A propósito de Bergson y la risa

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Oliver Sacks: lo que las alucinaciones revelan acerca de nuestra mente

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Kurt Tucholsky, cantado

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Mi amiga gaviota

Lizeth Arámbula
 
El siguiente ensayo puede o no leerse —depende de la osadía de cada quien— con cierta música de fondo. Quien se anime, píquele en la flechita:


«Sumérgete en su mundo de poder y enfréntalos, los tiburones te esperan». 
       Me gustaría ir al zoológico, pero está tan lejos. Ya no sé manejar y me da vergüenza subirme al macrobús. Las estaciones son un hangar plateado sin definición geométrica, algo parecido al utensilio con que se raspa el hielo. El diseño que escogieron tendría éxito si lo anunciaran como la nueva versión de una caja de mazapanes. A mi papá le gustan mucho. A mi mamá casi no. ¿Cómo molerán el cacahuate? Me gusta la canela en polvo, pero el cacahuate no. Los últimos que mastiqué tenían tanta sal que me escaldaron la lengua. Tomé agua, salí al jardín y esperé la reacción alérgica.
       Cuando tenía 9 años me subí a un árbol de lima, el zumo de la fruta me quemó y la parte interior de mis dedos se llenó de ronchas. Después sufrí múltiples ataques de asma por comer manzanas, zanahorias, jícamas, germinado de trigo y alfalfa.
       Durante un tiempo inhalé salbutamol luego ya no surtió efecto y fui hospitalizada. No acaricio gatos.
       Si el tiempo es movimiento y yo soy la misma, pero no lo mismo, no me gusta esperar. Cuando conducía les gritaba a los peatones y les aventaba el carro. Ahora en la bici vocifero y golpeo el cofre de los conductores que intentan hacer lo que yo.
       Si seré lo que soy, sí me gusta esperar. Llego antes de que mis hijos salgan de clases. Sí manejo, el otro día fui por mi mamá a una fiesta, le pregunté cómo había logrado evadir los celos de su esposo e ir. «Le dije: “Voy a trabajar”», me confesó. En ese momento me sentí muy mal, triste y engañada. Ella usó el mismo pretexto en mi infancia. Siempre trabajando.
       Convivo con ella en la comida familiar de los viernes organizada por mi abuela, recibo un par de llamadas suyas y estoy resignada a que no tomaremos jamás un café juntas, no pasará tiempo con mis hijos, no sabrá qué hay de mí.
       Los tiburones me esperan.

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Nuestro alunizaje

Rodolfo Sánchez Gómez


Como había ocurrido en veranos anteriores, las “vacaciones largas” las pasaba con algunos de mis primos en lo que llamamos “la granja”, una quinta de una hectárea fuera de la ciudad, allá lejos, por Los Gavilanes. En la enorme estancia de la casa principal seguíamos en una tele blanco y negro con gabinete de madera (¿Majestic, Philips, Telefunken...?) a Jacobo Zabludovsky y Miguel Alemán Jr., quienes eran nuestras autoridades en astronáutica, enviados plenipotenciarios en Cabo Kennedy. Por las noches, después de haber visto durante el día varias transmisiones especiales “vía satelite”, repasábamos los hechos en el noticiero Excélsior, al frente del cual estaba un señor de apellidos Martínez Carpinteiro, que le encantaba a mi mamá porque cada noche, al cerrar la transmisión, le guiñaba un ojo al decir las últimas sílabas del colofón  “nos veremos por ahí, en cualquier parte”.
       Las imágenes del 20 de julio de 1969 —que parecían registradas desde la perspectiva de un selenita escondido bajo una roca—  no mostraban gran cosa y nuestra imaginación seguramente hacía poético lo que veíamos: un par de momias obesas con cabeza de pecera pegando brinquitos de aquí para allá, dejando sus huellas sobre la doncellez de la superficie lunar; una bandera gringa asida a un tubito enclenque y un artefacto —el módulo lunar del Apolo 11—, que a la distancia de los años parece más el producto del papel aluminio, el gancho de alambre, el cartón corrugado y la cinta canela, que de la tecnología de punta de su época (por otro lado, me dicen que hay más potencia informática en el aparato con el que ahora redacto este texto que en la computadora que manejó todos los datos necesarios para llevar a buen término la misión, ¿será?).
       Las imágenes llegaban acompañadas de diálogos, que según Lucho Navarro sonarían más o menos así:

