RED DE LETRAS

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Harry Potter y los ausentes

Ana Elda se fue a Vallarta con Philip Roth. Ana Rosa se vio atrapada en un embotellamiento de trabajo que le impidió llegar. Y el misterio rodea la ausencia de Isabel, Teresa y Roberto (¿andarían ya surtiéndose de las viandas que despacharemos en el festejo inminente porque la espera de Matías ya está llegando a su fin?). De modo que este jueves, en la Joseluisa, los extrañamos. Pero igual agarramos una cháchara de lo más sabrosa, que fue desde el asombro por los malabares de Cabrera Infante a las diferencias que hay entre persuasión, convencimiento y seducción. (Maribel hasta se olvidó de avisarnos a tiempo que llevaba un ensayo —tan prendidos estábamos—, por lo que nos lo guardará para la semana siguiente).
Alrededor de las seis, la librería fue llenándose de harrypottermaníacos que acudieron a hacerse de su ejemplar, mientras que en la Gonvill de plano convirtieron medio local en un escenario de lo más simpático, al modo de Hogwarts, donde un mago hacía trucos (y el estelar fue la aparición del mentado libro: ¡ovación!). Hay que ver cómo el "chamaco cuatro ojos y medio traumado" (la descripción, exactísima, es de Paco Navarrete) alborota a la multitud.

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Mis palabras

Roberto Tostado

Esperanza, amor, caridad, fe, confianza, dignidad, cariño, amistad, etcétera.. Hay muchísimas palabras que tal vez deberían ser mis favoritas por su significado, pero aunque sé que son buenas, no me emocionan: tal vez sea que son palabras que deben ser insertadas en alguna frase para que se magnifique su efecto en mis sensaciones. O tal vez sea que las he oído tantas veces y en tantas frases tan cursis y sin sentido que las fueron depreciando poco a poco hasta llegar a anular la fuerza de su significado. A veces pienso que se debe a que en nuestra sociedad actual nos hemos llenado de antisentimentalismo; consideramos expresar nuestros sentimientos o emociones como debilidad o como falta de carácter y creo que nos ha afectado de forma drástica. Todo el mundo tiene problemas de estrés y enfermedades derivadas de ese mismo estrés: tal vez si fuéramos capaces de llorar y de reír y de amar y de odiar cuando nuestras emociones así nos lo piden, en vez de reprimirnos, seríamos una sociedad más sana. Porque no sólo le tenemos aversión a las palabras, sino a lo que conllevan.
Yo creo que no tengo en sí palabras favoritas, más bien tengo palabras de moda: por ejemplo, ahora tengo mucho la palabra índigo, me gusta por que hay una canción de Peter Murphy que me gusta mucho y otra de Peter Gabriel que también es de mis favoritas, y es un color que, después de saber su historia, me intrigó mucho más, y esa palabra me recuerda tanto las canciones como la historia de un color y al mismo tiempo la pintura —que es a lo que me dedico.
Me acuerdo mucho de “Holocausto”: se me hace una palabra que pesa muchísimo, llena de muerte, tristeza y de desolación. Pero también una palabra llena de orgullo y de superación, tal vez por todos los libros y películas que han producido las tantas historias que provocó el Holocausto.
“Desnudo” es otra palabra que mucho tiempo me intrigó, en el sentido pictórico. Me pasó lo que creo que le debe pasar a cualquier estudiante de dibujo: esperar con ansia y nerviosismo la clase de desnudo o de figura humana. Uno se imagina un ambiente lleno de erotismo y sensualidad y que las hormonas se van a alocar de forma insólita, y pues no…la verdad es que el nerviosismo y esa aura de erotismo y sensualidad desaparecen en cuanto te das cuenta de que tienes que esforzarte mucho para que la figurita te salga en los primeros ejercicios de un minuto y después de que tienes al maestro detrás de ti haciendo presión y la modelo se mueve mas rápido de lo que pensabas, después vienen los dibujos más detallados donde la modelo se convierte en una especie de jarrón o bodegón y ya no te fijas en la mujer desnuda sino en las sombras, luces, volúmenes, proporciones, y sobre todo en el trazo de tu lápiz.
Después vino la investigación del desnudo artístico o desnudo pornográfico o vulgar, sus diferencias y qué es lo hace que el pop art pueda convertir un desnudo pornográfico en arte. La respuesta…aún no estoy seguro, pero seguro va a ser divertido cuando lo sepa. Alguna vez, cuando empezaba a meterme al mundo del arte, vi unos dibujos de Egon Schiele, y creo que como a todos los que los ven por primera vez se impresionan por la fuerza de las imágenes, esté proporcionada o no, completa o incompleta. La precisión de su trazo también fue algo que me impactó, pero sobre todo ver la desnudez fría y esquelética de sus figuras; todas son tristes o melancólicas, es un erotismo desesperanzado y animalesco, pero lleno de humanidad —al contrario de su maestro Gustav Klimt, que es un desnudo feliz, de erotismo gozoso y lleno de carne y pasión.

