Sólo un aficionado

Maribel Mandarina

No tendría que trascender más que otra noticia de un pleito en un bar. Después de una noche amena, llega la madrugada traicionera. Sentí un ligero mareo cuando escuché: «Salvador Cabañas recibió un disparo en la cabeza». El coraje, la indignación e impotencia contra el agresor, las autoridades, los dueños del lugar, los parroquianos, la esposa con necesidad de ir al baño, los medios de comunicación y el mismo jugador que en día libre decidió divertirse, también se hicieron presentes. Prendí una veladora  y salí a trabajar. No me atreví a pedir a mi papá que intercediera por él. Parecía algo tan trivial…
       Ser fan de un equipo de fútbol en México es, quizá, una de las primeras elecciones tomadas a temprana edad; es responsabilidad de los progenitores inculcar a sus hijos el amor por la camiseta que ellos mismos portan, pero, como siempre pasa, el hijo tomará su propio camino y decidirá aceptar o no la herencia.
       Con cierta sutileza nos daremos cuenta: un equipo de fútbol no se queda en los vestidores terminado el partido. Es difícil de creer, pero en torno a nuestra elección y grado de afición, se tomarán algunas decisiones, se fortalecerán lazos de amistad, compadrazgo y de familia, y por supuesto se ganará algún enemigo. Recuerdo en la secundaria cuando era tiempo del clásico América – Chivas, no se podía conversar con el aficionado rival sin fricciones, aun entre los más amigos. Era tiempo de guerra. El pizarrón se dividía en dos; cada equipo, por fortuna, tenía a su dibujante. El arte consistía en plasmar el poderío del equipo sobre su rival. Casi siempre era un ave desplumada o un chivo cocinado. En cuanto a los dibujantes, nunca hubo un ganador: los dos lograban siempre el objetivo de humillar al contrario.
       Parte de mi carácter se formó en estos enfrentamientos: aprendí a defenderme con las garras, el que pudiera soportar los embistes con mayor originalidad podía irse a casa sintiéndose triunfador, aunque el lunes se afrontara la derrota del equipo con las consiguientes burlas. Hubo quien terminó llorando, pero afortunadamente, en mi caso, desde el silbatazo final del partido mi director técnico me estaba dando la táctica a seguir.
       Mis amigas en ese tiempo eran de las Chivas, o aunque no lo fueran siempre estaban en contra del América, decisión que en cierto momento afectó su vida amorosa. Íbamos ya en tercero cuando ingresó a nuestro grupo un nuevo elemento. Se llamaba Joaquín: el chico era un sueño para muchas, una gran adquisición después de dos años y medio de convivencia con los mismos jugadores. Bueno, Joaquín era alto, güero, ojos azules y fornido (un poco insípido para mi gusto), todas querían tenerlo en su escuadra. Ese año, mis amigas rivales quisieron hacerle marca personal, pero fueron expulsadas de un solo tarjetazo: la infracción era resultado de una simple pregunta: «¿A qué equipo le vas?». No hubo disparo que no fuera rechazado por Joaquín —y he de decir, no fueron pocos— a él sólo le interesaban las americanistas. ¡Gooool!
       El jugador que yace en una cama de hospital afecta mis sentidos: no es mi pariente, ni mi amigo, para él no existo. Para él todos somos uno bajo el nombre de afición. Pero la sangre llama, el ave ha sido herida y el dolor se siente. Han sido años considerándolo como líder, han sido años en que lo hemos alabado en cada una de sus anotaciones y también han sido años mentándole la madre en sus fallas, así como sucede en las familias y con los amigos.
       He visto las imágenes de mis familiares desconocidos: lloran, cantan, gritan, se toman de la mano y dicen una plegaria. Me pregunto: ¿cuál es su historia? ¿Por qué les duele?
       La veladora se va consumiendo poco a poco. El destino no tiene la última palabra, el destino no se aparece con un arma en la mano, el destino no es el fin.

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Samuel Pepys, bloguero

«¿Qué diría usted de un hombre que odiase el deporte y prefiriera tocar la viola y el flautín; de un convidado lo bastante grosero como para desgarrar la carne con sus dedos pero lo suficientemente refinado como para dominar el latín, el francés o el español como si fuera su lengua materna; de un alto funcionario pasional que gesticulase sin ninguna discreción; de un gentleman irascible y violento que destrozara los muebles, diese un puntapié en el trasero de su cocinera y pusiera a su mujer un ojo a la funerala?». La pregunta es de Paul Morand, que prologó la primera edición en francés de los Diarios (1600-1669) de Samuel Pepys, uno de los miserables más entrañables que habrán existido. «Usted diría», contestó el francesísimo Morand, «sin duda, que tal hombre, si existió, no pudo haber nacido en el otro lado del Canal de la Mancha. Y sin embargo es un hecho: Pepys existió y era inglés».
       Ahora bien: no sólo existió: sigue escribiendo en su diario, sólo que ahora —claro— es un blog. Qué más da que la entrada más reciente, la del 1 de febrero, sea de 2010 o de 1666 Es un portento. Pasen ustedes, si son tan amables, a visitarlo por aquí.

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