Gol


Maribel Mandarina

El futbol nos une
Cerveza Sol


A mi hermano no le gusta el futbol: ni practicarlo ni verlo. Esto no tendría la menor importancia si no fuera porque él fue el único varón entre seis mujeres. Tampoco sería catastrófico si los primos de nuestra generación no hubieran salido tan buenos deportistas. Una cuestión intranscendente sí a mí papá no le gustara tanto, tanto, ese deporte.
Desde la cocina yo oía a mi papá dirigir partidos de futbol: «¡Pásasela a Reynoso, no seas animal! ¡Bien, mi "Pichojos"!» También escuchaba algunos recordatorios de 10 de mayo a alguien llamado Árbitro y de apellido Vendido, lo que de repente era seguido por un momento de incertidumbre en el que mi papá lograba ser escuchado por esos hombres de short, y se escuchaba el grito de «¡GOOOOOOOOOOOOOOL!», que retumbaba en toda la casa, pero era sólo un grito, hacía falta quién le hiciera segunda en ese lugar vacío frente al televisor. Pero ese alguien se encontraba en su cuarto desarmando un viejo radio, o la misma licuadora que mi mamá buscaba para terminar la comida: también junto a él había un espacio vacío.
En esos años 70, o al menos en las costumbres de mi familia, las niñas no veían deportes, a menos que fuera patinaje sobre hielo o gimnasia artística. Pero para mí, una niña que nació a nueve días de terminarse el Mundial de México 70 y que seguramente en su último mes de gestación escuchó el grito de gol en más de seis ocasiones (considerando que fueron los goles que la selección mexicana anotó, de un total de 96), no era raro que ese grito me atrajera mientras ayudaba a mi mamá a prepararle la botana a mi papá para el partido. Ese lugar no debía estar vacío.
Mi hermano llenó su espacio físicamente con su amigo de la infancia: con él hizo experimentos con cuanto aparato eléctrico existía entonces en la casa, pero no se salvaba de tener que formar parte del equipo de futbol familiar, ni tampoco de asistir a los partidos de América-Cruz Azul, Chivas y Pumas, en compañía de tíos y primos que gustaban de ir a apoyar a sus respectivos equipos y de paso burlarse de quien resultara aficionado del equipo perdedor. Cada domingo mi hermano sufría al uniformarse para el partido; algunos parientes ya se habían dado cuenta de su poco esmero al correr detrás de un balón, así que el entrenador prefería dejarlo en la banca y tan sólo dejarlo jugar cuando el equipo no se completaba. Tiempo después, mi papá se compadeció de mi hermano y le dio su libertad deportiva, con la consecuencia de que algunos lazos afectivos quedaron en la banca.
Mientras esto ocurría, el lugar seguía vacío. No era un sitio prohibido abiertamente, tan sólo era seguir costumbres que mis hermanas y yo respetábamos o no se nos ocurría traspasar. La convivencia que hubo entre mi papá y sus hijas no era una relación en la que él demostrara sin reservas su cariño; para nosotras había otras circunstancias propias de las niñas, como comprarnos un globo, o un algodón de azúcar, dejarnos ir a los partidos de los primos para echarles porras, paseos al parque, e incluso rascarle la espalda y sacarle granitos. Pero nada que decir acerca del espacio vacante.
Un buen día —y digo «buen día» en el sentido de bueno y grandioso— me acerqué a la sala, donde mi papá veía sus partidos de futbol, e hice la pregunta que traía en los labios desde hacía ya varios domingos:
—¿Quién juega?
—América contra Pumas.
—¿Y quién va ganando?
—El América.
—¿Y tú a quién le vas?
—Al América.
Esta simple conversación bastó para que yo, lentamente, con un pase de la cocina a la sala, me instalara en ese lugar desocupado y pudiera hacer coro cuando el América volvió anotar. Mi padre no opuso resistencia a que yo estuviera ahí —siempre y cuando no estuvieran sus amigos—, e incluso el asunto fue oficial cuando desde la cocina mi mamá me llamaba para que terminara de ayudarle, y mi padre le decía:
—Déjala, ¿no ves que está viendo el partido?
El lugar estaba cubierto.

Durante un buen tiempo me aseguré dos horas de convivencia «exclusiva» con mi papá, y qué decir de las actividades hogareñas de las que me deshice. En cada partido me explicaba lo que era un tiro de esquina, un defensa, un delantero, por qué el portero sí podía agarrar el balón con las manos, qué era un penal, que el señor de negro no se llamaba Árbitro Vendido, sino que era el que decía qué estaba bien y qué mal, y era a quien se le podía echar la culpa de la derrota de cualquier equipo, pero sobre todo si ese equipo jugaba contra «los cremas o millonetas del América». Debo confesar que, a la fecha, algo que nunca entendí claramente fue lo que era un fuera de lugar, pero siempre asentía con la cabeza cuando mi papá afirmaba que un jugador estaba en esa posición —no fuera a darse cuenta del offside en que estaba yo y me sacara la amarilla, o peor, la roja.
Poco a poco descubrí que podía sacarle mayor provecho a la situación: no sólo había partidos de futbol, también estaban el americano, el beisbol, el básquet y las Olimpíadas. Todo cobraba sentido en cuanto lograba descifrar las reglas de cada juego y podía sorprender a mi papá cuando le decía que era un primero y diez, o una base por bola. Mis hermanas intentaron seguir mis pasos —o pases—, pero ellas no habían nacido en junio del 70, y a los cinco o diez minutos se aburrían de ver a los hombres aquellos pateando, golpeando y lanzando un balón, así que decidían expulsarse y reservar su emoción deportiva para los partidos finales y los clásicos, en los cuales yo me convertía en su instructora y en más de alguna ocasión les decía con qué equipo había que emocionarse cuando anotara, y los contrarios a los que había que maldecir e incluso odiar —porque a esas alturas ya podíamos perder la compostura.
Con el tiempo me di cuenta de que los jugadores a los que aprendí a apoyar partido tras partido no le tenían tanto amor a la camiseta como decían en las entrevistas: todo era cuestión de venderse al mejor postor —al fin y al cabo de eso vivían—. Pero siempre tendré en cuenta su ayuda, y si me preguntan, sí: llevo en mi pecho los colores del América
En la actualidad, los partidos de futbol pueden ser cualquier día de la semana, así que aún tengo la costumbre de ir al cuarto de mí papá y preguntarle: «¿Quién juega?». Y esta simple pregunta da para iniciar una conversación y quedarme un rato con él, ahora ya no por mí.


Nota sobre la foto: no es precisamente de un gol, sino de un gol que no fue tal. La tomó el fotógrafo Fabricio León en el instante justo en que Hugo Sánchez (gracias, Hugo) falló el penal decisivo que sacó a México del Mundial de 1986. La escena es del Salón Corona, de la Ciudad de México, y ahí se exhibe como un mural que dice mucho sobre esa forma mexicana de la fatalidad conocida como el «ya merito». El gol de Maribel, sin duda, es mucho mejor.

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