HOUSTON:    wacha wacha wa wa (scratch) wa (piiip) wachyurstep, royer.
LA LUNA:     (piiip) wa wa watiusey (piiip) (scratch) wa wacha wa, royer.
HOUSTON:    gatit gatit wacha wacha wa (brrrrrrrrr) wa wa wach (piiip), royer.
LA LUNA:    (bzzzz) oquei wa wacha (scratch) yea yea (piiip), royer [...]

       Después supimos que de un wachawacheo similar salió la frase de Neil Armstrong que se convirtiría en el lema de la aventura sideral:

“Es un pequeño paso para [   ] hombre,  un gran salto para la humanidad”.

       Y sí, aquel año habíamos llegado lejos, pero nuestro mundo estaba entrampado en las broncas de siempre: guerras, revueltas sociales, asesinatos políticos, hambrunas... y uno que otro problema de orden doméstico. Una madrugada, mientras seguramenente algunos nos soñábamos astronautas,  el tío Pepe llegó de su consultorio y encontró tapado el sanitario. Nos conminó a reunirnos en ese momento en la estancia: así nos enteramos que era posible limpiarse utilizando sólo tres cuadritos de papel.

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Just Do It (or Post It)

Rodolfo Sánchez Gómez

Dream as if you’ll live forever,
live as if you’ll die today.
Letrero de vinilo recortado, pegado en el medallón trasero 
de la camioneta Chevrolet Tracker legalizada [año de fabricación no identificado] 
con placas de circulación HYV-8926, avistada en Guadalajara, Jalisco, por la 
Prolongación Américas, el jueves 9 de julio de 2009, hacia el mediodía).


Llevar una agenda puede ser una forma de aplazar la muerte; una súplica al destino, que nos tendrá que brindar la oportunidad de desahogar nuestros pendientes. Tal vez por eso nacemos agendados: nuestros padres tienen planeado que en los intersticios del nacer-crecer-reproducirnos-morir, vayamos a la escuela, aprendamos algún deporte y una o dos lenguas (además de la materna), tengamos chamba, abandonemos el nido, les demos nietos y, eventualmente, veamos por ellos cuando ya no puedan valerse por sí mismos, o que paguemos en nuestros hijos el esfuerzo que hicieron por sacarnos adelante. Recordemos a Kipling (con la venia de Aplijsa ):

Hijo:

Si quieres amarme bien puedes hacerlo,
tu cariño es oro que nunca desdeño.
Mas quiero comprendas que nada me debes,
soy ahora el padre, tengo los deberes.

Nunca en las angustias por verte contento,
he trazado signos de tanto por ciento.

Ahora, pequeño, quisiera orientarte:
mi agente viajero llegará a cobrarte.

Será un niño tuyo: gota de tu sangre,
presentará un cheque de cien mil afanes...

Llegará a cobrarte y entonces, mi niño
como un hombre honrado a tu propio
hijo deberás pagarle.

       No sé si entre los planes que mis padres tuvieron para mí estuvo el que diera algún día con un poema, dicho o lema que expresara mi código ético o guiara mi actuar.
       Lo que sí sé es que nací en una ciudad custodiada —vaya usted a saber por qué— por la justicia, la sabiduría y la fortaleza, a la que nunca deberá llegar el rumor de la discordia, y en la que nisi Dominus ædificaverit domum: in vanum laboraverunt qui ædificant eam. Nisi Dominus custodierit civitatem: frustra vigilat qui custodit eam.
       Perla urbana, ciudad de las rosas, además de tradicional (¿señorial?) y moderna.
       Cuna de mujeres guapas:

