antes del ocaso, aparece difuminado entre las nubes, y su reflejo ondula encima del agua. Algunas luces ya encendidas en los barcos y en tierra son preludio del incipiente anochecer: una vejez tranquila donde palpita ese momento solemne y estático que anhela permanecer antes que el manto nocturno cubra la estampa.
(Con Manuel Gutiérrez Nájera sucedió de otra manera: se encontraba rodeado por familiares, parientes cercanos y amigos íntimos en su última noche. “¿Por qué sonríes así?“, le preguntó alguien, al ver brillar en sus ojos cierta curiosidad estoica pese a su grave estado de salud. Él, con una sonrisa en el rostro, respondió: “Por fin conoceré el enigma”. Y en ese momento partió.)
Volvamos al arte de la resistencia, a Sabato. Artífice en la palabra escrita, deja caer, sin recato ni inocencia, la pregunta que ha sido piedra angular de la filosofía del arte: “¿Qué pasaría si los humanos fuésemos despojados de la música, de los libros, de la plástica…?”. La volveríamos a crear, sin duda alguna, como respuesta a una necesidad espiritual. Sabato sostiene que vivimos el fin de la cultura occidental, propone que dejemos de repetir los moldes que fueron su sello, que ya son huella, que mejor la dejemos deshojarse, (¡que la noche caiga sobre el Támesis!). Si reiteración es historia, se demuestra que las civilizaciones, en su ciclo natural de inicio/auge/decadencia, han originado obras de arte realizadas con portentosa habilidad. Pero también han sido destruidas muchas de ellas, a veces, junto con sus culturas madre. Las civilizaciones desaparecen, pero entre los hombres permanece vivo el afán de expresarse mediante ese algo indefinible y lúcidamente distinto que llamamos arte.
Si la divinidad existe, el arte es vínculo entre esa presencia celestial y la imperfecta existencia del ser humano. Porque la práctica estética motiva raciocinio y sentimiento: el arte, además de comunicar, cumple una función de regeneración interna. Al contemplarlo uno accede al subgénero de eternidad con que se conecta el artista y nos conecta a los testigos, objeto directo de su genio. Como sucede con Sabato: pobre de aquél que se acerque a su obra y permanezca imperturbable. Descarnado y hasta cruel en sus primeros trabajos literarios, hoy se convierte en su propio redentor mediante la pintura antes del ocaso de su vida. En el epílogo de La resistencia, Ernesto Sabato agradece al lector su presencia. Y a mí me deja una sensación de gratitud por mostrar esa parte sensible, maduramente temerosa antes del fin. Las gracias se le deben a él.

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Aforismos I

Ernesto Briseño Pimentel

Nuestro estado básico es la ignorancia. El estado más deseable es una ignorancia consciente de sí.


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El signo distintivo de las personas de conocimiento es que cuando adquieren un nuevo conocimiento, sonríen. Por eso, pese a todo lo malo que pueda acontecerles, suelen ser personas muy alegres.

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Una vez que nos hemos percatado de que la totalidad es inalcanzable, hemos optado por la intensidad. Pero, hagamos lo que hagamos, nada podrá apagar la duda de si no hubiéramos podido aprovechar mejor nuestro tiempo.

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Siempre que confronto el conjunto de mis conceptos con la realidad en torno, quedo algo trastornado. Pero en absoluto es la conservación de la cordura lo que me mueve a pensar.

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Durante años me pregunté para qué vivir, hasta que me di cuenta de que la única respuesta satisfactoria es un cómo.

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Culto, es decir, dividido, como por un surco: el lenguaje entre yo y mi objeto.

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Según Shirley Turkle los contactos que se establecen a través de Internet permiten a las personas, debido al anonimato que pueden mantener, reconocer y desarrollar su pluralidad subjetiva y ve esto como un factor de liberación. Lo sería sin no fuese porque la necesidad de tales dispositivos por parte de quienes le dan tal uso indica que la vergüenza gobierna su vida, es decir, que un otro imaginario los sujeta. Utópico es que demos vida en nuestra existencia cotidiana a la variedad de personajes que llevamos dentro. Algunos hay, sí, que los hacen vivir: el dramaturgo, el novelista.

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Individualidad es soledad, pero también posibilidad de compañía.

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Nadie tan individual como el apasionado, es decir, como el que no teme perderse en su entrega a lo otro.

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Me tomó diez años averiguar que yo, que me creía tan individual, no era, en gran medida, sino un manojo de gestos copiados.

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Hay un infinito de ideas inauditas esperando que llegue su turno. Lo tendrán si la humanidad perdura. Pero no nos engañemos: nuestras posibilidades nos superarán por siempre.

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Entiendo que al instalarnos en el inmoralismo la belleza se convierta en nuestro último refugio. Un buen diseño siempre es, en términos estrictamente biológicos, eminentemente moral.

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Lo eterno está desconectado de todo. Ahí donde hay dualidad y relación, adviene la mutabilidad. Cuando viajo me siento como un dios epicúreo, habitante inter mundos, indiferente a todo y reposando en mí mismo. No es el menor encanto de viajar.

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Cada vez que nos encontramos ante una puerta cerrada tenemos una buena oportunidad para imaginar una novela.

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Estar sentado sobre una bomba. En momentos temo que esté cercano el día en que todos nos sintamos así por el mero hecho de estar en el mundo.

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La civilización actual: una gigantesca huida hacia delante. Como los lemmings.

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Compruebo que hay algo de cierto en la idea de los fantasmas. No son espíritus de muertos, pero proviene, efectivamente, de algo que quedó enterrado en el pasado... en nuestro propio espíritu.

