Tratado sobre la Paciencia

Dolores Garnica
Dos kilos de paciencia, por favor
(Tratado sobre la Paciencia, parte 1 de 8’645,326)

Gracia divina. Ese favor recibido del cielo y vista desde una perspectiva un poco más escé-ptica: arma poderosa. El hombre mira al suelo abrazando al bebé, esperando: es la imagen de La Paciencia, una de las virtudes divinas esculpida en el renacimiento italiano, mientras el demonio lo tienta con un pequeño frasco que parece medicina. La paciencia no es amiga de la ciencia: primera impresión.
Supe de mi impaciencia desde pequeña, cuando mi madre me gritó: “¡Qué impaciente eres!”, pero lo comprobé cuando la frase se repetía desde los labios de mis profesores, familiares alternos, amigos y un mesero hace años ante mi desesperación-casi llanto al ver que no llegaban mis dos kilogramos de pescado zarandeado en término medio. Soy tan impaciente que ya quiero poner punto final a este ensayo, pero me faltan algunas partes.
    “Es la aptitud de los homínidos para soportar cualquier contratiempo o dificultad”, según Wikipedia. Entonces el que no soporta las dificultades no es paciente, pero sí lo es el que sufre y no hace nada. O si sufre, reniega y no mueve un dedo. O si sufre, reniega, no mueve un dedo y además responde “Bien, estoy bien, ¿y tú?” a quien le pregunta afuera del baño de una cantina a las tres de la mañana después de vomitar tres veces y lloriquear sost-enido por el retrete.
    Un sujeto paciente soporta los contratiempos, resiste valerosamente el alfiler encajado en un brazo al estrenar una camisa, se va a la oficina con él, come con su esposa y hasta observa el futbol por la noche con la ya intensa molestia en la extremidad hasta que por la noche, al ponerse la pijama, el dolor baja un poco. El paciente es tan valeroso que hasta piensa en ponerse la misma camisa al siguiente día porque el color le queda bien y aguanta el tétanos siguiente y no teme a ninguna amputación y gangrena porque vive en virtud divina, aunque sepa que su sacrificio lo hará santo pero nunca héroe: “La paciencia carece de heroísmo”, sentenció Leopardi, frase que incluye inacción en incendios con bebés ardiendo en las entrañas de un edificio de departamentos, hienas hambrientas en plena cacería en Kenia y atragantamientos con huesos de pollo, es decir, Ricardo I de Inglaterra era, además de sabio y excelente estratega, paciente. Murió con todo el orgullo que la paciencia puede darle a un rey color azul intenso.
    Soy impaciente pero estoy, parafraseando a mi ex terapeuta, “trabajando” en ese círculo sin cerrar. Ya perdí varios improvisados, imprevistos y sorprendentes primeros besos; incalculables horas de sueño y tranquilidades laborales. Mi impaciencia es la culpable de mi aversión por las secretarias, los personajes tras cualquier ventanilla y los meseros, afección que quizá cuarteó mi vocación para comer yogurt light con granola todo el día, tortas de jamón con queso amarillo y uno que otro escupitajo al plato de un cliente impaciente.

Aguantaré
(Tratado sobre la Paciencia, parte 2 de 8’645,326)

Mi primera auto-terapia fue imprevista. Consistió en la visita a la sala de emergencias de la Cruz Verde con una mancha en la pierna que ardía como fuego vivo debido al piquete de chinche. Después de dos horas me pasaron a la sala de recuperación para inyectarme un antídoto y esperar otro tiempo para no marearme por sus efectos secundarios.
    Pasó algún tiempo y me embarqué en una relación apasionada con un indeciso. Así que practicaba dejándolo elegir a dónde ir a comer o si nos veríamos el siguiente sábado.
    La terapia contra la impaciencia debe consistir en largos ratos de espera. Nada en términos medios ni “un ratito nomás”. Debe presumir de radicalismo. No existen alternativas de diez pasos como en el alcoholismo, ni pastillas o ingresos forzados a una clínica mental para su cura. El impaciente desesperado por encontrar una solución a su condición infernal, literalmente, deberá buscar pacientemente alternativas y tratamientos, incluyendo la auto terapia. La impaciencia es tan singular como cada individuo debido a sus connotaciones, consecuencias y detonadores. Los impacientes con las secretarias se encuentran en el nivel más bajo debido a la demanda del defecto, pero los impacientes, por ejemplo, en una Karnes Garibaldi o un AutoMac, comparten el noveno círculo con los impacientes obtusos, los que todavía se atreven a renegar en la fila del banco o al entregar una nota a un editor de El Informador esperando que salga completa y en una sola página, acomodados junto a los últimos huesos de Judas que al diablo le falta masticar.
    Justo en medio de esta clasificación, se encuentran los impacientes funcionales, a-quellos que llegan con esperanza de buenos tratos en un restaurante o en una fila de Hacienda, compartiendo espacio con los impacientes desafortunados, a los que normalmente, cuando llegan a la caja de un supermercado, sufren las consecuencias de un corte de caja o una devolución. Existimos impacientes que transitamos en todos los círculos en pijama y con un alfiler clavado en el brazo.
    Mi última terapia consistió en literatura. Tomé Moby Dick y esperé 750 páginas para que una ballena, que ni era blanca, volcara el bote de un capitán impaciente. Si fuera marinera, las caza de ballenas fuera legal y me faltara una pierna, hubiera sido un presagio, pero después del clásico que terminó deshojado me decidí por una novedosa novela francesa de mil páginas. Ya llevo dos décimas leídas. Y me sé el final de memoria.
    El paciente, esperando acrecentar su paciencia, debe resolver su terapia en el lapso calculado. Ni un día menos, y si se pueden más días, mejor. Su maniobra debe ser dolorosa para que rinda frutos celestiales y debe calificar sus resultados, obligatoriamente, una secr-etaria bilingüe mientras devora un biónico —sin piña porque escalda. Pepita González, el primer caso registrado de auto-terapia contra la impaciencia, murió en una Cruz Verde el 15 de agosto de 1932 por un piquete de chinche en una pierna mientras esperaba el antídoto.

