Sobre los animales


Ernesto Briseño Pimentel



Para Cecilia


El narval paréceme un animal maravilloso: un pequeño cetáceo moteado con un largo cuerno retorcido en la frente. Creo recordar una ilustración que vi cuando era niño que mostraba un narval con piel amarilla y motas negras, como piel de tigre, pero fotos que he visto posteriormente muestran que son grises con motas más oscuras, lo que ha desvaído un poco el sentimiento de maravilla, pero sólo un poco, menos aún: un poquito. Se cree que fueron cuernos de narval, encontrados en algunas playas, los que, en la Antigüedad, dieron pie a la creencia en los unicornios. Los biólogos modernos sabían que este cuerno es, en realidad, un colmillo, es decir, un diente. Se preguntaban cuál era la función de esta adaptación, pues saben que aunque los cambios biológicos surgen al azar no se conservan si no tienen algún sentido biológico. “Para romper el hielo incipiente que se forma en los agujeros por lo que respiran” —pues estos animales viven en el Ártico—, decían unos. “Para luchar por las hembras”, afirmaban otros. Hipótesis de sentido común, que aunque fuera el más común de los sentidos será siempre insuficiente, incluso en los biólogos.
El último número de Scientific American (marzo, 2006) reporta que un grupo de investigadores de la Universidad de Harvard y el Instituto Smithsoniano han examinado con microscopio electrónico el cuerno del narval y han descubierto que diez millones de nervios corren de su superficie hacia su núcleo y transmiten información sobre temperatura, presión, salinidad, además de detectar micro partículas procedentes de las presas de los narvales. ¡Vaya diente!
La filosofía, séame permitido decirlo, y me gusta decirlo, es mi pasión. Será porque estoy convencido de que, dicho con las palabras de Nietzsche, “las más grandes ideas son los más grandes acontecimientos” y de que las más grandes ideas son filosóficas, aunque también sean filosóficos los más grandes desatinos —por supuesto, ambas posibilidades están estrechamente vinculadas, de modo tal que incluso algunas de las más grandes ideas constituyen algunos de los más grandes desatinos. Sin embargo, a pesar de esa pasión, en los últimos años a menudo me he sorprendido enfrascado en cuestiones biológicas e ideando diferentes hipótesis para explicar algunos fenómenos biológicos. No tengo competencia alguna para hablar de mecanismos biológicos, a pesar de que llevo un par de años estudiando con cierta asiduidad el más voluminoso tratado de biología asequible en castellano, la esplendorosa Biología de Curtis y Barnes, pero algunas ideas suelen ocurrírseme sobre el comportamiento animal. No creo, con todo, haberme equivocado de vocación —si no es que más bien la vocación te elige. Sin embargo, si volviera a nacer, esa vez me volvería, sin dudarlo un momento, biólogo.
También me interesan los fenómenos astronómicos y microfísicos. Más aún: me fascinan. Y quiero comprenderlos. De hecho, los comprendo mejor que muchas otras cosas. Pero cuando pienso a fondo mis motivaciones para conocer y explicarme estas realidades, me percato de que no hay aquí sino una motivación de corte estrictamente estético. Pues en estos casos es la apariencia del fenómeno y el orden de su estructura lo que acapara mi atención. Dicho sucintamente: quiero conocer estas realidades por lo que en ellas hay de hermoso. Sin embargo, con la vida es diferente.
Por supuesto, también los seres vivos me maravillan desde el punto de vista estético. Como cualquiera me detendría con delectación a enumerar las plantas y animales cuya belleza considero arrobadora. Mas no es esto lo esencial, al menos en relación con los animales. Lo que me atrae de ellos es lo mismo que me atrae del teatro, tal como lo caracteriza en lo esencial Aristóteles en la Poética, es decir, el drama, la acción y las emociones vinculadas con la acción.
Tengo a orgullo ser el único que hace muchos años, cuando mi dilecto maestro, el Dr. Fernando Leal, preguntó por qué las plantas carecían de órganos sensoriales, acertó al decir, imaginando un geranio que veía acercarse una cabra hambrienta, que sería una crueldad tener ojos y carecer de piernas. Pues, efectivamente, sentidos y órganos de locomoción van aparejados; biológicamente no tienen el menor sentido los unos sin los otros: no necesitas orientarte en el espacio si no te puedes desplazar en él.