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“Querer es poder”. No hay conglomerado de ideas más simple y enojoso que el que conforma la psicología popular.

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Osaka es bella. Ronronea, me mira, deambula entre mis piernas. Adquirió el gusto de comer trocitos de paté. Se sienta delante del refrigerador y su mirada me sigue sin cesar. Si le dejo el paté entero lo desprecia. Sólo lo come en trocitos de un centímetro cúbico, como la primera vez que le di. Entiendo que después de un tiempo, la mayoría de los hombres solemos poner cara de tontos y preguntarnos qué es lo que quieren las mujeres.

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El lugar de la expresión “¡Que pequeño es el mundo!” prefiero la que escuché ayer en boca de Rod Taylor en “Los pájaros”: “El mundo es una pañuelo”. Es mucho más artística y, por supuesto, significa que es algo pequeño que se puede plegar sin mucho esfuerzo de modo que un moco puede encontrarse con otro moco cualquiera.

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Que los entretenedores de todo tipo ganen mucho más que los creadores de ideas da cuenta exacta del escaso nivel intelectual en que la mayoría de la gente, por obra de los medios, actualmente se encuentra. La facilidad, el estereotipo, la sensualidad y la sentimentalidad forman un conjunto difícil de resistir. Dado que pertenezco la primera generación de niños cuya infancia estuvo acompañada por la televisión, tiendo a disfrutar de todo ello. Pero el empobrecimiento y el abaratamiento de la experiencia que todo ello produce convierten en un deber la resistencia. Por eso prefiero la dificultad, lo anormal, la contención sensorial y la elaboración intelectual.

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¿Cuándo no disponemos de un sentido moral? Sólo que a veces no escuchamos.

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Todos deberíamos preguntarnos: ¿De cuántos estafadores, de cuántos asesinos desciendo?

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Ellos no pudieron impedir que avanzara la barbarie. ¿Es esa una razón válida para que nosotros dejemos de luchar?

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La curiosidad nuestra de cada día (o "Literalmente un ensayo y no un ensayo literario")

Por Paloma Villagómez Ornelas

No ha sido por ausencia de inquietudes añejas —hasta ahora tengo tantas que no puedo recordar ninguna— que he decidido organizar las ideas en torno al asunto de la curiosidad. Dejaré que mis dudas eternas lleguen tarde, como siempre ocurre.
Sucedió que, pasadas las horas, llegué a disentir con la afirmación de la curiosidad como motor del ejercicio ensayístico. La inquietud que nos lleva a suspender el tiempo y construir una esfera parecida al mundo, en la que sólo quepa ese algo o alguien que someteremos a procesos de profundo discernimiento, puede que sí haya surgido de una actitud inquisidora. Pero considerar al acto de la escritura, a la mentada construcción estética de las ideas, como un paso consecuente operado por el ser llanamente curioso, me parece errado o, por lo menos, un diagnóstico incompleto.
Pero empecemos por la curiosidad. Preguntar qué es da la sensación de un planteamiento pleonástico (algo así como preguntar una pregunta) y circular, pero no por ello inútil. Me permito responder.
Como la mayoría de los impulsos humanos, la curiosidad tiene varias aristas desde las cuales puede ser observada y, dependiendo de la perspectiva, se encontrará que las motivaciones y las consecuencias del ejercicio de la misma son distintas e, incluso, contradictorias.
Por principio, quizás podamos asegurar que la curiosidad es un instinto de vida, generador de procesos para explicar el mundo y sus fenómenos, desde los más complicados e irresolubles, hasta los más cotidianos y sencillos, pero no por ello menos imposibles. La curiosidad, entonces, es el Eros del intelecto, lo que nos impulsa a esforzarnos por reproducir las ideas y los actos —consecuentes o no— en aras de impedir una muerte, por lo menos, cerebral. El conocimiento es el doble fin de la curiosidad: es el fin porque es la meta y es el fin porque marca el término de la comezón inicial, aunque es posible que inmediatamente surja una urticaria nueva. En esta rascadera, la trayectoria del pensamiento ha alcanzado niveles de sofisticación impresionantes, casi siempre inútiles para la vida práctica, pero impresionantes.
En los procesos de reconocimiento y aprendizaje del mundo, lo estrictamente humano imprime una cualidad especial. Aprender la vida no sólo implica vivirla sino controlarla: aprendemos para aprehender la vida. No se trata sólo de una apropiación del mundo para caminarlo sino para apoderarnos de sus métodos y sus procesos, sus ritmos y sus pausas. Así, la historia ha demostrado que la comprensión es la antesala de la intervención, que saber tiende al poder.
En la historia del pensamiento, la curiosidad se erige como madre de lo inédito, de la novedad; se viste con las ropas doradas y luminosas del descubrimiento y se le entregan las armas para embestir a la oscuridad hasta que sangre la verdad. La constante revelación de los secretos y misterios del mundo extraordinario y del que no lo es tanto, brinda al criterio mortal la ilusión de que siempre habrá algo por conocer, alentando así sus anhelos de perpetuidad. Después de todo, es éste el regalo del progreso: la eternidad.
Y aquí encontramos que la curiosidad, valor intrínseco del movimiento perpetuo, es la hermana incómoda de una impasible y serena contemplación —¿quién será la madre? En ambas se sembró la semilla de la razón pero la segunda ha crecido quieta, plácida y agradecida, lo que la ha contrapuesto por siempre con su gemela maldita, quien ha de luchar incansable contra la conformidad que la contemplación exhala, porque ¡qué terrible estar conforme! Sólo los mediocres, los sumisos, los parias, los autistas, los comatosos.
Preguntemos a quien se dice feliz por los motivos de su éxtasis. Descubriremos que se debe a que ha logrado armonizar, equilibrar sus deseos con los recursos a su alcance. Nos asomaremos a un alma tranquila, silenciosa, divertida con el aire y con la danza de las hojas. Será un ser excepcionalmente funcional pues no pasa sus días preguntándose por qué los medios no empatan con los fines, sino que, simplemente, se entrega a su cotidianidad libre de las ataduras del futuro. Es ésta un alma en contemplación y no en conflicto.
La curiosidad es soberbia y, siguiendo con el árbol genealógico, esta cualidad tan suya la ha llevado a aliarse con su prima, la vanidad, formando el dúo que se esconde, ahora sí, detrás de los engranajes de la escritura. Escribir no refleja la necesidad de expresar sino la necesidad de existir para los demás. Y esto es sólo vanidad.
Es posible suponer que los escritores se vierten en letras impresas porque aman el silencio y así prefieren pensar. Pero, si no se enfoca el lente desde la vanidad, desde las ansias de mostrar a los demás que hay algo que sabemos hacer y lo hacemos bien ¿cómo explicarse que hagan públicas sus emociones y disertaciones?, ¿por qué creer que el resto debe someterse a sus reflexiones “curiosas”? —por cierto, coloquialmente, cuando uno dice que otro es “curiosito” se entiende que es francamente feo; es la rama del árbol donde la curiosidad se emparentó con lo grotesco, hermano, a su vez, de lo chistoso.
La vanidad se asoma risueña, mientras la curiosidad ya trabaja un nuevo ensayo.

