Joseph Brodsky en Venecia


Habrá que aprender ruso. O no, no por ahora. Por ahora hay que limitarse a escuchar: la cadencia de esa voz que deambula por la ciudad amada, su ira sosegada, luego el suave declive hacia la decepción o hacia el agua, luego otra vez su ascenso: ¿qué es lo que exalta? Los pasos de esa figura de hombros abatidos por la penumbra que el invierno pone en las calles. Las estatuas de ojos ciegos, los leones y su mudo rugido, la calidad de sueño o presentimiento que imponen esa voz y esa mirada entre luminosa y desconcertada.
Habrá que aprender ruso alguna vez.

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W. G. Sebald: «Escribir es como el trabajo del sastre»


A propósito de la lectura de un pasaje de Austerlitz en el grupo de los viernes a las 19:00, algo para conocer un poco más del autor alemán:

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El mejor apátrida

Porque fue muy breve el vistazo que echamos a las Prosas apátridas del peruano Julio Ramón Ribeyro, aquí están completas, para quien se haya quedado con ganas de más. Gracias por el hallazgo a Paty Bazaldúa, del grupo de los viernes a las 19:00. Click aquí para descargar el libro íntegro.

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La casa de Jean Cocteau




Convendrá aprovechar lo que queda de vacaciones para ir a visitar la casa de Jean Cocteau. Y también para echar un vistazo a este ensayo suyo, que había quedado pendiente que leyéramos en el grupo de los viernes a las 19:00: es «De mi estilo», y, como los otros que conocimos, está incluido en el libro De la dificultad de ser. Pasen a descargarlo por aquí.

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Los mejores momentos

Éste es el ensayo del que hablábamos el viernes 26 de febrero, en el grupo de las 19:00 horas, y que recordó Mauricio Vaca a propósito de lo que sucede cuando el ensayista debe hacerse cargo de algo que le incumbe muy profundamente Ojo: conviene hacer la lectura con la canción de Bob Dylan como fondo: para ello, hay que hacer click aquí:



Mercedes Aceves Zúñiga

Y en mi garganta, donde se pone la risa,
O la palabra o el té caliente,
Cada vez la nieve resuena más precisa,
Y como tu explorador, negrea un «adiós».

Joseph Brodsky


Terminaba agosto y empezaba otro mes con la semana. La mañana, recién bañada por la lluvia, hasta entonces sólo me había traído tiernos recuerdos en cada gota. Y ese día hermoseaba con la plácida conversación que mi madre y yo manteníamos en mi recámara, hasta donde cruzaba el ruido tímido de la lavadora, con la voz de Bob Dylan cantando «Knockin’ on Heaven’s Door», que nos impedía escuchar y pronunciar palabras no dichas. La canción hablaba y nosotras no escuchamos su advertencia ni el sonido de una bala que estalló enmudecida para nuestros oídos, apenas a dos metros de distancia. Si ahora me preguntan de qué hablaba esa mañana con mi madre, no sabría responder. Antes digo que fue plácida, porque la imagen rescatada es la de una jovencita que quizás coincide con su madre a pesar de las edades, pues sonríen concentradas en ese instante único en sus vidas, que se fue sin saber lo que nos dijimos, lo que nos hizo felices hasta la risa espontánea y provocó la cercanía premonitoria de un abrazo no dado: lo que yo pensaba de ella y ella de mí: lo que nos necesitábamos y nos queríamos, lo poco o mucho que la comprendía con sólo quince años de vida —pero con mucha observación. Parecía un momento feliz, no había lágrimas; no entonces. Las lágrimas son la pulpa de la tristeza, aunque algunas veces digan que son de felicidad. He gastado tiempo para encontrar otro momento igual, pero no he llegado al sitio donde se pescan esos instantes que no deberían interrumpirse, que no deberían ser tocados ni por el viento seductor que arrojan las olas en su «danza unánime», ni por la protección de los «campos celestiales» de Borges. Los mejores momentos deberían ser sagrados para los que logramos ese privilegio. Nada debería empañarlos, ni siquiera para advertirnos del siguiente, que será un mal momento. Si los escuchamos, su tiempo llegará anticipado, con la oportunidad malévola para destruirlo. Ese día, nuestro mejor momento hasta entonces, fue sacudido y vaciado de bellas palabras por el sonido de una garganta que se ahogaba en la sangre que bajaba desde su cabeza. El arma sobre el piso, incapaz de dispararse de nuevo, y la oscuridad que llegaba de a poco y no podía ser mejor descrita que en la canción que escuchábamos y que se repetía incansable en el tocadiscos, igual que el tenue y rítmico corazón moribundo confundido con el motor de la lavadora. Sólo entonces comprendimos que mi hermano había decidido cambiar su mal momento con la música preferida. Y que este momento se llevó nuestras palabras hasta el infinito de mi madre, así como de seguro se las llevará al mío.