No hay ojos más lindos
En la tierra mía
Que los negros ojos
De una Tapatía,

y, por si fuera poco, de machos afamados por entrones (si no, pa’ qué traen pantalones),  que en la cantina exigen su tequila, exigen su canción, y nunca pierden, y si pierden... ¡pos arrebatan!
       (Sin embargo, la maledicencia extratapatía se ha encargado de divulgar que, desde 1956 —casualmente yo nací en diciembre de 1955—, a los varoncitos recién nacidos el partero les introduce en el ano las falanges distal e intermedia del dedo medio de la mano izquierda con el fin de constatar que, si grita, el bebé será mariachi; si patea, futbolista, y si sonríe, joto.)
       Desde la tele, el Tío Gamboín me pedía que no le fallara y el Tío Carmelo (un personaje al que recuerdo en blanco y negro) nos retaba: “a ver quién falla, si ustedes o yo... o yooooooohhhh...”. Por su parte, Canelita nos preguntaba cómo nos habíamos portado y si ya habíamos hecho la tarea.
       De esa misma fuente emanaron sentencias aleccionadoras:

“Si las cosas que valen la pena fueran fáciles, cualquiera las haría”
“El último minuto también tiene sesenta segundos”
“Esto no se acaba hasta que se acaba”
“El que nada debe nada tiene”
“¿Tienes el valor o te vale?”

       Diversos personajes conspicuos han soltado en Guadalajara, a lo largo de los años,  frases que han llegado al bronce o calado hondo en la mente del ciudadano:

“¡Los valientes no asesinan!”,

u otras menos afortunadas, de consecuencias atroces, como aquella del que afirmaba que la solución éramos todos y que tendríamos que acostumbrarnos a administrar la abundancia:

“¡Defenderé al peso como un perro!”.

       Antes, a principios de 1970, pasó por la ciudad aquel señor de guayabera, aspirante a la Presidencia de la República, diciendo que la cosa era pa’ riba y pa’ delante, y años después se placeó otro, ése con aspecto de gerente de sucursal bancaria de pueblo chico,  proclamando que renovaría moralmente a la sociedad.
       Asistí a escuelas en las que debí comportarme virilmente (Viriliter Age). No alcancé el beneficio del mantra Spiritus Redimet Materiam porque mi padre, en el segundo de secundaria, me dijo que de colegios de paga él hasta allí llegaba. Así se me comenzó a pedir que trabajara y pensara (en ese orden).

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Si no fuéramos tan buenos para olvidar...


Esta foto fue posteada originalmente para acompañar el ensayo «Gol», de Maribel Mandarina, que pueden leer aquí. Pero, como el otro día salió en la plática (en el grupo de los viernes, a propósito del ensayo que Ramón nos leyó, y que iba sobre un entendimiento virtuoso del olvido como la forma mejor que el mexicano tiene de sobrevivir), pensamos que no estaría de más colocarla más a la entrada del blog.
Como se anotaba en ese post original, la foto no es precisamente de un gol, sino de un gol que no fue tal. La tomó el fotógrafo Fabricio León en el instante justo en que Hugo Sánchez (gracias, Hugo) falló el penal decisivo que sacó a México del Mundial de 1986. La escena es del Salón Corona, de la Ciudad de México, y ahí se exhibe como un mural que dice mucho sobre esa forma mexicana de la fatalidad conocida como el «ya merito».

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Lars Von Trier, el último profeta

J. Igor I. González A.



He aquí, yo vengo como ladrón. Bienaventurado el que vela, y guarda sus ropas, para que no ande desnudo, y vean su vergüenza.
Apocalipsis 16:15

Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, entonces pagará a cada uno conforme a sus obras.