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Las diez menos

Paloma Villagómez Ornelas

El primer riesgo que se corre al escribir sobre insignificancias o “cosas menos importantes que” es descubrir que no son tal; esto se vuelve un juego peligroso cuando los tiempos exigen restar importancia y no añadirla. Hay material de sobra, exceso de sinsentidos y aparentes nimiedades en derredor. Asuntos que, al prestarles mínima atención, al mirarlos apenas por el rabillo del ojo, ya se puede ver que crecen en cada parpadeo hasta convertirse en todo lo que nuestra atónita mirada reconoce.
Y es que, para que se acompañe esta lectura con menos extrañeza, se debe saber que mi relación con el mundo siempre ha sido un poco caótica, de una aprehensión un tanto neurótica. La vida vista así amenaza, acosa, agrede, seduce y, de cualquier manera, enloquece. He sido constantemente acusada —sin objeción por mi parte— de tomarlo todo demasiado en serio —sobre todo a mí misma—, de ser intensa y desbordada, de tener una extraña e incómoda virtud para alterar la dimensión de asuntos varios, casi tantos como todos.
Discernir y priorizar, entonces, son despropósitos. Yo lo sabía y sin embargo insistí. ¿Ya se entiende? Después de creer que pensar el tema era, precisamente, una de las cosas que menos me importaban y a la que menos tiempo debía dedicarle, me descubrí en cuestión de minutos enumerando temas de los que ahora ya no podré deshacerme.
Elegir una insignificancia... ¿no resulta contradictorio? En el momento en que el ocio se decide por una, automáticamente el asunto deja de ser irrelevante, tal vez porque nunca lo fue. Si no ¿por qué ésa y no otra?, ¿por qué el olor de los colores, crayones y cuadernos nuevos y no el chillido de la silla?, ¿por qué la mirilla de mi puerta y no las líneas del piso?, ¿por qué el ruido y no el silencio?
Quise elegir entre alguna de estas opciones pero en cuanto me senté frente a la computadora, descubrí de nuevo que la “N” está desapareciendo del teclado. Me ha puesto triste y nadie lo creería; sentí melancolía y a nadie le importa. Entonces, quizá, califica como un hecho insignificante que acepta la paradoja anterior.
Ya sólo queda un punto blanco de lo que alguna vez fue una suerte de torre descansando sobre su lado izquierdo. La “M” a su costado se muestra frondosa, soberbia, orgullosa de sus dos cimas. Será que me la acabé de tanto haber escrito que “no”, que “nadie”, que “nunca”; que la “nostalgia”, que la “nada”, que sin “novedad”; que tu “nombre” y tu “nariz”. Será que se la robaron para que ya no pudiera decir “negro” o “necesito”. Será que se perdió en un laberinto de huellas digitales.
Este hueco justo en medio del teclado provoca una sensación de incompetencia, como si el orgullo de mis tecnologías domésticas —seguido sólo por mi teléfono con identificador de llamadas— perdiera todo brillo y seriedad. Como si su ausencia me dejara en la más oscura de las obsolescencias.
Antes de que se comiencen a contar las palabras que no podré volver a escribir o a padecer el hecho de que tenga que rellenar a tinta y mano los huecos en cada vocablo a donde pertenezca un “N”, debo confesar que, en realidad, puedo pulsar la tecla gris —en apariencia y sentido—, y encontrarme de nuevo y siempre con la mentada “N”. Se puede reproducir tantas veces como lo desee y, gracias a la danza mecánica de mis dedos sobre el teclado, sé con exactitud dónde encontrarla sin tener que bajar la mirada para buscar el hueco. Este tipo de habilidades resultan muy gratas para alguien que nunca recibió ningún tipo de instrucción formal al respecto.
En efecto, el espíritu lego en estos menesteres del adiestramiento mecanográfico tendría que dedicar un largo rato a la búsqueda de la letra —si somos suficientemente crueles para no advertirle de su ausencia— y domesticar la relación entre el vacío y la letra que le permitirá decir que se llama Nicanor y que su mujer le recuerda a las ninfas.
La verdad es que el proceso es tan claro que confunde. Tanto como distinguir entre lo urgente y lo dispensable, entre lo trascendental y el esfuerzo vano, entre quien nos convoca y quien no nos necesita. No he podido decidir, ya no uno, mucho menos diez asuntos que menos me importen. Lo que no tiene sentido ni sustancia simplemente no se piensa y mucho menos se nombra. Lo que realmente menos importa, ni siquiera existe. Mientras pueda imaginarse y ser transformado en idea o juicio de cualquier signo, ha consumido tiempo, que es, se dice, realmente importante.