Y aquí, en esta conjunción de la sensación y el movimiento, nos encontramos ya en las inmediaciones del drama. La necesidad y la sensación, la capacidad de afectar y ser afectado, el necesitar del otro para vivir: de aquí surgen la necesidad del vínculo, la posibilidad del vínculo y de su rotura, del la convivencia y del conflicto, de la lealtad y de la traición, de la compañía y de la soledad, de la virtud y del vicio, en suma, de las fuerzas primordiales del mundo según Empédocles, Eris y Eros, el odio y el amor. Paréceme que en general los animales no solo viven sus vidas, sino que se las juegan. Por esta razón, creo que podemos hacer de la vida de cualquier animal, sin traicionar su naturaleza, una historia, un relato dramático. Los animales viven vidas individuales. Ahora podemos notar esto con facilidad gracias a los documentales sobre la vida salvaje.
Durante algún tiempo me pregunté, al escuchar algunos relatos de estos documentales, sin no se incurría en una inapropiada antropomorfización de los animales filmados. Después de meditarlo un tiempo, adopté como principio rector un consejo de sentido común, en esta ocasión suficiente: Se ve como pato, camina como pato, grazna como pato; luego, es pato. Veamos sólo un par de ejemplos.
Un grupo de leonas avanza desplegándose a través de la maleza para rodear a varios búfalos que pastan, y cuando ya han ocupado posiciones alrededor de éstos, los atacan. Leonas, sí, pero no taradas. Hay aquí jerarquía, organización y sentido estratégico.
El año pasado disfruté enormemente de una serie documental producida por la BBC llamada El reino del suricato. Durante diez años un equipo filmó cotidianamente a una familia de suricatos que habitan en el desierto del Kalahari. El resultado fue una novela familiar no menos rica y compleja que la historia de los Budenbrook contada a principios del siglo pasado por el ilustre Thomas Mann. Hay también el paterfamilia responsable y bien compuesto, una hija rebelde, el holgazán manirroto y seductor. Y junto a éstos más: la madre prolífica y celosa de sus hijas, el hijo abnegado que dará la vida por sus hermanos pequeños, el irresponsable, el traidor, la madre soltera y exiliada. Y ninguno es, con todo y cola,, más largo que nuestro antebrazo.
No tengo duda de que muchos animales tienen una vida propia y una personalidad singular, y que esta personalidad no es sólo la expresión de un gen sino el producto de una historia. Habrá muchos que son un “don nadie”, pero, digo, eso pasa también con nosotros. Y, sin embargo, no creo que nadie viva una vida tan estereotipada que no deje en ella su propia marca. El que tienen inteligencia y sentimientos es cosa que doy por sentado y es necesario mencionarlo es sólo porque a muchas personas tal atribución les parece inconcebible, que es lo que a mí me parece inconcebible, por lo cual he tratado de explicármelo.
Hace unos diez años escuché con estupor al Dr. Edmundo Ponce Adame, decano de la Universidad de Guadalajara y una de sus más preciadas joyas por aquel entonces, que decía, a sus ochenta y tantos años de edad, haber descubierto —a propósito del duelo que experimentaba una gata por la muerte de su dueña, madre del doctor— que los animales tenían sentimientos. Recuerdo haber pensado: “¿En qué mundo ha vivido este hombre? ¿Nadie le regalo un perro de niño?”.
Por esas mismas fechas adopté a mi segundo perro o, quizá sea más correcto decir, él me adoptó. Una mañana en que daba clase de fenomenología en la maestría de filosofía, un pequeño perro marrón con aspecto de zorro, después de retozar por el jardín aledaño y de haber curioseado un rato junto a la puerta, entró al aula y se echó a unos pasos de mí. “¿Te interesa la filosofía, pequeño?”, pensé. Al terminar la sesión pregunté a Moy, que atiende la cafetería, y a don Poncho, cuyo puesto está en la entrada del centro universitario, si sabían de quién era ese perro. De las respuestas deduje que ese perro ya era mío. O yo de él. En cuanto llegamos a la casa correteó por todas partes, se subió en todos los sillones y, finalmente, se echó en el más cómodo, mi favorito, en el cuarto de la televisión, a esperarme. Pregunto: ¿puede dudarse de que este perro es sumamente inteligente? A un tipo tan vital, chispeante e intelectualmente inquieto no podía menos que bautizarlo como lo bauticé: Voltaire.
