Para ir al Cielo basta con ir a misa

José Luis Velasco

En mi vida y en mi muerte, si bien es cierto que hay mitos que escojo para creerlos, no existe uno en el que crea más que éste: para ir al Cielo basta con ir a misa. Sin temor a generalizar, cada cristiano que se gana el Cielo deja de vivir en el coto terrestre y se convierte en vecino de Dios, de algunos ángeles, de los santos, incluso de El Santo y otras buenas personalidades. ¿Cómo explicar, pues, este mito maravilloso que me acabo de inventar y en el que ya creo tan firmemente? ¿Para ir al Cielo basta realmente con ir a misa?
Efectivamente. Existen varias fuentes que incitan a que verdaderamente crea en este mito. Comenzaré por mi padre, que me pregunta cada domingo con una voz ronca y seria: «¿Ya fuiste a misa?». Bastó esa voz para que durante toda mi infancia asistiera. Seguramente, si hubiera muerto siendo todavía un niño, me habría ido al Cielo, sólo por obedecerle esa orden en forma de pregunta.
Otra incitadora fuente de este mito teologal es el conjunto de las asistentes a la casa de Dios, algunas de las cuales suelen llevar muy por encima de la rodilla la verdad divina —y muy al descubierto al «Yo pecador». Por su culpa, por su culpa, por su gravísima culpa, ir al Cielo puede ser cuestión de dar una volteadita.
El esfuerzo físico y mental requerido para lograr salir de misa con una sonrisa como las que se avienta Ned Flanders basta para llegar al Cielo. Y es que los sentidos se agudizan en esa búsqueda. Por mencionar alguno, ¿qué me dicen del pobre oído? Esquiva los gritos de chiquillos, las rolononas de reggaeton de los celulares, las lluvias torrenciales, el azaroso va y viene de los abanicos y de las hojitas parroquiales, los contagiosos estornudos, los tacones de las que —para variar— llegan tarde... hasta las pinches moneditas de la limosna, al vaciarlas en una sola canasta, se entrometen en el hipnotizante sermón cuyas sonoras enseñanzas rebotan formando ecos confusos.
Para ir al Cielo basta con ir a misa, o si no pregúntenle a su bolsillo cuando rellene los sobres con una generosa aportación; a los que sufren al pasar a leer cuando en todo el mes no han leído ni un libro; a los que hacen cola para confesarse mientras intentan recordar sus pecados y al mismo tiempo escuchan misa; a las viejitas que ya están más cerca de llegar a las nubes y que no sólo van los domingos, sino cada día. Pregúntenme a mí y yo les diré que es cierto este mito, que el que va a misa se va al Cielo.

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Teodora al piano


""Entró en la habitación llena de gente, con una arrogancia casi bizantina, como la emperatriz Teodora de Rávena...". Es el comienzo de una de las "fotocopias" de John Berger, la que lleva por título "Joven con la mano en la barbilla". La emperatriz a la que se alude es ésta, esposa de Justiniano I, que vivió de 501 a 548 y es recordada por ser una legisladora audaz (la primera autora de una ley sobre el aborto, por ejemplo) y una lúcida estratega militar que solía ver sobre el hombro de Belisario los avances de sus tropas (y los corregía). Pero también por haber llegado al trono al cabo de una vertiginosa carrera que comenzó en un burdel. Este mosaico, en la iglesia de San Vital, en Rávena, debe ser el que Berger tiene en mente al presenciar la aparición de la pianista que "fotocopiará".

