Sol invicto

Édgar Mondragón


Si yo te bajara el sol, quemadota que te dabas
Chava Flores

Es una exageración decir que una cucaracha puede vivir años sin su cabeza; contrariamente a esta creencia, la realidad es que a lo sumo viviría un par de semanas antes de morir de inanición.
La comparación con una persona no deja de ser sorprendente: la muerte cerebral de Maria Antonieta habrá ocurrido antes del tiempo necesario para cantar «La Marsellesa».
Sobrevivir sin partes del cuerpo, y aun regenerarlas, es una habilidad desarrollada por la naturaleza en diversas especies seleccionadas. La capacidad que una lagartija tiene de desprenderse de su cola para escapar de un depredador es una valiosa herramienta de supervivencia, y una variación más práctica es la del pulpo, que incluso es capaz de comer uno de sus propios tentáculos en caso de requerir alimentarse con urgencia.
Seres más elementales tienen capacidades más desarrolladas: la lombriz de tierra puede ser partida en mitades exactas, y aún así la parte que contiene la cabeza sobrevivirá y se regenerará. La planaria —una suerte de gusano acuático aplanado— lleva a un extremo el concepto, regenerándose en dos nuevos individuos nuevos y completos al ser cercenada.
Todas estas habilidades resultan exóticas para el ser humano, en el que la imposibilidad de sobrevivir a tales mutilaciones es obvia; la regeneración a esos niveles es impensable para la naturaleza del hombre. Con una excepción: el hígado humano, a diferencia del común de los otros órganos, requiere apenas de una cuarta parte de su volumen total original para restaurarse a su estado normal.
Es de una crueldad de dioses el hecho de que Júpiter Crónida aprovechara este conocimiento para torturar con su águila vengadora a nuestro Prometeo encadenado. Existe una teoría que supone que los griegos sabían entonces de las capacidades regenerativas de tal órgano, y de ahí su elaboración de la tortura odiosa que consistía en permitir al ave comer del hígado del titán en un ciclo de repetición infinito.

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Las cucarachas que se encontraban en un radio de un kilómetro a partir del punto central de la explosión de la bomba de Hiroshima debieron haberse evaporado, literalmente: las temperaturas de decenas de millones de grados son un dato que puede respaldar esta afirmación.
Su fama de sobrevivientes en una eventual guerra nuclear se debe más a su alta tolerancia a los efectos colaterales de una explosión atómica. Cálculos conservadores dicen que la radiación soportada por estos insectos es diez veces mayor a la de un humano, y el dato más aventurado dice que tal vez toleren cien veces más.
Siguiendo la regla de lo elemental como lo más fuerte, podemos tomar el microscopio y darnos cuenta de que el ser más resistente a la radiación es una bacteria, la Deinococcus radiodurans, que puede soportar hasta mil quinientas veces más radiación que un ser humano. Sabemos, además, que una hormiga puede levantar hasta cincuenta veces su peso, que hay mosquitos que caminan sobre el agua y que los escorpiones pueden ser congelados sin morir.
La existencia de Prometeo y su regalo —ese fuego— era, pues, un acto necesario de los griegos clásicos ante la envidia del hombre a las habilidades de las bestias.

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El 30 de octubre de 1961, unos pescadores nórdicos debieron haber tenido ante sus ojos tal vez el espectáculo más hermoso de sus vidas. Hombres de la mar, vikingos, no debieron dejarse sorprender tan fácilmente (Érick el Rojo tuvo la sobriedad de pisar América sin inmutarse, además de no pedirle a la historia nada a cambio). Sin embargo, esta visión era extraordinaria aun para ellos, pues el cielo había dejado de tener sólo un Sol y había aparecido un segundo.
Tal visión hizo que el estomago fuerte de un par de marineros se volteara, que las lágrimas de un contramaestre misántropo brotaran por la humanidad y que dos de los otros tripulantes —ateos recalcitrantes— rezaran por el fin de nuestros días.
El segundo Sol estuvo ahí solamente unos segundos. Después se pudieron ver miles de estrellas contenidas dentro de esta esfera, y al final un enorme hongo blanco tan alto como las nubes.
«Tsar Bomba» es el nombre del artefacto que produjo la explosión nuclear jamás antes vista en la historia de la humanidad. Fue detonada en una isla al norte de Rusia. Su nombre, que recuerda a los todopoderosos zares rusos, lo seleccionaron los hombres de la Guerra Fría para argumentar su fuerza superior. La bomba fue del tipo de fusión nuclear —la misma energía que utiliza el Sol—, y se calculó que durante una pequeñísima fracción de un segundo produjo la energía equivalente al uno por ciento del total que produce nuestra estrella más cercana. La gigantesca esfera de fuego que se generó tenía un diámetro de casi cinco kilómetros y pudo ser vista hasta a mil kilómetros del punto de la prueba. Después de este evento no se ha intentado algo de tal magnitud. Signo de los tiempos, ahora rusos y estadounidenses (y varias naciones más interesadas y con poder suficiente) se dedican a crear un reactor de fusión nuclear con el mismo principio que el zar, para poder usar la energía del sol para mover nuestros automóviles.
En la vida de los marineros nórdicos es poco probable que vuelvan a ver un segundo Sol en el cielo.
Sin embargo, decir que en ese momento literalmente trajimos al Sol a la Tierra no es una exageración.
Prometeo puede sonreír. Esperemos que no asimismo Pandora.


Dos notas:

1.- Siento la incontrolable necesidad de contar una versión libre del mito de Prometeo. Sé que a los Helenistas les resultará odioso, pero confío en que los respetuosos de la tradición oral me concedan esta libertad.
Prometeo y Epimeteo, hermanos y titanes, han tenido en sus manos la tarea de poblar la tierra. Epimeteo se ha dado la labor de crear todas las bestias, mientras Prometeo se ha concentrado en la creación de un solo ser a semejanza de los dioses: el hombre. Es tanto el tiempo que se ha tomado Prometeo en crear al hombre, que Epimeteo ha tomado todos los dones —que son limitados— y se los ha concedido a las bestias. Al final, al darle el soplo de la vida, Prometeo se enfrenta con el hecho de que la suya es una criatura frágil y sin dones: no vuela como las aves o tiene una piel gruesa como la del león. Zeus, señor del Olimpo, le ha negado ofrecer el fuego divino como don al hombre, y Prometeo, en abierta desobediencia, lo roba y lo ofrece como obsequio a su creatura.
Zeus Crónida no deja pasar la afrenta y castiga a Prometeo encadenándolo a una montaña en el Cáucaso. Un águila le come el hígado, el órgano se regenera y el ciclo comienza de nuevo en una tortura infinita.
Antes, o al mismo tiempo, el castigo a la humanidad es también elaborado. Zeus crea una compañera del hombre, la mujer más bella o llena de dones, Pandora. Epimeteo —el menos genial de los hermanos— sucumbe a las gracias de Pandora y acepta abrir una caja que acompaña a la mujer como regalo. Al abrir la caja se liberan todos los males que no existían en ese mundo original de armonía feliz.
El hombre tiene ahora enfermedad y frío, hambre y dolor. En el fondo de la caja aún queda la esperanza, el peor de todos los males.

2. Historiadores que respeto me han comentado que Érick jamás supo que llegó a América (tal vez nunca estuvo en América), y creo indudablemente que sus argumentos son irrebatibles; sin embargo, dudo mucho que esto le quite un gramo de su temple, pues el hombre pensó que pisaba una nueva de sus islas y aún así —vikingo orgulloso— sabía que eso lo llenaba de una infinita gloria, la cual recibió sin una gota de sorpresa.

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