Mateo 16:27


¿Qué se obtiene si pasamos por el crisol de la posmodernidad del séptimo arte una profecía anunciada hace poco más de dos mil años? Una posible respuesta se encuentra en Dogville (2003), el primer pilar de la trilogía Estados Unidos: tierra de oportunidades, de Lars Von Trier (1). El guión perpetrado por este genial director se fundamenta en una estética minimalista y oscura que invita a participar al espectador de manera profunda en la creación misma del filme. Más allá de unas actuaciones más o menos aceptables (habría que destacar quizá a Zeljko Ivanek por su interpretación de Ben), la intención intersubjetiva de Von Trier se pone de relieve al mostrarnos un mundo en el que las fronteras entre lo público y lo privado son inexistentes, por lo menos para la audiencia. De este modo, es el espectador quien crea [en el imaginario] los muros, las puertas, las calles, y toda demarcación que parcela lo cotidiano: mientras que para los actores dichos elementos tiene existencia real, nosotros somos transformados en ojos omnipresentes, omnisapientes y ubicuos (casi encerrados en una pirámide, como en los billetitos verdes gringos). En este desafío intersubjetivo que obliga al espectador a ser partícipe en la manufactura fílmica se ponen de relieve, ya, los cortes «espiritualistas» y las evocaciones de «lo divino» que subyacen a buena parte de la propuesta de Von Trier. Es una suerte que el tratamiento que el filme hace del tema sea extremadamente ácido y no moralino, lo cual requiere una buena dosis de talento para no caer en una exposición vulgar de la miseria humana. Veamos pues, en qué podemos fundamentar una posible respuesta a la pregunta con que inicia este texto.
En primera instancia, recordemos que el prólogo nos muestra a una comunidad (convertida en Gran Sanedrín) que es obligada a enfrentarse con una serie de dilemas morales, condensados en la figura de Tom Edison Jr (Paul Bettany), pseudoescritor y autonombrado líder espiritual de Dogville, un pueblito perdido en las montañas de Colorado, allá por la década de los treinta, en el siglo XX (época de tribulaciones y depresiones terribles, según cuentan). Con el desarrollo del filme, Tom se va convirtiendo poco a poco en una especie de Juan el Bautista, en un anunciador del regalo de la Gracia Divina. Para recibirla, a la comunidad de Dogville sólo le falta aceptación, algo de humanidad piadosa, y Tom sólo necesita un buen ejemplo para demostrarlo. Precisamente, Grace llega como caída del cielo, y tal como reza la vistosa profecía del epígrafe, ella aparece como un ladrón. No es gratuito que el personaje interpretado por Nicole Kidman se llame Grace, y que su primera entrada en Dogville sea para robarle un hueso a Moisés, el perro. La referencia hecha por Von Trier tiene un giro interesante: la profecía anuncia la segunda venida del hijo del hombre, pero nunca señala que aquél va a regresar encarnado en una mujer. Cabe mencionar que esto tiene resonancias con concepciones filosóficas acerca de un dios hembra que trascienden los límites de este texto (pero que abren otras vetas de exploración).
