La parte por el todo

Teresa González Arce

Roland Barthes y John Berger, cada uno a su manera y en relación a asuntos diferentes, han dicho que la fuerza de una fotografía o de una pintura nace de un detalle creado por la misma obra de arte. A ese detalle que nos llama la atención al ver una fotografía sin saber muy bien por qué, Barthes lo llama punctum y se encuentra ahí, sosteniendo el ritmo y los significados de la composición a la manera de esa viga maestra sobre la cual descansan todos los elementos de una construcción. John Berger, por su parte, hablará de un lugar que nada tiene que ver con el espacio plasmado en una pintura: se trata de un centro que nace en el espacio pictórico como una matriz, un punto central del que surgen todos los demás componentes de la obra. Y, aunque ni el punctum ni el lugar son fáciles de detectar, ambos escritores aseguran su presencia marca la diferencia entre las buenas obras y las obras imprescindibles.
Muchas e importantes son las diferencias entre el arte y la vida, y muchas más aún las que separan una obra de arte y la vida de un individuo común y corriente. Eso no impide, sin embargo, que al mirar hacia atrás y tratar de encontrar el sentido de lo poco o lo mucho que se haya recorrido, uno distinga ciertos puntos focales de la existencia y les atribuya las mismas virtudes que Barthes y Berger conceden al punctum y al lugar. Como estos últimos, tales puntos focales no tienen que ser especialmente relevantes. Muchas veces, al contrario, resaltan entre todos los datos de nuestra memoria sin que consigamos explicarnos por qué guardamos esos recuerdos, tan insignificantes en apariencia, y no otros que podrían parecer más valiosos.
Ignoro si esta experiencia sea compartida por la gente de memoria prodigiosa, de la que hay tantos ejemplos en la vida y en la literatura. Gente capaz de recordar la fecha y la hora exacta de un suceso ocurrido hace mucho tiempo, el trazado preciso de una ciudad, el número de la página de cierta referencia bibliográfica. La mía es más bien una memoria aproximativa, hecha de imágenes e impresiones que no siempre puedo situar en el tiempo y en el espacio sin temor a equivocarme. Más que a una computadora, mi memoria se parece a esos sueños en los que una mujer aparece representada con la cabeza de un actor célebre, y en los que dos ciudades se funden en las calles de un mismo recorrido. Las fechas se ordenan según criterios inexplicables para mí —en cualquier caso, no son los criterios del calendario— y muchas veces oigo con sorpresa el relato de alguna aventura en la que yo misma participé.
Entre todo ese desorden de ideas, recuerdos, sabores, olores y demás elementos que componen mi memoria, destacan como estrellas fugaces algunos recuerdos nítidos que me sirven para recomponer lienzos más amplios de experiencias pasadas. Hace muchos años, por ejemplo, hice un viaje al sureste mexicano con otros muchachos que, como yo, acababan de terminar el último grado de secundaria. Nunca antes había viajado sin mis padres, y nunca antes me había alejado tanto de mi ciudad, así que yo estaba entre asustada y eufórica por la expectativa de conocer las ruinas arqueológicas, ver el mar caribeño y comprar alguna chuchería en Chetumal, ciudad que, en aquellos tiempos anteriores al Tratado de Libre Comercio, se anunciaba como el paraíso de la fayuca norteamericana.
Me cuesta trabajo recordar en qué mes exactamente hicimos aquel viaje. Sé que era verano y hacía mucho calor. Puedo hablar en desorden de las ciudades que visitamos, decir lo mucho que me impresionaron las pirámides de Palenque y lo feliz que me sentía en Veracruz, pero no consigo acordarme de las calles de Jalapa y Mérida aunque estoy segura que estuvimos ahí al menos un buen rato. Puedo recordar, en cambio, la mirada de un muchacho que iba en el grupo y con el que nunca crucé ni media palabra, y el transcurso de la última noche que pasé en el autobús, ya de regreso a Guadalajara.