Leído en la tercera lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 27 de junio de 2008.

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La profunda geografía de la lectura

Ninah Basich
Verba volant scripta manent
Hay personas cuyo aspecto general está determinado por ciertos rasgos: el arco de la ceja, el color de la mirada, el largo del cabello, la línea de los labios, la complexión o la constitución.
    Habitar el cuerpo. Es lo que expresaba la voz de la guía mientras estábamos acostados, en espera de sus instrucciones, en el taller de bioenergética. Era, según recuerdo, la primera lección para conseguir mayor efectividad en las posiciones de yoga —los asanas—, y que la meditación, que venía a continuación, fuera más provechosa. En las primeras sesiones cualquier distracción me apartaba de aquel objetivo: morar en el cuerpo, recorrerlo con la mente y percibir la textura, el calor, la metamorfosis, la dureza, el dolor y el placer. Después de unas semanas logré hacerlo, no sin cierta concentración, pero para sorpresa mía el cuerpo no era lo que yo pensaba: mi organismo tenía una geografía bastante peculiar que, una vez dentro de ella, me era muy difícil eludir.
La inagotable belleza en los caprichos del lenguaje, los panoramas, los paisajes interiores y la armonía dentro de esa exuberante convivencia. Me detenía en la contemplación, vagaba por lugares fantásticos concebidos por una imaginación igual de sorprendente, corría con el descubrimiento en la punta de los dedos y, con pasos más ligeros que un corazón afortunado, pasaba de un lugar a otro casi siempre esbozando una sonrisa. Y de pronto, la revelación: así que esto era lo que sucedía cuando era niña.
    Recuerdo tardes en que me llamaban a comer y me veía obligada a salir de algún lugar remoto para escuchar qué decían. Subía los treinta y nueve escalones para abandonar la mazmorra en la isla de If, o volvía de alguna isla misteriosa, o interrumpía la batalla, con mi espada por un lado, para asomarme y ver que allá, a lo lejos, me llamaban a comer. En varias ocasiones no era una proeza sencilla, la selva tropical se apoderaba de mis piernas, me tomaba prisionera, y no sin gran esfuerzo conseguía desprenderme de aquella maleza para llegar hasta el comedor a tiempo. No siempre lo logré.
    Había también otros momentos en las lecturas cuando las palabras se llenaban de inquietud; entonces cerraba un poco el libro mientras una cascada de preguntas y reconciliaciones bajaba dentro de mí, confortándome; siempre conservaba un dedo dentro de sus páginas para no soltar el aliento, la complicidad, o para mantenerlo húmedo en la fluida agua de sus líneas.
    Si acaso la tristeza anudaba las palabras o la angustia se abatía sobre la lectura, recargaba el libro sobre mi pecho con sus páginas abiertas para consolarnos mutuamente en un abrazo; lo sostenía así por un instante largo. Hubo tardes en que mis lágrimas caían sobre su espalda con los sollozos sacudiendo nuestro abrazo, tras lo cual, al sentarme en el comedor me era imposible pasar bocado.
    También la alegría y el gozo eran frecuentes. Con una sonrisa irrebatible bailaba con la lectura sobre mi cabeza, con el deseo de besar a todos, no sólo su portada, y que el mundo supiera que dentro de las líneas, con palabras subrayadas, alguien era dichoso.
De las lecturas se puede esperar cualquier cosa. Van conquistando terreno dentro de nuestro cuerpo hasta que se apoderan de nosotros. De esta manera es posible mirar su profunda geografía. Por eso se han manifestado con desmesurada generosidad lugares extraordinarios, plenos de belleza, de fantasía, de elocuencia en graciosa y perenne continuidad en mi interior.
    La ligereza del terreno es propicia. De qué otro modo puedo explicarme la variedad de climas, estaciones, escenarios y parajes. La prodigiosa naturaleza del lenguaje ha dejado su rastro en cada parte de mi cuerpo. Selvas, lagunas, montañas, valles, cielos, declives, universos, ciudades y pueblos. Praderas en las que el sol se pone con arrebato en una tarde lluviosa. Páramos donde los sentimientos se estrellan contra el aire. Lugares donde el sueño no va a posarse jamás. Oscuridades a las que la luna teme acudir. Ciudades incendiadas. Simas con cadáveres en sus atuendos de héroes. Barrios sucios, malolientes y terribles por los que se pasa de lado con el terror apretándose a nuestra espalda. Parajes de locura e insomnio. Castillos, catedrales, catacumbas. Puentes que van de lo real a lo fantástico.