Así, ante la insistencia de Tom, la comunidad de Dogville en pleno acepta poner a prueba la presencia de Grace. Debido a la recomendación de Tom, Grace se dedica a hacer labores que en el pueblo «nadie necesitaba». Ello con el objeto de apelar al lado humano tanto de la comunidad como de Grace. Vemos entonces que la Gracia Divina es colocada en una posición de subordinación con respecto a lo que ella supone sus inferiores. Recordemos que Grace llega al pueblo investida en un manto lúgubre pero elegante, que la diferencia del resto de los habitantes. Sin embargo, ella asume gozosa hasta las tareas más innobles (como limpiar la suciedad de la hija de la sirvienta del pueblo). Esto hace referencia al famoso lavatorio de pies que Cristo hace a sus apóstoles para demostrar la virtud de la humildad. Debido a la posición privilegiada que tenemos como espectadores, nos damos cuenta de las transformaciones de la intimidad que experimentan los habitantes de Dogville: sus lazos se estrechan, y la vida comunitaria deviene armónica, feliz y radiante. Hasta que llega el comisario y coloca, en la iglesia, un cartel donde se anuncia la desaparición de Grace (¿simbolizando el propio extravío de la humanidad que busca sin cesar la gracia divina? Ello tendría un aspecto aún más trágico). Este evento sitúa a la comunidad de Dogville frente a un dilema que los va atravesar hasta el fin de la película: seguir con la reconfortante presencia de Grace en el pueblo, o entregarla a sus enemigos, quienes están prestos a crucificarla. La segunda venida del comisario, ahora ofreciendo una jugosa recompensa por Grace, agudiza los ya de por sí filosos bordes del problema (y no es gratuito que sea hasta la segunda venida en la que se desatan los eventos de mayor tensión del filme).
La presencia de las manzanas, durante buena parte del filme, tiene una resonancia demasiado evidente en la literatura clerical como para abundar en ella. Luego de secuencias en las que Grace es convertida involuntariamente en adúltera, y se va hundiendo en una vorágine de humillaciones por parte de Chuck (una magistral interpretación de Stellan Skarsgard), Tom decide que es hora de que Grace escape. Para ello le pide a Ben que se la lleve del pueblo en un camión repleto de manzanas, por diez dólares (¿Judas y los treinta denarios de oro?). Durante el trayecto, Grace se come una manzana y se queda profundamente dormida. Hasta que es despertada por un terrible ladrido de Moisés, el perro de Chuck. Grace se da cuenta que aquellos a quienes creía sus amigos la han traicionado, la han condenado a llevar una pesada cadena al cuello, la cual simboliza, en última instancia, los propios pecados de los habitantes de Dogville. El desarrollo posterior de la trama enfrenta de manera terrible a Tom consigo mismo, con la miseria de su propio fracaso. Ante la incapacidad de soportarlo, éste decide entregar a Grace al gangster que, en un principio, la estaba buscando: ese hombre todopoderoso, el Gran Otro Lacaniano que encarna al Nombre-del-Padre, al cual no le veremos el rostro sino hasta el final de la cinta. Después de una relativa calma, la llegada de la comitiva gangsteril a Dogville se torna en todo un suceso: el pueblo en pleno sale de sus casas a ser testigos de la entrega de Grace. Ésta ingresa al auto y dialoga con su Padre, quien la inviste con todo el poder (tal como lo relata la otra biblia, la que narra las crónicas de Urantia). Los injustos habitantes de Dogville no olvidarán nunca esa tarde, la de su propio y particular día del Juicio: su Armagedón). Definitivamente, Lars Von Trier es un genio profeta y visionario posmoderno que nos narra, en buena medida, la segunda y deseperanzadora venida de Cristo.