Cuando pienso por qué a tanta gente le es tan difícil aceptar que los animales tienen conciencia, actúan racionalmente y tienen emociones, creo que la respuesta es que aún vivimos en una era muy cartesiana. Pues para Descartes, como es bien sabido, los animales son mecanismos, justo como los relojes de antaño —es decir, de cuerda. Pero esta respuesta contiene sólo parte de la verdad. Valedera principalmente para la parte más intelectualizada de la población —como el Dr. Adame. La otra parte tiene que ver con el hecho de que vivimos en una cultura cristiana. La creencia de que el hombre es hijo de Dios, y no una creatura surgida de la naturaleza, ha llevado a muchos a pensar que nuestras diferencias con respecto a los demás animales —con respecto a los animales, dirían ellos— son abismales. En última instancia, llegan a pensar que nada hay en común entre un animal mortal y un espíritu finito pero inmortal —el nuestro. Pero ninguna ontología es más falsa, para mi gusto o, mejor dicho, a mi juicio, pues estas cuestiones deben ser de juicio riguroso, no de gusto, que la cristiana. Pero, como nos ha enseñado ampliamente Nietzsche, la falsedad no es una objeción contra una idea y hasta podría ser una condición de su valor, por la sencilla razón de que la cantidad de verdad que pueden soportar la mayoría de las personas es mínima.
Las diferencias son grandes, por supuesto. Pero son entendidas falazmente. Así, por ejemplo, el hecho de que nosotros pensamos con palabras, lleva a muchos a concluir que, puesto que los animales no tienen lenguaje, no piensan. Claro, una vez que hemos aprendido a pensar con palabras, y habida cuenta de lo pequeños e inmaduros que somos antes de aprender a hablar, no podemos concebir, ya adultos, cómo sea eso de pensar sin lenguaje. A esto se agrega una segunda falacia: del hecho de que no tienen un lenguaje como el nuestro, se infiere que no tienen lenguaje en absoluto. Pero —siguiendo el principio de si como pato, entonces pato— si hay coordinación de acciones, si hay jerarquías, si hay reglas, entonces hay comunicación y hay lenguaje. Y encontramos todo esto en una gran cantidad de artrópodos, principalmente los insectos sociales, y cordados, principalmente aves y mamíferos. Actualmente sabemos que utilizan diversas formas de comunicación: comunicación química, visual, táctil, ultrasónica. Posibilidades de las que, en algunos casos, poco sabemos, pues aunque no estemos exentos de algunas de ellas —se ha encontrado que el olor tiene un papel importante en la elección de pareja— trabajan por debajo del umbral de la conciencia.
Muchas de nuestras características han sido preparadas y desarrolladas a lo largo del periplo evolutivo que llega hasta nosotros. Más aún, con respecto a cada ser vivo que encontremos podemos tener la seguridad de que hay, en algún punto de la línea del tiempo, un ancestro común a él y a nosotros. Aunque a muchos les suena absurdo, es verdad que en sentido estricto todos los seres vivos somos, en algún grado, parientes. Esta idea me deslumbra y reconforta. Cuando medito en ella a fondo para captar todo su significado, me percató de que constituye para mí la única forma de religiosidad posible y aceptable, pues está basada en hechos incontrovertibles y no en deseos ni ficciones.