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Viajando descubro y me descubro

Ana Elda Goldman Serafín

Deseando conocer Grecia, tuve la delicia de hacer una travesía en la quietud pausada de un crucero. La ubicación citadina de mi vida cotidiana me ha colocado siempre a distancia del mar, sus sonidos, aromas y profundidades, por lo cual mis viajes en crucero han sido un gran privilegio. Hasta entonces había viajado siempre por América, y aunque ya había mirado el Mediterráneo, siempre lo había hecho desde una costa europea y con mis ojos puestos en lontananza. Mi viaje a Grecia por crucero era, por lo tanto, una gran novedad, una nueva experiencia en esos territorios marinos.
Los cruceros siempre han sido para mí una opción hospitalaria móvil, donde yo me permito dejarme llevar, cuidar, mecer, tocando tanto las sorpresas que me regalan los lugares por visitar en tierra firme como la despedida cadenciosa de cada uno de ellos. Mi gusto por adentrame en las peculiaridades de cada cada isla griega fue llenándome de satisfacción y regocijo, con una sensación de privilegio enmarcada en ese azul intenso del Mediterráneo. Mi sueño estaba más que cumplido, aunque quedaba un lugar más por visitar —pero no era ya del país que yo había anhelado conocer.
En el siguiente amanecer me encontraba conectada con lo vivido en la travesía de las islas griegas —como cuando el deseo está puesto en seguir saboreando el banquete, y por lo tanto con mucha indiferencia para cualquier otro ofrecimiento— cuando descubro en la distancia el perfil de una ciudad que se me presentaba como un gran misterio. Un excelso perfil definido por cúpulas y minaretes, elegantes alturas, formas y proporciones que apenas alcanzaba a vislumbrar en la distancia, y que me hacían adentrame en una silenciosa meditación observadora. Es así que empecé a descubrir la ciudad de Estambul.
En los momentos en que nuestro barco-casa se encontraba haciendo sus vaivenes en vías de atracar, para que, acto seguido, los pasajeros pudiéramos realizar nuestro entusiasta y apresurado descenso y desembarque, mi emoción crecía al sumarse a mi visión el bullicio de las palabras extrañas del idioma, al unísono de las notas musicales que entraban por mis oídos. Desde esos momentos permanecí estupefacta y en armonía en toda mi estadía, continuando la visita en cada rincón de esa ciudad. Jamás olvidaré esa actitud silente y meditativa con que yo dejaba entrar cada espacio observado y vivido.
Mi silencio y meditación me acompañaron en cada uno de los lugares; llegué a pensar que, si la reencarnación existe, yo había pertenecido de alguna manera a esa ciudad, como si su historia representada en cada monumento, cada calle, cada mezquita y cada vitral, lámpara o mosaico, me hablaran de mí. Porque esa ciudad me hacía conectarme también con un lugar de mí misma que era mi propia casa interior, confortable, llena de vida y en consonancia con una capacidad de aventura, curiosidad y amor por el misterio de la vida.