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A mí, mis rutinas

Dolores Garnica

No hay nada que deteste más que los ritos de seducción. Me encantan los ritos cotidianos, gozo al levantarme cada día, seis días a la semana, con el despertador a una hora exacta; alzar el mismo pie de ayer, preparar la cafetera y vestirme frente al televisor escuchando las mismas noticias y las mismas incoherencias de Loret de Mola por Canal 2.
Adoro salir de mi escritorio entre las dos y las dos y media, dirigirme hacia las tortas El Socio y pedir una de lomo sin aguacate y con mucha crema, cuatro días a la semana. Me fascina bañarme, secarme, fijar un broche en mi cabello para que se seque, acomodarme primero la chancla derecha y después la izquierda, que esperan afuera del azulejo; caminar ocho pasos hacia mi cama y tocar tres veces la lámpara sobre el buró para intentar leer y dormirme con el libro encima. Me gusta hacer entrevistas, tomar un camión y llegar al periódico ya con un título en la mente; acomodar exactamente una Coca Light a la izquierda de mi escritorio, debajo mi libreta de apuntes, del lado derecho la grabadora y en la orillita del teclado mi lapicero. Saboreo cuando llamo por la extensión 3130 de mi jefa para pedir audiencia, después tomar un lápiz, acercarme y siempre preguntar: «¿Estás muy ocupada?», aunque siempre responda: «¿Por qué siempre me preguntas eso?».
No es tan diferente con el sexo. Gozo del instante después de hacer el amor en el que siempre me dan ganas de correr al baño para encerrarme un par de minutos y respirar hondo, repitiendo segundo a segundo en la mente cómo fue que se movió el hombro de mi acompañante durante la ceremonia. Mi estímulo diario son los rituales que se repiten y se repiten, no concibo mi vida de otra manera.
Soy un animal de costumbres, una guerrillera de la rutina, y no concedería nunca una justificación como ésta para terminar algo: «Me cansé de la rutina» es una basura que se inventan los publicistas para que compres. Adoro la rutina pero detesto, desde el fondo de mi alma, la seducción entre treintañeros: quizá es un síndrome postdivorcio, quién sabe, pero desde mi soltería, hace apenas unos cuatro años, no puedo establecer una relación sana, y según las expertas en un café, la causa está en romper con dos (o algunas o todas) de las leyes de la seducción:
—Hay que esperar dos días para llamarle.
—No menciones la palabra «cama», puede pensar que tú piensas que él piensa sólo en acostarse contigo.
—Nunca lo saludes primero si te lo encuentras, mejor espera a que te salude él.
—No te arregles mucho en la primera cita, nunca narres la historia de tu divorcio antes de la cuarta, no te acuestes con él antes de la tercera, no pagues después de la segunda.
—Nunca lo invites, espera a que te diga algo.
—Sólo has tenido dos amantes.
—Deja que timbre tres veces el teléfono antes de contestar.
—Dile «Perdón, hoy no puedo» un par de veces.
—No le digas que lo quieres, ni que te gusta antes de la quinta cita.
—¡Es enooooorme!
—Nunca, jamás, un «Oye, ¿y qué somos?».
—No expliques que ya sales con alguien, eso puedes decidirlo después
—Busca el anillo de matrimonio o una sombrita de él en el primer contacto.
—Llega diez minutos tarde.
—Etc.

Hoy, intentar establecer una relación madura es casi imposible si no te comportas como inmaduro, así que el amor a primera vista está prohibido. Puedes besar a un desconocido en una fiesta, siempre y cuando no le llames al siguiente día. Puedes salir con alguien, siempre y cuando no sepas —ni él sepa— qué sientes. Las relaciones treintañeras están fincadas en la duda y no en la certeza. La incertidumbre es su campo de acción, las preguntas su mecánica y el hacerse pendejo su razón de ser. El «Te amo» llega con los años, sus herramientas —sus orígenes— se fincan en la serie Friends, con extensión a Sex and the City, mezclado con algo de los colores del pop art, el olor de un martini aunque sepa a jarabe para la tos, rolas de White Stripes, diálogos por messenger, olor a queso feta y textura a leggins de Zara. Nada puede estar más podrido, ni siquiera hay una poesía o un verso de por medio. A mis 18 años me podían acosar con una canción de Silvio y caía redondita con chanclitas baratas y un morral de San Juan de Dios, entre versos de Sabines. Hoy, una cerveza en el Red Pub buscando galán te cuesta $35.00. ¿Serán mis 30?
Soy mujer de certezas, es mi lema, y al parecer no existe nada más repelente:

Único experimento
(Conversación por el messenger. Un día después de coqueteo en una fiesta, a las 18:30 h. Sujeto A: Dolores. Sujeto B: Gabriel).

A: Gabriel, ayer la pasé muy bien, me gustas mucho, no he dejado de pensar en ti en todo el día, y me siento mal porque tengo vato, pero es que es raro lo que siento. En fin, dime qué onda o mándame a la chingada ahorita, dame tres minutos para tragarme el rechazo y seamos amigos de vuelta.
B: Lo siento, soy un hombre solitario.

Paranoica, loca o simplemente tonta, algunas de las respuestas de expertas en leyes de la seducción. Rompí como ocho leyes en cinco renglones y ahora debo quedarme con un palmo de preguntas en la mente. Ni siquiera una consideración a mi sinceridad, una breve muestra de misericordia o una grosería al tan amable Sujeto B. No. Yo mejor regreso a mis rutinas.

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