La fabricación del recuerdo

Mauricio Vaca

En los archivos de la mente, la carpeta de los recuerdos, por orden alfabético, antecede a la de los sueños. La mente es innegablemente una maravilla, pero ha demostrado no ser la mejor de las archivistas. No es difícil calcular la precisión de un recuerdo cuando se trata de nombres, números telefónicos y ese tipo de cuestiones prácticas: estos datos simplemente se recuerdan o no se recuerdan, es binario, un número telefónico es correcto o no lo es y punto. Ciertamente se puede hablar de una fabricación de recuerdos. Al correr de la vida vamos desarrollando nuestros propios métodos para no olvidar datos: dicho en otras palabras, vamos aprendiendo a poner marcas en las carpetas de nuestro archivo mental, ponemos “banderitas” o separadores o hacemos dobleces en las hojas, pero de nada sirve configurar la alarma de la palm si al momento de sonar no recordamos qué era lo que teníamos que recordar. La memoria funciona a base de accesos a diferentes carpetas de nuestro archivo mental y personal, y el contenido de las carpetas son documentos que adquirimos a través de los sentidos. No podemos recordar un olor que no hemos olido ni una textura que no hemos tocado. Así, creamos una cadena de asociaciones que nos llevan de un recuerdo a otro, de una carpeta a otra construyendo una especie de escalada que nos llevará al recuerdo deseado, a recordar lo que teníamos que recordar cuando suena la alarma de la palm. Todo este proceso se lleva a cabo gracias a un complejo sistema bioquímico eléctrico que hace posible la conexión entre neuronas, pero, finalmente, en términos prácticos construimos nuestras propias escaladas a base de piedras hechas de recuerdo. Ponemos los recuerdos a distancia prudente para poder asir uno desde el otro.
Recuerdo que en Guadalajara la mayoría de los teléfonos comienzan con 36; recuerdo que el Lic. X tiene su oficina en la colonia Providencia y recuerdo que la mayoría de los números telefónicos en esa zona comienzan con 41 o 42, y recuerdo también que el número de X no es la excepción; recuerdo que no comienza con 42 porque el Lic. X, como su número telefónico, tiene mala reputación: así tengo ya las cifras 36 41; recuerdo que la siguiente cifra es la que deseché en mi elección anterior, por lo que ya tengo las cifras 36 41 42; recuerdo claramente que la última cifra es un número que me cae bien porque recuerdo que es el modelo del carro en el que aprendí a manejar, y recuerdo que lo recuerdo porque es paradójico que el número telefónico del Lic. X tenga un número que me cae bien, cuando él mismo no me agrada: ahora puedo marcar el 36 41 42 77, esperando que el Lic. X no se encuentre para dejar recado con su secretaria. Por complejo que parezca, este método de asociación, hipotético en sus datos pero veraz en su mecánica, es el más común y es más o menos el procedimiento de fabricación de los recuerdos prácticos, o por llamarlos de otro modo, de producción en serie, ya que consciente o —en la inmensa mayoría de los casos— inconsciente y vertiginosamente tenemos una cantidad incontable de estas escaladas en un solo día.
Dije antes que no podemos recordar un olor que no hemos olido o una textura que no hemos tocado; sin embargo, podemos crear imágenes a base de dos o más recuerdos, y es éste el manantial de la creatividad, de la inteligencia, de la evolución animal. Yo les puedo decir que tocar la piel de un Cuajimixctle es como tocar la piel de un zapato de ante humedecido con aceite de cocina: de este modo he creado una imagen en su mente sin importar que Cuajimixctle sea una palabra que acabo de inventar. No se trata de un juego, se trata de la única verdadera razón de ser que puede tener el ser humano, y a mi entender, el resto de los seres: pensar. (Pienso, luego existo, ¿cierto?). De aquí la rueda, la idea, la serendipia, el arte, el puente poético. Recuerdo el primer beso, y el último, recuerdo la ayuda, la melodía y las sensaciones que me provoca, la piel chinita; recuerdo que el número 77 me cae bien, recuerdo el amor y el odio y las asociaciones a sus respectivas consecuencias.