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Su majestad el automóvil

Ana Rosa González Carmona


Las glorietas que existen en cualquier ciudad del mundo son, a mi parecer, lugares que las embellecen y que se encuentran la mayoría de las veces en sitios en los que convergen dos o más calles o avenidas y en donde se colocan estatuas de personajes ilustres o ciudadanos destacados de un pueblo o comunidad, aunque en ocasiones sólo están adornadas por fuentes y jardines.
El tramo de la Avenida Circunvalación Jorge Álvarez del Castillo que comienza en dos medias glorietas sobre el cruce de la Avenida Manuel Ávila Camacho y ella misma, tiene un amplio camellón al centro, que en épocas más felices para esta maltratada ciudad de Guadalajara, México, se encontraba llena de rosales cuyas flores —valga la redundancia— color rosa intenso, convertían al camellón en un hermosísimo río del mismo color, hasta su confluencia con las calles Plan de San Luis y Mar Tirreno, en donde hay otra glorieta la que tenía un jardín con árboles y plantas de ornato y al centro una fuente con mosaicos azul y blanco formando grecas que otrora adornara una, en el área del Parque Agua Azul.
El ancho camellón seguía ahora con plantas de ornato y árboles para terminar en otra glorieta en la que se encontraba al centro sobre un pedestal de cantera una estatua en bronce de Cristóbal Colón, que lo representaba de pie con un gran globo terráqueo a su lado, que parecía poder girar si Colón así lo quisiese, ya que su mano derecha casi lo tocaba. No faltó quien entre los bromistas se refiriera a la escultura diciendo que Colón “tenía su pelotita”. En el pedestal, con letras en bronce dorado, se podía leer la leyenda: “Jalisco al descubridor de América”.
En esta última glorieta convergen las avenidas De las Américas, López Mateos y Circunvalación Jorge Álvarez del Castillo.
La Avenida de las Américas, con su camellón al centro hasta su confluencia con Avenida México, tiene en los bustos en bronce de próceres americanos y rosales multicolores. La Avenida López Mateos, arbolada, con dos carriles laterales y cuatro al centro, formaba junto con las otras dos avenidas, al arrancar hacia el sur de la ciudad de la glorieta Colón un área muy agradable con casas bonitas, edificios bien conservados, con árboles y flores, aunque se había convertido en una zona donde abundaban los banco y los comercios, grandes y pequeños, que abarcaba, desde las dos medias glorietas y Avenida Ávila Camacho por el norte y Avenida de las Américas y Avenida México por el sueste y Avenida López Mateos y la entrada del paso a desnivel de Minerva, por el suroeste.
No recuerdo en que época, el Ayuntamiento en turno de la ciudad decidió inexplicablemente quitar los rosales del camellón de la parte de la Avenida Circunvalación que ahora nos ocupa y substituirlos por palmeras, obeliscos y jacarandas, a mi gusto, a la buena de Dios, los dos últimos, sin ningún sentido del orden y la belleza. A pesar de ello, la zona seguía siendo amable.
La ciudad siguió creciendo, los automóviles aumentaron, el tráfico vehicular por esa zona a las horas pico, se volvió conflictivo, sobre todo al llegar a la glorieta Colón.
Otro Ayuntamiento empezó a hablar de que había que suprimir la multicitada glorieta y construir ahí un paso a desnivel para aliviar los problemas de tráfico vehicular existente. Las protestas no se hicieron esperar, los vecinos más próximos se inconformaron, pasaron los años, vinieron nuevos ayuntamientos, cada uno de ellos revivía de nuevo el proyecto, los ciudadanos se volvían a inconformar, las autoridades colocaban las mantas en las calles anunciando obra en proceso, se caían al paso del tiempo por el embate del sol, la lluvia, el polvo...el proyecto quedaba pendiente para la siguiente administración.
Por experiencia propia sé que los pasos a desnivel de esta ciudad nunca han servido para agilizar el tránsito de vehículos a las horas pico. Estoy de acuerdo en que nos ahorran tiempo cuando el número de automóviles que van por las calles se puede llamar “normal”. Los embotellamientos son terribles cerca de los túneles vehiculares a las horas: en que los estudiantes de cualquier edad, deben llegar a los colegios o universidades, los empleados a sus labores, cuando hay un evento especial que interesa a un amplio sector de la población, etc.
Personalmente me he visto dentro de aquellas colas interminables, que nos permiten avanzar unos cuantos metros por cinco o mas minutos, las que también pueden ser provocadas porque algún vehículo sufra una descompostura, haya habido un alcance en el que han intervenido varios automóviles dentro de uno de esos pasos con los que se pretende evitar estas inútiles pérdidas de tiempo.
Finalmente en el verano del 2003 comenzaron de nuevo a anunciar la construcción de lo ahora llamaron “el nodo vial Plaza Colón”, desgraciadamente para todos los que tenemos que pasar por ese punto de la ciudad. En enero del 2004, se empezaron las obras de preparación para llevar a cabo la construcción del nuevo nodo vial, aparecieron los consabidos letreros de tomar vías alternas acompañados de otros que nos dicen: “ Perdone las molestias, estamos trabajando para su beneficio”.
Con pena me tocó ser testigo, al pasar una mañana, de cómo envolvieron la estatua de Colón en láminas plásticas con ampollas, para protegerlo de posibles daños al bajarlo con una grúa de su pedestal de cantera; al regreso, por la tarde, la operación había terminado, la glorieta estaba vacía.
El área a la que me referí antes cambió por completo su fisonomía: han estado retirando árboles, palmas, plantas de ornato. La glorieta Colón ya no existe, la que estaba en Plan de San Luis y Circunvalación está convertida en un lugar lleno se de arena. Los comerciantes se han movido a otras áreas, los prestadores de servicios que allí se habían establecido se han cambiado también. Cada nuevo día encuentro diferencias en el paisaje, que se ha vuelto triste sin la vegetación y me parece que se hace más inhóspito.
La pregunta es: ¿valdrán la pena estos terribles cambios que sufren los lugares que son escogidos para construir bien sea los pasos subterráneos o los elevados, las pérdidas que sufren los comerciantes y los dueños de las fincas que se encuentran en las proximidades de ellos, en aras de “su majestad el automóvil” cuando nos damos cuenta de que finalmente no cubren el objetivo para el cual fueron construidos?