Los profesores habían ordenado al chofer que apagara las luces del autobús, pero no habían conseguido que nos durmiéramos. Alguien comenzó a cantar, y en unos segundos algunos de nosotros habíamos dejado nuestros lugares para acercarnos a él o a ella, tampoco recuerdo —puede, incluso, que ese alguien cantara acompañándose con una guitarra. Nadie durmió aquella noche. Se decían cosas divertidas o nos divertíamos con las cosas que se decían, y quienes viajábamos de pie conservábamos un equilibrio precario sosteniéndonos en los respaldos de los asientos y en el tubo que suele haber en los autobuses para tal fin.
Entre canción y canción, en la oscuridad de aquel camión lleno de estudiantes, el dedo meñique de mi mano izquierda sintió un roce inesperado y leve. Era apenas un indicio de que mi mano no era la única en aferrarse del tubo y la constatación de que éramos un grupo numeroso. El roce, sin embargo, se afirmó en un momento, y la alegría de la noche, la tristeza del regreso y demás emociones encontradas tomaron forma en esos dos meñiques —uno mío, el otro ajeno— que parecían tener vida propia, mientras sus dueños no osaban ni siquiera voltear un poco la cabeza para mirarse a los ojos. El roce de los dedos no se transformó en nada más. Nunca volví a ver a ese muchacho. El calor de ese encuentro mínimo, en cambio, el entumecimiento de las piernas y los brazos, que no cambiaron nunca de posición por miedo a que se rompiera el hechizo, permanecen intactos: punctum de aquel viaje al sureste, lugar de todo lo sucedido aquel verano.
Los recuerdos que no guarda mi memoria, las imágenes que no registraron mis ojos, persisten en el dedo meñique de mi mano izquierda como si esa ínfima parte de mí sostuviera todo el andamiaje de quien fui en aquella época. La intensidad de esa caricia diminuta y prolongada, por otro lado, resulta inexplicable si uno piensa que la sensualidad y la sexualidad son asunto de cuerpos enteros, de actos concluidos, de palabras mayores. Lo cierto, pienso yo de pronto, es que todas las experiencias épicas —sexuales o no— descansan también en gestos insignificantes cuyo destino, en principio, sería con las vivencias trascendentes, del mismo modo que los granitos de arena se pierden en la playa. Y para probarme a mí misma que lo que pienso es cierto, me apoyo en otro recuerdo, esta vez proveniente del cine.
Hay una película bastante atípica de Martin Scorsese, La edad de la inocencia, en la que los protagonistas se resignan a una pasión contenida por culpa de las convenciones sociales de su época. En el Nueva York de principios del siglo XX, una mujer como la condesa Olenska —Michelle Pfeiffer, en la película— no podía divorciarse de su esposo aunque éste la hubiera maltratado ostensiblemente. Un hombre como Newland Archer —interpretado por el magnífico Daniel Day-Lewis— no podía dejar, sin consecuencias, a la convencional muchacha de buena familia con la que estaba comprometido para vivir con su verdadero amor, la condesa Olenska. Todo el deseo contenido, las palabras no dichas, el sufrimiento de la pareja, es visible en las miradas de los actores, en la tensión casi imperceptible de sus bocas y sus cuerpos, que permanecen distantes durante casi toda la película.
Hay un momento, sin embargo, en que toda esa fuerza erótica que los une se sale de control: en el transcurso de un breve trayecto en carruaje, Archer desviste la mano de la condesa en un gesto que suple todos sus encuentros imposibles. Con ternura, con todo el deseo del mundo, retira uno por uno los dedos de su amada de ese guante que simboliza las demás prendas de la condesa, símbolos a su vez de los corsés sociales que la pareja no osa romper. Al final de la película —y de la novela epónima de Edith Warthon, de la que la película es una adaptación— un envejecido Newland Archer intenta ver de nuevo a la condesa y, en el último instante, se arrepiente y da marcha atrás. Tal vez prefiera guardar en su memoria el recuerdo nítido e intenso de una mano temblando de deseo al contacto de su piel.