Me gustan las historias personales. Cualquier historia personal. Tiendo a creer que bien narrada, ninguna deja de ser interesante. Hace muchos años, veinte aproximadamente, cuando era muy marxista y la idea de enajenación me parecía plenamente vigente, sentía que de las personas que vivían enajenadas no valía la pena ocuparse: conducidas por los demás, sin pensamientos propios, con emociones triviales y estereotipadas, casi sin conciencia. Podemos convenir en que, para su desgracia, hay personas así. Pero eso ya no me induce al desprecio. Pues ahora sé que todas viven y que vivir es búsqueda y lucha. Sí, a nuestro alrededor se libran cada día cientos de batallas, muchas de ellas calladamente. Algunas son notorias; de otras sólo nos llega un leve rumor del fragor que lo origina. Y aunque creyéramos que en nuestro interior todo es cielo sereno, si afinamos el oído nunca dejaremos de escuchar el nuestro, ese rumor o incluso el fragor mismo. Ahora esas batallas, cada una, me emocionan, tanto si culminan en resonantes victorias como en grises, sordas, lastimeras derrotas. Hoy en cualquier persona puedo encontrar una palabra inquisitiva, una emoción auténtica, un impulso de lucha, aunque sea uno solo, alguna vez. Por eso me interesan todas las historias del mundo. Se entenderá que yo incluyo en éstas las historias de los animales.
Podríamos preguntarnos si estas historias merecen ser contadas por sí mismas. No como fábulas. No como alegorías. Sólo para conocer una vida. Por esta sola motivación yo las leería. Hay una que —a pesar de carecer de dotes de narrador— quiero contar porque la conozco y me toca de cerca. Perdóneseme el hacerlo con tan poco arte.
Hace un par de meses, Cecilia encontró en el parque cercano a su casa, a una pequeña french poodle, de pelaje grisáceo, que andaba de aquí para allá arrastrando los cuartos traseros, muy probablemente abandonada. Advirtió que tenía hambre y sed y la tomó en brazos para llevarla a su casa. Un par de señoras que vivían frente al parque hicieron gestos de aprobación, pero ninguna había hecho nada por el can. Cuando llegó conmigo y me contó de su hallazgo, la urgí para que lleváramos a la perrita con un veterinario para ver si había algo que se pudiera hacer. El veterinario dijo que había padecido moquillo o había sido atropellada, por lo que tenía las patas secas, y que el daño era irreversible. Cecilia me comentó que ya sabía eso pero no había querido decírmelo. Pregunto si habría alguna institución que se pudiera hacer cargo del animalito para cuidarlo o colocarlo. El veterinario le dijo que, por regla general, a un animal en esa condición lo “dormían”, que es lo que él haría. Cecilia no quiso saber más y optó por llevársela a casa.
Athziri, que adora a los perros, estaba encantada. Itza, como yo, sentía una extraña opresión que le resultaba difícil de sobrellevar al ver a la perrita arrastrándose. Cecilia le puso como nombre Morusa. Chispireto –ridículo nombre del que los niños se mofan cuando Cecilia lo llama durante los paseos por el parque-, uno de los dos poodle que ya tenía, el otro es Chispireta, su madre, le echó el ojo y, aunque tullida, no le hizo el feo, la enamoró y luego… la favoreció. En estas andanzas, Morusa comenzó a levantar los cuartos traseros y poco a poco comenzó a moverlos y a caminar. Hoy, con seis cachorros en el vientre, parece, más que perrita, una de esas clásicas alcancías con forma de cerdita y deambula por todas partes siguiendo a su ama y cuando ésta la levanta como si fuera un niño y le canta una de sus raras canciones que tanto a las niñas como a mí nos divierten a la vez que nos sacan de quicio observa cómo el corazón de Morusa se pone a latir aceleradamente. Le digo entonces: Chispo será su viejo, pero esa perrita está enamorada de ti.
La historia de Morusa me hizo caer en la cuenta de que la vida de muchos animales suele parecernos fácilmente prescindible. Sucede como si sólo los seres humanos existiesen para nosotros. Y aun de éstos, para la mayoría, sólo unos pocos. Celebro que Cecilia haya acogido a esa pequeña perra, salvándola, no creo exagerar, del hambre, la soledad y la muerte. Este tipo de gestos suyos es una de las cosas que me hacen quererla perdidamente. En unos días Morusa será madre, cumpliendo uno de los destinos de su mamífera vida. Y estoy seguro que no es menor el sentido que para ella tiene procrear que el que sentido que tiene para una madre humana. Me parece que esta perrita tiene todo el derecho a vivir una vida, en lugar de quitársela solamente porque estuviera baldada.