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Decálogo de la ignominia

J. Igor Israel González A.


Hace tiempo coleccionaba una revista en la que, entre muchas otras cosas, aparecía una sección titulada “60 minutes”. Ahí, el asunto consistía en que diversos personajes reflexionaban acerca del hipotético caso de quedarse atrapados en una isla desierta. De manera específica se les preguntaba cuáles de sus canciones preferidas se llevarían consigo, siempre y cuando cupieran éstas en un casete común y corriente de una hora de duración (de ahí el nombre de la columna). Sin duda habrán visto distintas variaciones de de este tema. Por ejemplo, son frecuentes preguntas como: “qué libro te llevarías a una isla desierta”, “con qué mujer (u hombre) te gustaría quedarte solo o sola en una isla”, y otras por el estilo. Pero no siempre lo que nos parece relevante es lo que nos constituye como personas. La identidad, posmoderna, descentrada y todo, también se construye en la diferencia. Así, ¿qué sucedería si le invertimos el signo al ejercicio? ¿Qué tal si, en lugar de poner de relieve las cosas que nos son valiosas, reflexionamos acerca de aquello que constituye lo que no nos importa?
Planteado de este modo, el tema resulta un tanto ambiguo. Esto es así porque en la medida en que nombro aquello que no me importa, al instante pasa a ser parte del campo de lo que me es relevante. Si elaboro una lista de lo no importante, ¿acaso no estoy dándole esa categoría de inmediato? ¿Puedo decir que no me importa darle seguimiento al juicio de Michael Jackson y enlistarlo como tal sin que se torne importante? Así son las trampas del lenguaje. En este sentido, pensar la indiferencia no es una tarea menor. Para hacer más claro el asunto, habría, pues, que retomar el ejercicio planteado al inicio de este texto y trastocarlo: más que aquello que yo me llevaría a una isla desierta, resulta pertinente reflexionar: ¿qué desearía yo perder o abandonar en una isla desierta? Parafraseando a Los Polivoces, puedo decir que hay cincuenta mil cosas que no me importan o me son indiferentes. He aquí sólo 10 de ellas, en estricto desorden jerárquico:

  1. Los pececillos dorados como mascotas. He oído decir que contemplar a los peces constituye una práctica relajante y que por ello es conveniente tener una pecera en casa. Nunca he tenido una y, de hecho, los peces en pecera me estresan sobremanera. No los necesito. A la isla con ellos.

  2. La moda ochentera. Nada hay que desee olvidar tanto como las chamarras de estoperoles, los colores pastel, las camisas de lunares y cuadros, los Top Sailor y el Súper Punk. Si se llevaran todo eso a una isla desierta, a mí no me importaría.

  3. El retorno de la moda ochentera. Peor que la moda ochentera descrita en el punto anterior, es más aterrador el regreso de la década de los 80, pero “actualizada”. Que se quede en la isla.

  4. Las obras completas de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. La educación neoconservadora y moralina es el nuevo opio del pueblo. Seamos iconoclastas y mandémosla a la isla.

  5. Los grillos (que no los políticos). La política es un arte. Pero los “políticos”, así, entrecomillados, le dan en la torre. Sin duda la actividad política es una de las más desprestigiadas en el país. Si los grillos de la clase política quedaran atrapados en una isla desierta las cosas serían diferentes. Sin duda.

  6. Los programas de espectáculos. Entre La Oreja, Laura de América, Ventaneando, Tempranito y Con Todo, casi no me queda tiempo para ver las telenovelas del Canal de las Estrellas.

  7. Mi terrible esnobismo y mi afán intelectualoide. Ante lo evidente, sobran las palabras.

  8. La autocensura. A veces las más infranqueables barreras las erige uno mismo. Si mi capacidad de sonrojarme se quedara abandonada en una isla, quizá sería menos infeliz.