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Jack el Destripador busca el encendedor que le robaron

El miércoles 8 de febrero abrieron fuego tres compañeros con sendos ensayos sobre "Las diez cosas que menos me importan": Francisco fue el primer valiente, con una prolija relación de asuntos de los que prefiere verse libre —y que son, en principio, inobjetables—: de las películas de los hermanos Almada al futbol americano, entre otros misterios del universo. Enseguida, Lorena (quien, cabe aclararlo de entrada, trabaja con niños, pues es infectóloga infantil) leyó el ensayo donde declara pormenorizadamente las razones de que lo que menos le importa en la vida son los cuentos infantiles (he aquí la importancia de la aclaración antedicha), y Ernesto, al final, dio un estupendo ejemplo de las virtudes de la incongruencia: lo primero que ha de dejar de importarnos es que cualquier cosa que prefiramos o dejemos de preferir les importe a los demás. Bien por los tres.
Ya no alcanzamos a conocer el ensayo que llevaba Sara, pues antes nos habíamos demorado en la consideración de Luigi Amara y sus encendedores promiscuos, y de José Luis Zárate y su cacería de Jack el Destripador. En las siguientes sesiones, entonces, estableceremos al principio el "orden al bat" para que el tiempo nos rinda mejor.

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El faro del fin del mundo

Ana Rosa González Carmona

Las fuertes corrientes arrastraron al bergantín en medio de la tormenta. Los relámpagos rompían las tinieblas de la noche y hacían ver, para espanto de los marineros, los altos arrecifes de la costa. El capitán, que sostenía con dificultad el timón, había ordenado arriar las vela; el vigía, atado al mástil mayor, escudriñaba en medio de la oscuridad el horizonte. La nave crujía al embate de las olas, amenazando con romperse, cuando de pronto vieron todos una luz, una luz que los llenó de esperanza al darse cuenta de que provenía de la linterna de un faro. ¡Estaban salvados!
¡Cuántas historia tejidas alrededor de los faros desde épocas remotas! ¿Qué ideas trae a mi memoria la palabra faro? El faro, para mí, representa la esperanza —firme como la torre que sostiene la linterna— que alguien siempre enciende al caer la noche: esa luz que nos guía mostrándonos el camino para salir de los mares encrespados de nuestras pasiones, que nos ayuda a evitar golpearnos contra los acantilados de la costa destruyéndonos, que nos permite llegar al puerto para reparar el timón volviendo a ser dueños de nosotros mismo, a carenar el casco de nuestra embarcación, para devolver salud y firmeza a nuestra mente, a recuperar las fuerzas y aprovisionarnos de agua fresca, agua de vida nueva para reanudar el viaje, a continuar la lucha que representa vivir.
Nuestro mundo convulsionado por el terrorismo, las guerras, el creciente consumo de drogas, la discriminación, la violencia... Necesita una luz que aclare las tinieblas, que haga comprender a la humanidad que va a la deriva, que la tierra está crujiendo ante la destrucción masiva a la que la estamos sometiendo, que sin ese faro —que podemos suponer en los confines del mundo— vamos a encallar en algún lugar del universo.

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Un dios a la medida

Ana Rosa González Carmona

Visité Rusia en el Verano de 1974, haciendo un recorrido de diez días en autobús. Entré por Finlandia y salí por Polonia, formando parte de un grupo de turistas latinoamericanos.
Anduvimos muchos caminos, pasamos por ciudades pequeñas y numerosos poblados, primero para llegar a Leningrado, una ciudad hermosa en la que todo recuerda a Pedro el Grande, uno de los zares más importantes de la Nación Rusa. Después retomamos el camino para llegar a Moscú.
Nos llamaba la atención que en todos los lugares por los que pasábamos había un monumento dedicado a Lenin: casi siempre una columna rematada por un busto en bronce del personaje en cuestión —que debió ser un hombre carismático de recia personalidad, a juzgar por lo agradable de su sonrisa y la fuerza de su mentón. Las novias, después de la boda, acudían al monumento y dejaban su modesto ramo, formado por dos o tres gladiolas al pie del mismo. En más de una ocasión pudimos observarlo sorprendidos. Para nuestra mentalidad religiosa judeocristiana era incomprensible la devoción que representaba llevar el ramo de la novia a un líder político, aunque hubiera luchado con sus compañeros de ideas para cambiar el rumbo de Rusia liberando al pueblo de la ya insoportable tiranía de los Zares.
Al llegar a Moscú y visitar la Plaza Roja no nos permitieron la entrada al mausoleo de Lenin, frente al cual había una larga fila de personas esperando para estar algunos minutos frente a la tumba del gran hombre.
Tampoco se nos autorizó admirar los tesoros de las galerías Tetryakov, y en lugar de eso nos llevaron al Museo Lenin. Ahí, después de una charla que nos dio un funcionario, recorrimos el sitio guiados por el mismo. No guardo en la memoria más que un solo recuerdo del lugar: un automóvil convertible de gran tamaño que se exhibía en una de las salas, ¡había pertenecido a Lenín! No podíamos creerlo: ¿cómo era posible que alguien como él hubiera poseído un bien así, cuando habíamos visto tanta pobreza durante nuestro recorrido por la campiña rusa? Pobreza que debió ser mucho mayor en la época en la que Vladimir Ilytch Iulanov poseyó el automóvil. ¿No había luchado entonces por la desaparición de la propiedad privada? Salí del lugar un tanto desilusionada, pues no encontraba una manera de explicarme lo que a mi criterio era una enorme contradicción.
Cuando algún turista preguntaba a las guías qué religión profesaban en el país, invariablemente contestaban: “somos ateos”. Pero al abandonar Rusia lo hice convencida de que sus habitantes no eran ateos: adoraban a un dios que se llamaba Lenin.
Pasaron los años, los vientos cambiaron, el dios fue desalojado de su tumba en la Plaza Roja, los monumentos erigidos en su honor fueron destruidos a lo largo y ancho de Rusia y Leningrado retomó su antiguo nombre, San Petersburgo. El dios había sido arrojado de su pedestal. Ya no era útil.
*