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Para ir a las «ciudades blancas» de Joseph Roth:

Lyon, La Fourvière:

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Vienne:

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Tournon:
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Sólo un aficionado

Maribel Mandarina

No tendría que trascender más que otra noticia de un pleito en un bar. Después de una noche amena, llega la madrugada traicionera. Sentí un ligero mareo cuando escuché: «Salvador Cabañas recibió un disparo en la cabeza». El coraje, la indignación e impotencia contra el agresor, las autoridades, los dueños del lugar, los parroquianos, la esposa con necesidad de ir al baño, los medios de comunicación y el mismo jugador que en día libre decidió divertirse, también se hicieron presentes. Prendí una veladora  y salí a trabajar. No me atreví a pedir a mi papá que intercediera por él. Parecía algo tan trivial…
       Ser fan de un equipo de fútbol en México es, quizá, una de las primeras elecciones tomadas a temprana edad; es responsabilidad de los progenitores inculcar a sus hijos el amor por la camiseta que ellos mismos portan, pero, como siempre pasa, el hijo tomará su propio camino y decidirá aceptar o no la herencia.
       Con cierta sutileza nos daremos cuenta: un equipo de fútbol no se queda en los vestidores terminado el partido. Es difícil de creer, pero en torno a nuestra elección y grado de afición, se tomarán algunas decisiones, se fortalecerán lazos de amistad, compadrazgo y de familia, y por supuesto se ganará algún enemigo. Recuerdo en la secundaria cuando era tiempo del clásico América – Chivas, no se podía conversar con el aficionado rival sin fricciones, aun entre los más amigos. Era tiempo de guerra. El pizarrón se dividía en dos; cada equipo, por fortuna, tenía a su dibujante. El arte consistía en plasmar el poderío del equipo sobre su rival. Casi siempre era un ave desplumada o un chivo cocinado. En cuanto a los dibujantes, nunca hubo un ganador: los dos lograban siempre el objetivo de humillar al contrario.
       Parte de mi carácter se formó en estos enfrentamientos: aprendí a defenderme con las garras, el que pudiera soportar los embistes con mayor originalidad podía irse a casa sintiéndose triunfador, aunque el lunes se afrontara la derrota del equipo con las consiguientes burlas. Hubo quien terminó llorando, pero afortunadamente, en mi caso, desde el silbatazo final del partido mi director técnico me estaba dando la táctica a seguir.
       Mis amigas en ese tiempo eran de las Chivas, o aunque no lo fueran siempre estaban en contra del América, decisión que en cierto momento afectó su vida amorosa. Íbamos ya en tercero cuando ingresó a nuestro grupo un nuevo elemento. Se llamaba Joaquín: el chico era un sueño para muchas, una gran adquisición después de dos años y medio de convivencia con los mismos jugadores. Bueno, Joaquín era alto, güero, ojos azules y fornido (un poco insípido para mi gusto), todas querían tenerlo en su escuadra. Ese año, mis amigas rivales quisieron hacerle marca personal, pero fueron expulsadas de un solo tarjetazo: la infracción era resultado de una simple pregunta: «¿A qué equipo le vas?». No hubo disparo que no fuera rechazado por Joaquín —y he de decir, no fueron pocos— a él sólo le interesaban las americanistas. ¡Gooool!
       El jugador que yace en una cama de hospital afecta mis sentidos: no es mi pariente, ni mi amigo, para él no existo. Para él todos somos uno bajo el nombre de afición. Pero la sangre llama, el ave ha sido herida y el dolor se siente. Han sido años considerándolo como líder, han sido años en que lo hemos alabado en cada una de sus anotaciones y también han sido años mentándole la madre en sus fallas, así como sucede en las familias y con los amigos.
       He visto las imágenes de mis familiares desconocidos: lloran, cantan, gritan, se toman de la mano y dicen una plegaria. Me pregunto: ¿cuál es su historia? ¿Por qué les duele?
       La veladora se va consumiendo poco a poco. El destino no tiene la última palabra, el destino no se aparece con un arma en la mano, el destino no es el fin.

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Samuel Pepys, bloguero

«¿Qué diría usted de un hombre que odiase el deporte y prefiriera tocar la viola y el flautín; de un convidado lo bastante grosero como para desgarrar la carne con sus dedos pero lo suficientemente refinado como para dominar el latín, el francés o el español como si fuera su lengua materna; de un alto funcionario pasional que gesticulase sin ninguna discreción; de un gentleman irascible y violento que destrozara los muebles, diese un puntapié en el trasero de su cocinera y pusiera a su mujer un ojo a la funerala?». La pregunta es de Paul Morand, que prologó la primera edición en francés de los Diarios (1600-1669) de Samuel Pepys, uno de los miserables más entrañables que habrán existido. «Usted diría», contestó el francesísimo Morand, «sin duda, que tal hombre, si existió, no pudo haber nacido en el otro lado del Canal de la Mancha. Y sin embargo es un hecho: Pepys existió y era inglés».
       Ahora bien: no sólo existió: sigue escribiendo en su diario, sólo que ahora —claro— es un blog. Qué más da que la entrada más reciente, la del 1 de febrero, sea de 2010 o de 1666 Es un portento. Pasen ustedes, si son tan amables, a visitarlo por aquí.

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