  9. La voz de Valentín Elizalde. Alguien le dijo a ese señor que podía cantar (horror, horror) y, la neta, no.

  10. Éste me lo reservo. Hay cosas en este universo que no deben saberse. Je.

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El bicolor

Maribel Barona Peralta


Hay dúos en la vida que de ninguna manera pueden estar desligados, porque simple y sencillamente sin la otra parte la existencia de cada uno de sus elementos pasaría inadvertida. Nombrar a un bicolor me remonta a mis días de primaria, concretamente al estudio del sujeto y predicado (el primero subrayado siempre de rojo y el segundo de azul). ¿Por qué siempre se acababa primero el color rojo? Sin remedio, cuando esto sucede, el azul dejaba de ser bicolor para formar parte del montón de los lápices de colores.
Alguna vez intenté comprarlos por separado para así evitar comprar un bicolor nuevo cuando el rojo llegara a su fin, pero siempre terminaba perdiendo alguno de los dos, con lo cual compruebo que no podían vivir distantes.
El Gordo y el Flaco, lápiz y borrador, Martha y Vicente, inspiración y creatividad… ¿Son acaso algo el uno sin el otro?
El sujeto siempre indica aquello de lo se va a decir algo, tal como sucede con la inspiración (el mar, la mujer…), y el predicado es lo que se dice de ese algo, la creatividad, (está cubriendo la playa con su suave oleaje, es la maravilla de la vida). Completar una oración era la tarea, y recuerdo cómo batallaba para poder hacer las 10 oraciones: la casa, el gato … ¿Qué?
Confieso que tengo guardados en mi memoria dos momentos de inspiración lo suficientemente buenos como para ser la envidia de cualquier artista: esos instantes por los que un fotógrafo viaja por todo el planeta tratando de capturarlos, o que un poeta busca para crear un hermoso poema. Pero ellos no estuvieron ahí y desgraciadamente yo sí, y digo desgraciadamente porque me falta el azul de la creatividad para decir algo sobre ellos, sólo queda el sujeto de rojo, señalando que la oración aún no está completa.
Un claro ejemplo de lo que pasa cuando se hace bien la tarea y se conjunta el sujeto y el predicado es con Cri–Crí, que de una simple muñeca fea, una hormiga o un ropero se inspiraba para crear canciones infantiles que a la fecha siguen vigentes.
A diferencia del bicolor, la marca que separa la inspiración de la creatividad es muy tenue y en muchos casos pasa inadvertida; es por eso que en la mayoría de las ocasiones le damos el crédito al rojo desgastándolo día a día, y la creatividad la dejamos de lado sentenciando al azul a la caja de colores.

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El cuarto de los tormentos

Por Maribel Barona Peralta

Siempre lo desconocido, lo prohibido y misterioso, despierta en nosotros la curiosidad. Cuando se juntan estos dos ingredientes, más una casa llena de misterio, puede resultar en la infancia de un niño una experiencia digna de recordarse.
La casa de mis abuelos era un lugar enigmático para todos los nietos: había puertas que nunca se abrían, armarios con candados, voces del exterior que no conocíamos, pero sobre todo estaba el Cuarto de los Tormentos, sin duda el mayor misterio de la casa.
Todos sabíamos que la amenaza de mi abuelo si nos portábamos mal era mandarnos a ese cuarto —de nombre tan terrible para todos nosotros. Pero debía ser tan tormentoso que mi abuelo nunca envió a nadie ahí, a pesar de que muchas veces quisimos que alguien fuera enviado para descubrir el misterio —claro, siempre y cuando no fuéramos nosotros mismos.
Siendo niños tratábamos de que alguien nos dijera que había en ese cuarto, pero todo era en vano: nuestras madres tenían la consigna de no decir nada, nuestro tío sólo nos decía que no se nos ocurriera acercarnos ahí nunca, y entonces todos nos preguntábamos: ¿qué había ahí? Claro que el cuarto estaba bien resguardado, y para llegar a él teníamos que pasar por varias zonas prohibidas: primero, lograr subir las escaleras que nos llevaban a una puerta que nunca se abría, y que daba a unas escaleras que, por supuesto, daban a otro cuarto que nunca conocí; pasando la puerta había que entrar al cuarto de mi tía la soltera, en donde todo se encontraba bajo llave, y luego al cuarto de mis abuelos, tan lleno de recuerdos y melancolía… Después la puerta que daba al lavadero, y luego empezaba la zona de peligro: la azotea. Ahí había toda clase de plantas y macetas, desde un rosal en una llanta hasta perejil saliendo de la cabeza de una muñeca, y al final un alambrado que nadie podía pasar, y a lo lejos podía verse el Cuarto de los Tormentos, siempre cerrado y lleno de peligro. Finalmente, para poder llegar había que pasar de una azotea a otra por medio de una viga y sin mirar hacia abajo.
Las principales versiones que circularon eran que ahí vivía una persona, que bautizamos con el nombre de Filito, y del cual había un retrato en el cuarto de mi abuelo. Ese hombre misterioso era el que vivía ahí, pero era tan malo que lo encerraron para que no hiciera de las suyas.
Otra versión era que en verdad había aparatos de tormento como los que se usaban en la Edad Media, y que nuestras madres eran castigadas ahí cuando eran pequeñas.
Y, por último, que era un cuarto oscuro en donde nunca entraba la luz, habitado por espíritus, los cuales nos dirían como mejorar nuestra conducta.
¡Qué importante era ese cuarto para todos nosotros! Nos permitía echar a volar la imaginación y transportarnos a mundos desconocidos sin necesidad de recurrir a las novelas de la televisión; podíamos crear la historia que quisiéramos para cada puerta con candado, para cada retrato y para cada voz que escuchábamos, siempre alentados por mi abuelo, que disfrutaba vernos con nuestras incógnitas.
Siempre recordaré esa casa y sus misterios; siempre recordaré a mi abuelo lleno de bondad, y a mi abuela con sus refunfuños y sus deliciosos sopes. Siempre recordaré el Cuarto de los Tormentos, y más ahora que ya no existe esa casa, ahora que mi abuelo tiene mal de Alzheimer y no tiene memoria, ahora que mi abuela vive sin vivir en una cama, ahora que el Cuarto de los Tormentos no forma parte de la niñez de esta generación.
Ahora todos sabemos lo que eran todos esos misterios, sabemos que la casa de mis abuelos fue construida conforme se fue necesitando, y se fueron abriendo y clausurando puertas: sabemos que las voces eran de la vecindad de al lado, sabemos que a mi abuelo le gustaba inventar cosas y que tenía herramientas peligrosas bajo llave para que no nos hiciéramos daño, que ya no sabía dónde poner tantas plantas de mi abuela: sabemos que mi tía estaba estudiando para doctora y que con tanto sobrino suelto por la casa debía proteger sus cosas: sabemos que Don Filito era en realidad el retrato del padre de mi abuelo, sabemos que el Cuarto de los Tormentos era en realidad el cuarto de los tiliches en donde había recuerdos de toda una vida.
Tal vez ahora lo sepamos todo, pero tal vez sea hora de compartir el Cuarto de Tormentos y construir uno para la generación de hoy.