La antigua Constantinopla, fundada hace tres mil años, capital de los imperios bizantino y otomano, mitad europea y mitad asática, mitad moderna y mitad ancestral, unidas por la naturaleza a tavés del Estrecho del Bósforo, me regalaba la constatación de una interculturalidad que siempre he amado dentro de mí misma.
La magia en la unión de las culturas se hace presente en la geografía de la ciudad, la excelsitud y la decrepitud, la huella del poder y de la decadencia, la confluencia del Már de Mármara y el Mar Negro enmarcando una penísula triangular, donde fue asentada y construida la ciudad de Estambul.
Es una ciudad geográfica y estratégicamente abierta, cuya ubicación, en su época de poderío y dominio, la convirtió en la ruta principal de acceso de la Europa Central a los Antiguos pueblos de Asia Menor, y al Este por la vía de Irán a a Jerusalén, así como era también el paso obligado para las embarcaciones del Báltico rumbo al Mediterráneo.
Dominadora y dominada, invasora e invadida en varias y alternadas etapas históricas, Estambul posee en sus monumentos vestigios de cada período —bizantino, otomano y romano—, o en la moderna presencia de Kemal Ataturk, dirigente del nuevo Estado en el siglo pasado, hasta la posmoderna industrialización y sobrevivencia.
Aparentemente dominada y sojuzgada, surge del ocultamiento y del integrismo musulmán, y los fieles aún en la actualidad atienden cumpliendo diariamente a los cinco llamados del día, que se hacen escuchar, desde los alminares de esos majestuosos minaretes. Abandonan sus labores para cumplir con sus rituales, ya sea para la oración o para el lavado público de sus pies a fin de entrar simbólicamente puros a sus antiguas mezquitas.
Las mezquitas son antiguas y simultánaneamente son actuales, su antigüedad se representa ya sea en la magnificencia de sus cúpulas decoradas, en sus grandes caligrafías, o en las huellas romanas del cristianismo inscritas en la majestuosidad bizantina u otomana de sus construcciones. Multitud de culturas que hacen presente la historia y la misma actualidad, ambas omnipresentes a través de la vida cotidiana de sus habitantes.
Esa historia y religiosidad también es elocuente en sus cementerios, una obra de arte —sea de caligrafía esculpida, filigranas de piedra o diversos turbantes convertidos en escultura— que en cada tumba representa el símbolo y grado de religiosidad y conocimiento de aquellos cuya memoria prevalece a través de su sepultura.
En aparente contraste con la religiosidad, podemos encontrar los palacios de verano o invierno del imperio otomano, actualmente convertidos en lujosos hoteles, o algunos como el Palacio Topkai conservado como museo con sus cuatrocientas habitaciones y varios salones suntuosamente decorados donde vivían los sultanes, mientras que en otras habitaciones semiocultas vivía el harén integrado por un millar de mujeres. Los vestigios y restos de los tesoros del imperio otomano son increíbles: brillantes, esmeraldas, granates y almandinas, vajillas, vestuarios bordados en oro, plata y piedras preciosas. O el hammani, llamado también baño turco, donde cada estadío, cada estancia, regula en sus proporciones, espacios y cúpulas la adecuación de la temperatura y la intensidad del vapor, aderezados con aromas de hierbas y especies, y que en su conjunto se encuentran al servicio del descanso y el placer en esas antiguas losas de mármol, algunas musgosas.


A mí me transportaron esos lugares a un lugar de mi infancia, donde todo eso existía solamente en mis libros de cuentos de Las mil y una noches. Siempre dudando de su existencia real, aunque fuera —al menos igualmente real— una bellísima fantasía. Nunca imaginé su existencia tangible, real para mis sentidos, ni que yo pudiera ir a sus escenarios, caminarlos y observarlos, tratando al menos de animar en mi imaginación a los actores y personajes como seres vivos que ahí habitaban.
Las calles de Estambul tienen una función como centro de actividad: el comercio. Desde los vendedores ambulantes, que ofrecen nieve o aguas de frutas o tés helados, vestidos mágicamente con atuendos de colores vivos y bordados, o el boleador de zapatos igualmente engalanado, todos sabiendo llevar a cuestas su equipo de trabajo, una bella elaboración artesanal realizada en latón brillante, similar al de las pipas de agua donde se va a descansar, fumando y bebiendo café, para luego leer el destino y suerte personal en las figuras y trazos de los sedimentos del café en el fondo de las pequeñas pequeñas tazas. Café y pipas de agua siempre alrededor de una conversación o de la misma actividad comerciante.
Mas además de esos personajes tradicionales se encuentran los comercios formales, como los bazares: desde la majestuosidad del Gran Bazar, con sus miles de laberintos en sus estrechas calles, hasta el Bazar Egipcio, con sus especias, o aquellos callejoncitos de los artesanos en viva y minuciosa producción: calígrafos, pintores, hiladores de lana y bordados, tejidos o tapetes u orfebres, que evocan también la magia de su tradición heredada.
Con certeza, la geografía del lugar y su apertura a los diferentes continentes ha engendrado esa tradición comercial donde el intercambio de productos se vivifica, se perpetúa y se hace permanecer como motivo de legendaria productividad económica.
Esta misma geografía da lugar a una convivencia de sus habitantes que también es mutirracial: la colonía sefardí, asentada desde la antigüedad; la población musulmana, con sus mujeres veladas y vestidas de negro, más la afluencia de armenios, kurdos, rumanos y rusos en busca de fortuna, dan lugar a ese convivio comunitario singular. Sus barrios también dan cuenta de la multietnicidad: algunos de estilo italiano, otros góticos o de influencia islámica, todos hacen presente la diversidad a través del tiempo cotidiano de sus gentes.