Nuestros cinco sentidos son los canales de transmisión del exterior hacia el cerebro, pero ¿cómo huele la ayuda? ¿A qué sabe el amor? ¿Cuál es la textura de la traición? ¿De qué color es el odio? ¿Cómo entonces puedo recordar la ayuda, el amor, la traición o el odio? Esto es gracias a la traducción que hace el cerebro desde el idioma de las sensaciones al de los símbolos y significados. No me gustaría volver a sentir lo que sentí el día que el agua ardiente de un radiador me bañó la cara; en tal caso es mejor recordarlo, y es así que recuerdo pero no siento el dolor, la angustia, la desesperación, la frustración, la tristeza, la soledad que es evento significó.
Los recuerdos más significativos y simbólicos son los que mejor fijamos en nuestra mente; la mente sabe muy bien que así debe ser, pero los sueños, las fantasías y los deseos, al igual que los recuerdos, están hechos de símbolos y significados. Es justamente aquí donde la mente falla como archivista, con el tiempo como ayudante del desorden. De este modo, sucumbimos ante la tentación del deseo, del anhelo; fantaseamos y no es de extrañar que, con frecuencia, al vernos acorralados con hechos irrefutables tengamos que admitir que algún recuerdo de la infancia lo hemos dramatizado ya sea para bien o para mal.
El caso de los Friedman trata de un maestro de secundaria que después de ser sorprendido en el delito de tráfico de pornografía infantil, fue acusado también de repetidas violaciones a sus alumnos varones de la clase de computación. Su hijo de 19 años también fue acusado junto con él de violación a menores, y conforme las investigaciones avanzaban, cada vez más padres de familia se agregaban alegando que sus hijos habían sido víctimas. Finalmente el chico fue sentenciado por más de cuatrocientas violaciones en un lapso de tiempo tan corto que ni aun sin comer y dormir habría sido suficiente para cumplir semejante cuota. Después de veinte años, al terminar su condena el chico Friedman, existen víctimas que aseguran recordar dichas violaciones, aun cuando algunos de sus compañeros dicen no haber visto nada que sustente la acusación. Existen padres de familia que aseguran haber sido presionados por los padres de las supuestas víctimas para “admitir” que sus hijos habían sido violados, a pesar de que ellos negaban tal situación, y jamás dieron muestras en su comportamiento de ningún tipo de ataque. Algunas de las víctimas, ahora adultos, logran reconocer que atestiguaron según las indicaciones de sus padres y abogados, suponiendo que lo que referían era cierto y correcto sólo por venir de bocas adultas, sobre todo las de sus padres, pero que en realidad tales actos nunca sucedieron. Algunas de aquéllas que aseguran recordar los hechos no logran armar una historia coherente; sin embargo, ahora como adultos tienen preferencias homosexuales que no tendrían nada de criticables de haber sido por elección personal y no por imposición. Ésta resultó ser una forma penosamente efectiva de fabricar el recuerdo gracias a que el falso recuerdo fue sembrado principalmente por la fuerte influencia de las figuras paternas a una edad vulnerable y en un ambiente impactante como es el de un juzgado. He aquí el papel de la fantasía en la fijación de los recuerdos.
Hay quién dice que no ha habido prueba científica de la existencia de los recuerdos reprimidos y yo les creo. Para reconocer un recuerdo reprimido tendría que recordarlo, y en ese caso ya no sería reprimido. Hay también quien afirma que la inmensa mayoría de las cosas que reconocemos como creaciones son en realidad sacadas del archivo de los recuerdos. Es probable que, por no ser importante, perdamos la asociación que nos recordaría de dónde adquirimos esa información, porque lo verdaderamente importante para nosotros era el resultado y sólo eso quedó en nuestra mente. Es decir, que somos selectivos en cuanto a los recuerdos que retenemos: fabricamos los recuerdos que queremos fabricar. De alguna forma, casi siempre inconsciente, guardamos los recuerdos que son útiles y desechamos los inútiles, nos quedamos con los buenos recuerdos para deleitarnos paladeando sus significados, y con los malos para no repetir las sensaciones que en su momento experimentamos. El sistema de selección es en realidad mucho más complejo que esto, pero explica, al menos superficialmente, la razón de recordar.
Ciertamente, lo anterior es lo que se puede señalar de manera fácil o relativamente segura en cuanto a los recuerdos, pero existe un sinnúmero de dudas o excepciones de lo mencionado: ¿cuántas veces nos hemos visto atascados en el intento de recordar algo que de verdad deseábamos o que era muy importante? ¿Qué pasó entonces con aquello de que somos selectivos con los recuerdos? Ésos son juegos de la memoria que es mejor analizarlos de manera personal, aunque no es recomendable esperar respuestas precisas.