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¿?

J. Igor Israel González A.

Malditos signos de interrogación. A primera vista parecen sólo un par de figuras inocentes. Semejantes a anzuelos [o, irónicamente, a peces], es como si, colocados de ese modo, a manera de reflejo invertido, mostrasen una especie de simplicidad o de candor casi cómicos. Pero como sucede siempre con los juegos de espejos, una mirada más atenta mostraría que detrás de la aparente sencillez de aquello que damos por sentado se oculta una insólita complejidad. Esto se refleja en la poca claridad que tenemos acerca del origen de los signos de interrogación. En la teoría más aceptada al respecto se señala que éstos se derivan de la voz latina Quæstio, debido a la fusión de la Q del inicio, la cual se colocaba encima de la o que aparece al final de dicho vocablo, para abreviarlo. Otras posibles explicaciones tienen qué ver con alguna notación musical temprana en la que una tilde seguida por un punto (~.) remitía a una entonación similar a la interrogativa. No obstante, en tanto metáforas de la incertidumbre, los signos de interrogación invitan a recorrer, siempre, otros caminos.
Así, dejando de lado el marcado erotismo que evoca la disposición de estos signos, encontramos ciertas resonancias mí(s)ticas que remiten a saberes ancestrales. Esa especie de Doppelgänger de carácter cóncavo y convexo evoca [y, de alguna manera, invita a echar una mirada a] la historia profunda: ¿acaso la particular disposición de los signos de interrogación no remite a la alquímica Ouroboros, doble serpiente que se devora a sí misma, indicando la volatilidad y la infinita circularidad de la vida? ¿Es posible negar que dichos signos se asemejan de manera notoria a la Gran Dualidad constituida por el yin/yang de la filosofía china? ¿Qué decir de las reminiscencias del bíblico Alfa y Omega que subyacen a aquella estructura? Quizá sea labor de pacientes filólogos —eruditos arqueólogos del lenguaje— averiguar algunas respuestas a estas preguntas y, dilucidar así los posibles vasos comunicantes entre la creación de los mitos y su expresión en las formas simbólicas que se trasminan al habla cotidiana.
La utilidad de los signos de interrogación es innegable. En cierto sentido pueden sustituir al punto y a la coma [o incluso al título, como en el caso de este texto]; y son fundamentales para cualquier labor de investigación o aprendizaje. Sin una buena pregunta, estas tareas son intrascendentes. Además, ¿qué sería de la literatura o las tiras cómicas si no fuera posible metaforizar la duda escribiendo/dibujando: «su rostro era todo un enorme signo de interrogación»? No obstante, quizá el aspecto más destacable de estos signos radique en la potencia subversiva que los caracteriza. Basta con colocar entre ellos una palabra o una frase cualquiera para desatar su temible facultad destructora. Y las consecuencias de lo anterior no son menores. Recordemos que en el espacio que se abre entre los signos de interrogación caben desde una simple letra hasta una vida; o el universo entero si se quiere.
Si se está de acuerdo wittgensteinianamente en que nada hay fuera del lenguaje, los signos de interrogación son capaces de hacer estallar casi cualquier certeza. Veamos, por ejemplo, el vocablo «Yo». Así, a secas, define a la primera persona del singular. También constituye el referente identitario por excelencia, fundamento de la Razón Moderna. Pero basta con situar este «Yo» entre unos signos de interrogación para que opere una especie de desplazamiento histérico. Al llevar a cabo lo anterior, el «Yo», centro fundamental de la ontología occidental, es convertido en un «¿Yo?», es decir, en un frágil absoluto que se desmorona ante la duda, que se derrumba frente el abismo que los signos de interrogación abren a sus pies. Si la frase «Yo Soy» designa la más pertinaz afirmación del ser humano, el modo interrogativo «¿Yo Soy?» plantea la más profunda de las dudas existenciales. Vocablos como «dios», «libertad», «literatura» experimentan el mismo efecto. Todo estalla ante el encierro de estos dos signos aparentemente insignificantes.
Pero ¿acaso la capacidad destructora de los signos de interrogación se circunscribe al idioma español (y/o sus derivados)? ¿Qué ocurre con los lenguajes en los que dicho signo sólo aparece al final de cada frase interrogativa (i. e. el inglés)? El asunto no cambia de manera sustancial. Si acaso, se torna más agudo: excluyendo la labor anunciadora que efectúan las mayúsculas, puede decirse que ante la falta de una clave que indique la apertura de una pregunta se diluye toda certidumbre. Basta con colocar un signo que cierre la interrogación después del punto final de un texto para que éste sea sometido a la duda sistemática. A la manera de esta «incompletud» de tales lenguajes, la vida misma tiene frente a sí, como único y trágico final, un (?). Nada hay después del signo y después del signo sólo está la Nada. Colocar un signo al final de la frase interrogativa no constituye un cierre, sino la apertura de un atolladero, ya que simboliza un abismo lleno de vacío.
Ahora bien, quizá, sin pretenderlo, los niños y los ironistas sean quienes utilizan la facultad destructiva de los signos de interrogación con mayor eficacia. Los pequeños, por ejemplo, nos desarman ante la terca insistencia de sus eternos «¿por qué?». Cuando anteponen esta pregunta a cualquier afirmación abren un proceso recursivo de corte gödeliano que no tiene final. Sea niño por un rato: lea de nuevo este texto e inserte un «¿por qué?» luego de cada frase. Verá que sí funciona. Los ironistas, por su parte, hacen gala de astucia. Si alguien les dice: «atropellaron a tu perro» o «tu mujer te engaña», sólo contestan «¿Y?». Esta actitud teflonesca desarma hasta al más pintado. Sin duda, preguntar(se) es un ejercicio peligroso. La sabiduría popular, que casi nunca se equivoca, bien lo señala cuando dice que: «la ignorancia es felicidad» o «el que busca, encuentra». Recordemos que en última instancia, los signos de interrogación condensan en su forma más pura La Caída: ¿acaso no fue la curiosidad lo que hizo que Adán comiera del fruto del árbol de la sabiduría; o lo que verdaderamente mató al gato? En fin, los signos de interrogación constituyen siempre una puerta que se abre hacia la incompletud, hacia la desazón que produce buscar sin saber a ciencia cierta qué es lo que se busca, la marca indeleble de los perseguidores. ¿Será?