Si llegáramos a pensar de forma generalizada que todo animal tiene este derecho, entonces la crianza industrializada de cientos de millones de pollos, cerdos y vacunos que nacen para producir carne, leche, huevos y otros productos para nuestro consumo, nos parecería un hecho absolutamente aterrador. Personalmente, creo que lo es. Quizás la cantidad de sufrimiento que así inflingimos va más allá del alcance de nuestras capacidades de empatía e imaginación. Si pudiésemos intuirla probablemente nos desmoronaríamos. En cualquier caso, no parecemos advertir la magnitud de los daños que estamos provocando. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?
Durante muchos miles de años, el mundo fue un misterio para nosotros. Poco a poco despejamos ese misterio. Y las fuerzas que adquirimos al despejarlo las usamos para crear un mundo cuyas consecuencias no supimos prever. Ahora este mundo se nos enfrenta y nuestra tarea es comprenderlo y aprender a manejarlo. Los delfines son tan inteligentes como nosotros, pero viven en un medio tan rico que utilizaron su inteligencia para sintonizar con él y disfrutarlo. Nosotros, por el contrario, vivimos en un medio mucho más pobre y hostil, del que tuvimos que defendernos y aprender a dominarlo. Frente a la idea de un progreso ilimitado tenemos que revalorar las virtudes en una vida limitada, en número, capacidades y goces, que no trastoque los delicados equilibrios del mundo. Y, habiendo adquirido la capacidad de trastocarlos, ésta constituiría una nueva forma de generosidad que nos realzaría como especie. Juzgo ésta una bella posibilidad.
Pero, pase lo que pase con nosotros, pienso que la vida continuará. Ya en dos ocasiones han chocado contra la tierra asteroides que ocasionaron la desaparición en poco tiempo del setenta o hasta el noventa por ciento de la vida en el planeta, sólo para que después de unos cientos de miles de años estuviera de nuevo densamente poblado de magníficas e inéditas especies de vegetales y animales. Todo terminará completamente sólo cuando el sol se trasforme en supernova, si ninguna especie terráquea logra llevar la vida a otras estrellas.
Somos un experimento, tan sólo otro ensayo de la vida, quizás el más promisorio y fallido a la vez, en un mundo en el que la vida ha ensayado millones de millones de veces. Quizás somos un error y tal vez un día nos percatemos de ello, el día de nuestra extinción, y bien podría suceder que el momento de la aceptación de esa condición de ser un error que la naturaleza procede a corregir, sea —frente a todos los momentos que consideramos de mayor gloria— nuestro momento de mayor grandeza. El que seamos dicho error o, por el contrario, un gran acierto, depende de nuestros errores y nuestros aciertos. El hecho es que en nosotros, al conocer su historia y sus mecanismos, la vida se vuelve consciente de todas sus posibilidades. Acaso sucede simplemente que ella misma no puede tanto. En lo personal, tiendo a creer que somos un error, pero entonces viene a mi mente un antaño conocido dicho gramsciano: pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad, otra forma de la apuesta pascaliana.
Me percato ahora de que quizá la idea de un espíritu puro no es accidental, sino una ficción necesaria que pretende sellar la voluntad de trascendencia de la vida, su ansia de trascendencia con respecto a la muerte. Pero ésta fue, sin embargo, una de sus más afortunadas creaciones. Sexo y muerte son dos caras de la misma moneda. Cuando surgió el mecanismo de la reproducción sexual originalmente los padres no morían. La muerte apareció como un mecanismo para aliviar la sobrecarga poblacional que al sumar las nuevas generaciones a las anteriores provocaba el colapso de los correspondientes nichos ecológicos.
Porque toda vida ha de morir requiere de cuidado. Y la falta de cuidado se paga muy cara. Tal vez no hay maldad ni nunca la hubo, sino sólo ansía de vivir. Sólo nuestra ignorancia de la naturaleza de la vida nos ha impedido entenderlo. El predador vive vida de predador y no hay maldad en él. Y quizá en el peor asesino humano no haya sino una desesperada ansia de vivir y algo que murió irremisiblemente. Pero, como escribiera tiernamente Cesar Vallejo, “ellos murieron siempre de vida.”
Al final de cuentas, será por eso que no quiero morir sin entender aquello que constituye mi esencia: la vida.

| 0 comentarios »