Después de mis dos días de estadía en Estambul decidí ir despidiéndome del lugar, mirando el atardecer en el Bósforo, sentada en el lado de la ciudad antigua y dejando de fondo el paisaje moderno de la megalópolis, quizás tratando de estar ubicada en la historia de la antigüedad, y mirando otra dimensión del presente y futuro, a través de lo venidero.
Me habían dicho que cada atardecer tiene colores distintos cada día, y también distintos en cada momento, ninguno igual. Alguien más, queriendo explicar esa magia, me dijo que es debido a la conjugación de muchos factores que provocan esa diversidad de colores, como la concentración de sales y minerales en las aguas, los vientos que pueden variar en intensidad, al igual que las temperaturas, la furia o mansedumbre de las aguas del Mar Negro y el Mar de Mármara que hacen contracorriente con las del Bósforo, y que aun la tensión que se vive en la ciudad tiene otra influencia.
Nuestro barco zarpaba a media noche, de manera que tuve la calma de mantener en mí, siempre viva, esa silenciosa meditación observadora que me había regalado Estambul y que coincidía y coincide todavía con un lugar interior muy mío que cada vez, en el presente, reconozco con mayor profundidad y certidumbre.
Me he mantenido a través de estos años, distantes solamente en el tiempo, desde mi primera visita a Estambul, yendo a esa ciudad a caminar y a vivirla todas las veces que me ha sido posible. Y cuando no me es posible, viajo en mi interior a esa ubicación mía, de actitud silenciosa, de meditación observadora, que gracias a Estambul descubro y redescubro en mi misma.

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El caníbal


"Hay sólo dos temas dignos de ser escritos o leídos: el amor y la muerte: eros y thanatos. Y si las presiones de nuestro tiempo, la pereza o la inercia nos obligaran a ser breves, podríamos conformarnos con uno, el canibalismo: hervor, síntesis, depósito y suma de los otros dos". Es la gravísima sentencia que hace Francisco González Crussí (el de la foto) en su ensayo "Nuestra natural inclinación a depredar", que comentamos hoy en el taller de los miércoles.
Lorena llevó a la mesa una breve anécdota que nos dio pie para que el ensayo lo hiciéramos en la conversación: la semblanza de un médico guatemalteco —a propósito de médicos, por cierto— que bien puede funcionar como un punto de partida para ensayar (ahora sí, por escrito) sobre diversos asuntos que fueron surgiendo. Por su parte, Francisco se aventó a la consideración, el juicio y la remembranza melancólica de una presencia determinante de la juventud ¿perdida? Un buen ensayo que podrá ganar si se decide a abundar en ciertos pasajes por los que acaso pasó demasiado aprisa. Ojalá que en breve colguemos aquí las versiones definitivas.
Sara volvió a quedar apuntada para leer el siguiente miércoles. Javier, Ernesto, Concepción: los echamos de menos. (Por no hablar de Paulo y Jorge, que ¿dónde andarán?).

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Las proposiciones de la ciudad

Al mediodía del sábado 18 de febrero, en la esquina de Simón Bolívar y López Cotilla, esta mujer gritaba (con voz teatral, por lo visto educadísima, y con una claridad en la dicción absolutamente admirable) una encendida diatriba contra una pareja de amantes sorprendida en algún remoto rincón de su memoria. No había público, naturalmente (o no estaba a la vista: ella no parecía dudar de su presencia), y a una cuadra de distancia podía escucharse el pregón de su ira sosegada.


En la segunda imagen, del Edificio Castalia (Av. Juárez, entre Colón y Galeana), consta otra de las proposiciones que la ciudad va haciendo a nuestra imaginación y a nuestra inteligencia. ¿Alguien se anima a prestarles atención en un ensayo?

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