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Viajes de invierno

Teresa González Arce

Al parecer, muchos dolores de espalda son causados por el peso de ciertos fardos mentales: culpas, rencores, angustias, conversaciones pospuestas. Hay quien camina erguido pese a llevar a cuestas una carga de leña. Otros inclinan los hombros, ignorantes del lío que entorpece sus pasos. Quisiera tener ojos para ver lo invisible. Caminar cada vez más ligera o, al menos, aprender a equilibrar cántaros sobre la cabeza, como las campesinas.

Para ser realmente azul, el cielo necesita el color de la roca o de la arcilla. Un muro blanco alzado contra el infinito, un tejado rojo que recorta su silueta en las horas más claras de la mañana, subrayan el aire y sustentan la materialidad del cielo. No es la cantidad de verde mezclado con el amarillo lo que determina la intensidad del azul sino el vuelo de las palomas, el racimo de primaveras que se yergue por encima de las azoteas al final de una avenida, el blanco de las nubes que interrumpe la continuidad celeste.

Mi mirada alcanza a ver muy lejos en el horizonte. Metros y metros entre mis ojos y el último punto visible esperan ser recorridos, recortados, gastados por caminatas largas y placenteras. Mi voz, en cambio, es apenas perceptible en un cuarto lleno de gente, aunque puede ganar varios centímetros si me esfuerzo y grito para llamar a alguien que casi se va. Me gustaría que mi voz y mi mirada fueran una sola y llegaran juntas ahí donde mis pies y mis manos no saben llevarme.

El tiempo y las experiencias nos transforman, y esos cambios no siempre se reducen al envejecimiento. Lina, una mujer de sesenta años, parece más joven treinta años después de su última estancia en la ciudad. Así la perciben, por lo menos, los ojos siempre atentos de Franc.

Viajar, irme lejos sin dejar en casa las partes incómodas de mí misma. Dejar el verano para encontrar un frío que penetra los abrigos y descubre un cielo claro y un sol meramente estético. Viajar para encontrar en la periferia algo que se esconde en la cercanía de lo cotidiano, en las costumbres y en las palabras que oigo todo los días. Tener frío en la piel, en los huesos, en la cabeza apenas cubierta, y encontrar sin embargo un calor insospechado. Ojos de gente amiga, la emoción en sus palabras y en su escucha atenta: espejos de un centro íntimo que alcanzo gracias a los demás, en un invierno glacial y cálido a la vez.

Milena es una gata inteligente. Sin dueño, encuentra mimos y comida en todos los departamentos del edificio. En las mañanas frías acostumbra tomar el sol en las azoteas y revolcarse panza arriba en las esquinas más terregosas de los patios. Luego se limpia sin prisas, regodeándose en cada una de sus lamidas. Baja corriendo las escaleras cuando me oye llegar, haciendo un ruido gallináceo para evitar que la deje fuera al cerrar la puerta. Sabe que me hace feliz verla enroscada en la alfombra, con las patas dobladas bajo el pecho. Sé que le gusta jugar a las escondidas y comer atún. Milena es libre: puede irse cuando quiera.



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