El escritor Francisco Rojas González, en su fascinante cuento “El Diosero”, nos narra como “Kai–Lan, Señor del Caribal de Puná, que habitaba en su ‘champ’” en medio de la selva lacandona con sus tres mujeres. Es gran sacerdote, al mismo tiempo que acólito y fiel, del templo (una barraca techada con hojas de palma) que se alza frente a su casa. Dentro del mismo hay caballetes de rústica talla y sobre ellos los incensarios de barro crudo, que son deidades, doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los fenómenos naturales, domadoras de bestias . . .”
La historia se desarrolla durante una tempestad en la selva que acaba con todo lo que a su paso encuentra: “…el lacandón sale de la casa, entra al templo y destruye con furia mística los bracerillos deidades, luego regresa a la ‘champa’ . —Los dioses son viejos, ya no sirven —me dice—, yo haré otro fuerte y valiente que acabe con el agua”.
La historia sigue: Kai–Lan continua haciendo dioses con barro que amasa con sus manos, usando agua de la lluvia que no cesa de caer. “…mas la tempestad no cede… veo a Kai–Lan ir hasta el ara, tomar al dios entre sus manos y destruirlo después, presa de furores, arrojar los fragmentos fuera del templo… ¡dios inútil, dios negado, imbécil dios! …Dios ha vuelto a sucumbir, en manos del hombre”.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas… La Selva Lacandona… Los hombres actúan de manera similar. No importa dónde vivan, tienen un común denominador.
Los humanos siempre estamos haciéndonos dioses, dioses que se acomoden a nuestros deseos, que satisfagan nuestras pasiones. Esos dioses son el poder, la ambición, el dinero, la vanidad, la hermosura… a los que desechamos cuando ya no nos son útiles, para construirnos otros nuevos que nos ayuden a lograr lo que queremos, como lo hacía Kai- Lan en el corazón de la selva lacandona.

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A todo vapor

El miércoles 1 de febrero empezó a sesionar el nuevo grupo del Taller de Ensayo Literario en la Joseluisa, con diez entusiastas participantes. Como ha ocurrido en pasadas ediciones del taller, la procedencia de sus integrantes es de lo más diversa, y ello sin duda enriquece las discusiones y el trabajo. Nuestras primeras lecturas, en esta semana, son de los ensayos "La promiscuidad de los encendedores", de Luigi Amara (tomado del libro El peatón inmóvil), y "Jack", de José Luis Zárate (del libro En el principio fue la sangre). En cuanto al tema para escribir será "Las diez cosas que menos me importan".
Vamos arrancando, de manera que todavía es tiempo de que se incorporen nuevos integrantes. ¡Anímense! Serán bienvenidos.

En cuanto al otro grupo, el de los jueves, continúa trabajando a un ritmo estupendo. En la sesión pasada conocimos los ensayos de Maribel Barona y Ana Elda Goldman sobre el tema "La ciudad que prefiero por encima de todas", y ya no nos dio tiempo de leer el de Teresa González Arce. Entre el descubrimiento de Estambul que compartió Ana Elda con nosotros y la fascinante posibilidad, postulada por Maribel, de construir una ciudad a nuestra medida —acaso por no terminar de estar en ninguna de las que habitamos—, sólo esperamos a que cada una termine de ajustar sus ensayos con las observaciones que se les hicieron para publicarlos aquí. Por otra parte, la lectura de la semana había sido de una sección del libro El espíritu de la calle, de Pablo Fernández Christlieb, un ensayista bien apreciado por el grupo y a quien hemos vuelto a encontrarnos en un estimulante despliegue de sus mejores recursos. Sin embargo —y esto puede dar idea de los avances que hemos hecho como lectores—, la discusión nos llevó a detectar algunas "astucias" hasta cierto punto objetables en este autor, mismas que, lejos de restarle ningún mérito, nos corroboran la maleabilidad del ensayo para el abordaje de nuestros más caros intereses.
La lectura de esta semana será del texto liminar y el primer capítulo del libro La llama doble, de Octavio Paz. El tema para escribir: "Un rostro inolvidable".

Una recomendación: échenle un vistazo al artículo que publicó el domingo Luis Vicente de Aguinaga en su columa "Siempre y cuando", del diario Mural: va sobre un ensayo de Chesterton que recientemente leímos en el grupo de los jueves. Ya está disponible en el blog de Luis Vicente: www.aguinaga.blogspot.com.

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