Es el caso de una amiga extranjera que llegó a la ciudad con intenciones de quedarse “algún tiempo”. Después de dos meses de no decidir si permanecería más en Guadalajara, le sucedió algo muy extraño: el dinero en efectivo que traía se le había agotado e intentó usar un cajero automático para hacer un retiro, y en ese momento se dio cuenta que había olvidado su número personal, número que tenía más de quince años usando y que sabía tan bien como su propio nombre. Durante varios días intentó recordarlo sin éxito. Posteriormente me platicó que, días antes de iniciar su viaje, su novio alcohólico le había llamado por teléfono. Ella pertenecía a un grupo de amigos de alcohólicos en el que recomendaban no atender al “enfermo” cuando estuviera bajo los efectos del alcohol. Su novio se encontraba notoriamente ebrio en el momento en que la llamó y suplicaba urgentemente verla, y ella se negó definitivamente diciéndole que lo vería cuando estuviera sobrio, como siempre lo hacían. A la mañana siguiente recibió la noticia de que su novio se había quitado la vida. Deduzco que ése era el motivo que la trajo sin proyecto aparente a México, que sus motivos auténticos eran dejar atrás un pasado doloroso. De alguna misteriosa manera su número personal del cajero automático estaba asociado con ese pasado y logró bloquearse antes que los recuerdos de quién la acompañó por varios años.
Pese a lo dicho, no es un mal deporte el recordar. Aun considerando que aquello que se recuerde pueda ser más mentira que verdad, la práctica de este deporte ayuda a conservar el archivero ordenado, a reforzar peldaños de la escalada y al mismo tiempo construir descansos de fantasía. Pero recordar es un deporte extremo, por lo que les recomiendo precaución. Recordar es vivir, lo que me lleva a pensar en otro deporte mucho más practicado, necesario y saludable: el olvido.¿cómo se fabrican los olvidos?

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El Grito (mío)

Mauricio Vaca

“¿Y tú por qué no tienes hijos?”: es la pregunta que nunca falta después de que la gente me ve conviviendo con niños. Antes de entrar al tema me gustaría hacer la aclaración de que no entiendo esa distante relación que hace la gente entre niños e hijos. No logro encontrar el porqué de la relación extraña que hace la gente entre niños e hijos. La primera meta que me tracé cuando quise iniciar mi campaña pro embarazo inteligente fue concientizar a la gente de que un hijo es para toda la vida, y un niño dura cuando mucho diez años. Me parece pertinente mencionar el caso de mi padre, un hombre casi octogenario que sigue siendo hijo de mi abuela, una mujer casi centenaria que, por cierto, todavía sufre de jaquecas causadas por su hijo. ¡Humanos! Nunca los entenderé.
Sin intenciones de presunción, creo tener un don especial que me hace entender bien a los niños y parece que los niños también lo creen así: en la mayoría de los casos puedo reconocer entre el llanto de hambre, el de coraje, el de dolor o el de sentimiento; puedo reconocer cuándo la insistencia de un niño por un juguete es por verdadero anhelo o por un berrinche manipulador; logré al primer intento que mi sobrina de cuatro años olvidara su rencor por el inglés... Estos son algunos de los casos que me permiten presumir mi don celestial. Pero este cielo de querubines tiene una delgada frontera con un infierno de diablillos en el que yo hago de Satán.
Siempre he dicho: “caprichos en la siguiente ventanilla, por favor”. Ése es uno de mis límites, psicológico, supongo, pero fácil de manejar y con cero cargo en la conciencia. Yo no atiendo caprichos, trátese de quien se trate, y soy incorruptible: no hay puchero, chantaje o minifalda de valga. La que verdaderamente me desagrada y hace sentir culpable es esa frontera amurallada por una guardia civil de imperial intolerancia a los sonidos agudos e insistentes, una condición física que no puedo controlar. Sabemos que los niños lloran, gritan y gustan de todo aquello que produzca ruido, cuanto más molesto y repetitivo mejor. No creo entonces que pueda decir con holgura que me gustan los niños. Hago todo lo posible por tomar en cuenta que los niños son así y tolerarlos; puedo tener logros regularmente aceptados por mí y por los niños, pero la tarea de tolerar se vuelve imposible cuando ellos tienen cerca a uno de esos monstruos que los niños llaman adultos, entre los cuales los papás son temibles y las mamás abominables. Tengo un gran puñado de ejemplos para referir y a las pruebas me remito, reservándome de comentar las experiencias personales que podrían tomarse como tendenciosas.