    En medio del desierto, en la espalda, un fuerte ondea la bandera azul. Por mi brazo derecho patinan fiordos con la poesía de las sirenas entre sus olas. En la rodilla izquierda, un planeta solitario colisiona con dos mundos desconocidos. La selva es una maraña exuberante en la pierna derecha y ya se extiende hasta el pie. En algún lugar, que ahora no recuerdo, giran molinos de viento: creo que son gigantes. El mar es caprichoso: tan pronto se encuentra en el estómago como en las manos, o se agita en el pecho, y sobre él, fragatas, bergantines, barcazas y naufragios. Islas de olvido y de esperanza. Mazmorras, cárceles, prisiones, fortalezas. Ruinas desmoronándose cerca del tobillo. El castillo de Moulinsart está detrás de la segunda costilla. También hay lugares que no logro precisar con claridad, difusos, inestables, donde el pensamiento se enturbia formando una neblina dulce, y que al parecer desaparecen a simple vista. En el talón yacen bajo un cielo estrellado los restos de una ciudad industrial. Tengo un torbellino filosófico en el laberinto del oído, que no encuentra aún la salida. Entre el primero y el segundo latidos hay un desierto donde ha aterrizado una avioneta averiada. Últimamente un árbol rojo insiste en florecer en medio de mi corazón, a un lado de la casa, que gracias a un trabajo bien hecho, ha cambiado el color de su techo —quitándolo—, y ahora luce un hermoso y claro azul cielo.
    Casas cuyas ventanas dan al norte y las mujeres lloran porque nadie regresa por el camino. Casas con las ventanas cerradas para esconder inconfesables pecados. Casas donde la tranquilidad está en un plato de arroz. Casas abiertas, con las historias de la familia ventilándose al viento. Casas de cristal, que parecen palacios. Casas de nogal con muñecos como personas. Casas de citas clandestinas. Casas en ciudades invisibles.
    Lo más increíble en esta geografía son sus habitantes. Personajes que se mueven como por su casa. Que mantienen las cosas en su sitio —a veces no tanto. Que nunca están silenciosos. Para quienes la vida es un sueño o una aventura, aunque en ocasiones sea desafortunada. Muchos han muerto. Cuando los recuerdo, las lágrimas vuelven a mojar su espalda. Por eso el cementerio de esta geografía siempre está lleno de flores.
En este preciso momento me doy cuenta de que no poseo una cartografía. No hay mapa del terreno, no hay indicadores ni señales; a veces creo que aquí tampoco existe eso de la propiedad privada. Reconozco que sería un desperdicio de tiempo intentar hacer algún trazo que sirva de orientación. La geografía de la lectura cambia constantemente. Se edifica sobre lo ya construido, se descubren nuevos rincones, se mueven los mares... Hay una especie de mudanza circunstancial que no deseo impedir, mucho menos controlar. Acabaría con las sorpresas, con los recuerdos y con su agradable singularidad. Estoy segura de que quedan todavía lugares intactos en espera de su propia lectura para expandirse.
Me gusta pensar que nuestros rasgos y nuestro cuerpo se transforman como consecuencia de esa maravillosa geografía, y que algún día seremos capaces de percibir sobre la superficie lo que habita en el interior. Tal vez sin darnos cuenta ya sucede. Tengo un amigo que, cuando habla, se permea sobre su pecho una campiña inglesa siempre verde. En otro sus ojos se elevan como cúpulas barrocas, y desde su tórax a sus brazos hay catedrales y torreones.
    No dudo de que los que desaparecen para el mundo sean los que se adentran más de la cuenta en esos paisajes —su escape de la realidad— y, una vez dentro, deciden vivir ahí para siempre. Son los que hablan incoherencias, describen lugares o sucesos que nunca han conocido, y de los que nadie es capaz de comprender qué les acontece. En algún momento de la vida esto puede contemplarse como la gran posibilidad.
Debo confesar que hay muchas lecturas a las que no volveré porque se han sellado los lugares con los tres sellos infinitos: la imagen, el sentimiento y la palabra. Así permanecen, con la respiración serena de quien ha vivido en el borde de una plenitud inesperada, como la marca de un beso atrevido en la mejilla. De alguna forma siempre quedan las lecturas asombrosas, donde la cosecha se recoge año con año en un trigal que rodea el corazón.
Leído en la segunda lectura de la serie «Práctica de vuelo», 
en la Joseluisa, el viernes 20 de junio de 2008.
 

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