Desayunábamos una amiga y yo con toda tranquilidad en un pequeño restaurante en la mesa de enfrente se encontraban tres de esas mujeres adultas y una niña de unos cuatro o cinco años. Todo indicaba que se trataba de la abuela con dos de sus hijas, y que la niña era hija de la más joven de las adultas. En este restaurante no existe un área de juegos para niños, así que la niña, tolerante con sus ancestros, se entretenía intentando aplacar las exuberantes escarolas de su vestidito, que seguramente ella no eligió. En su afán de poner orden a aquella bruma de encajes que la perseguía insistentemente se agachó golpeándose la frente contra el borde de la mesa: como el borde era redondeado el golpe fue más molesto que doloroso. Pude leer en su gesto un “¡qué coraje, me pegué!”, mientras se llevaba la mano a la frente, fastidiada y sin mirar alrededor. Le comenté a mi amiga lo sucedido y le dije:
—Observa: la niña no lloró… pero ahorita la van a hacer llorar las mujeres ésas.
Y continué narrando, adelantándome un segundo a cada hecho. Primero la abuela le sobó la frente mientras la pequeña trataba de desafanarse del vigoroso e insistente frote. Por fin la liberó, y comenté
—Ahora sigue la vieja de enfrente.
Ajá, acerté, ya se le veían las intenciones. La niña cada vez más molesta trataba de liberarse del paralizante cordón umbilical que le ceñía la frente.
—La abuela contraataca— adelanté.
La criatura luchó contra sus dos victimarias cada vez con más fuerza y con gestos más incómodos, y sólo faltaba la peor de las torturas: la psicológica. Entonces adiviné:
—La otra no se va a quedar así nomás, aunque esté al otro lado de la mesa algo tiene que hacer.
Haciendo sentir estúpida a la niña le dijo con un gesto más bobo que mimoso: “¿Te pegastes, m’hija?”
—Ahora va a llorar— dije.
Y lloró. No puedo ignorar las pancartas de mi alma omitiendo el dato de que lo narrado sucedió el día de las madres. Terminé mi profética narración con un “¡Felicidades, Mamita, lo haces muy bien!”, dicho con los dientes bien apretados.
No es raro ver casos de abuso físico de las mujeres hacia los bebés y niños menores, ésos que todavía no se pueden defender, y no me refiero a las sanguinarias y en algunas ocasiones asesinas atrocidades que se ven en el Hospital Civil, obra, en un 85 por ciento de los casos, de las madres de las indefensas víctimas, sus propios hijos, permítaseme insistir. En esta ocasión mi coraje no es tanto, así que me referiré a esas amorosas atrocidades cotidianas que vemos en eventos sociales y lugares públicos. Hablo de las escenas en las que vemos a la bestia humana adulta, casi siempre hembra, asfixiando a una criatura con “el abrazo del oso”, pellizcándole los cachetes o las orejas o la nariz, mientras ella, la criatura, se retuerce convulsivamente, grita, empuja y llora alcanzando decibeles que cualquier animal con un mínimo de hipotálamo podría reconocer como displacenteros tanto para la criatura como para el entorno: ruidos estridentes que funcionan como alarma de auxilio y protesta. Sin embargo, la bella bestia insiste en presumir su amor por los niños, como si dicho acto la hiciera más mujer, pero sobre todo proporcionándose placer a sí misma, en una exhibicionista perversión que pueden estar viendo cientos de personas y al mismo tiempo no es observada por nadie, usando al bebé como objeto sexual —tal vez, diría Freud, vicio de Onán, o más claramente masturbándose con él, digo yo.
Alguna lectora adelantada podría interpretar lo anterior como una cuestión de género: en tal caso le aplaudo y me aplaudo a mí mismo por nuestro compartido acierto. En lo personal nunca recibí un solo ataque de este tipo por ningún varón, y jamás he visto que alguna criatura lo reciba, de lo cual deduzco que esto es cosa de la bestia humana hembra. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. No desesperen, tengo suficiente vinagre para todos, incluyéndome. Ya les tocará un trago a los de mi propio género.

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