1.- A Dogville le seguirían Manderley (2005) y Washington, la cual se tenía proyectada finalizar para el 2009, pero todo apunta a que la cinta seguirá en producción por más tiempo.

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Un mundo maravilloso, o la ideología hoy


J. Igor I. González A.


Sí. Por razones que no vienen al caso, y después de haberlo evitado con minuciosidad, finalmente tuve que ver la cinta titulada Un Mundo Maravilloso, dirigida por Luis Estrada. Desde luego, más que otra cosa, me guió el morbo. Preferí no leer ninguna crítica o reseña acerca del filme, porque no confío en las frecuentes sandeces de los encargados locales de realizar esa tarea. Además, quería entrar a la salita del cineclub «sin prejuicios» [as if it is possible]. Esperaba una denuncia tipo La Ley de Herodes, y así fue. Las atrocidades del sistema político mexicano quedan expuestas de manera clara, concisa, en el citado filme. La inconmensurable brecha entre la esfera política y la ciudadanía es puesta de relieve por Estrada con un tino certero. Las actuaciones de casi todo el elenco son poco menos que impecables. En última instancia, resulta indignante [y por ende, divertido] reconocerse en más de uno de los personajes. Tanto, que casi la totalidad de quienes estábamos distribuidos en las butacas soltamos una carcajada de vez en cuando. Tristísimo. ¿Por qué? Parafraseando a Clinton, no queda más que decir: «It’s the Ideology, stupid!». 
¿Acaso no se ha convertido en un lugar común afirmar que en estos tiempos postmodernos la ideología es un término rancio y vacío? Tras el derrumbe del socialismo realmente existente, sugerir que cualquier grupo dominante tienen una estrategia que pretende privilegiar una forma de ver el mundo [Weltanschauung] resulta una postura obsoleta y fuera de lugar. Un gran sector de la esfera académica actual [antes izquierdoso y radicaloide] desdeña en su jerga cualquier argumento que tenga que ver con la imposición de hegemonías intelectuales qua instrumentos de reproducción social. Los aparatos ideológicos del Estado ya no son tales —sugieren. Ahora son instancias burocráticas eficientes. Si antes la ideología era vista como falsa conciencia, la (in)acción social se ejemplificaba con el precepto piadoso de: «Porque no saben lo que hacen». La clase social subsumida tenía que ser «iluminada» (i. e. transitar de la conciencia en sí hacia la conciencia para sí) para, tras un proceso revolucionario, liberarse de la prisión ideológica, hacer estallar toda relación de dominación y convertirse en dueños de su propio destino. Devenir en los hacedores de su propia historia. Desde esta perspectiva, pareciera, en última instancia, que cualquier movimiento revolucionario está, en nuestros días, muy lejano. Si esto fuera así, resultaría incuestionable que la ideología ha muerto.
¿Que viva, en consecuencia, la ideología? Sin duda.
La película manufacturada por Estrada funciona precisamente, y sobre todo, sin querer, en esta dimensión afirmativa. Es probable que de haberse transmitido hace unos cuarenta o cincuenta años, dicho filme habría terminado en la desaparición o el exilio de todos los involucrados en él. Los mecanismos del poder hubiesen actuado para castigar al culpable y para hacerle saber al pópulo que aquello no estaba bien. En aquel México de antaño, la imposición de un modo de pensar estaba más que claro. Pero hoy, que vivimos en un régimen que presume de una supuesta apertura democrática, la libertad de expresión permite en apariencia que tengamos acceso a ese tipo de información. ¿Cuáles serían las consecuencias que tendrán Estrada y los demás participantes de Un mundo maravilloso? Más allá del probable beneficio económico que ello les traiga, prácticamente no tendrán ninguna en términos políticos. Cada quien es libre de decir y hacer lo que quiera. Nadie impone sus ideas. Frente a esto, algunos podrían decir, casi sin sentir comezón, pudor, o vergüenza, que la ideología ha muerto. Pero filmes como el de Estrada prueban lo contrario. Si antes el precepto que definía la ideología consistía en el «Porque no saben lo que hacen», hoy, como dijera el good old Žižek, radica precisamente en el «Porque lo saben, y aún así lo hacen». ¿Qué quiero decir con esto? Que la dimensión verdaderamente aterradora del funcionamiento de la ideología consiste en la ilusión de una libertad democrática. ¿Acaso el gesto más autoritario del régimen no consiste en permitir que pasen películas como esa? Recordemos que incluso la acción más subversiva tiende a legitimar un orden establecido. El papel que juega Un mundo maravilloso es estrictamente homólogo al que desempeñan los pseudocumentales de Michael Moore. Si no, ¿cómo explicar que al salir de las salas cinematográficas, los cineclubes, o de plano, desde el sofá siutado en la sala de casa, después de observar detenidamente un filme como el de Estrada, no nos levantemos en armas? ¿Cómo es posible que digamos con una sonrisa irónica dibujada en el rostro que el gobierno apesta? ¿En dónde queda nuestra indignación cuando le pagamos al viene-viene que medio nos lavó el auto mientras nosotros nos tomábamos un frapuccino venti con crema batida en el Starbucks, luego de haber visto la mencionada peli? La respuesta a estas interrogantes es clara: es la ideología, estúpido. Con más precisión: es la más aterradora forma de ideología: porque lo sé y aún así lo hago. Alguien debería prohibir películas como Un mundo maravilloso. No representan sino la cara más autoritaria del régimen y, para colmo, contribuyen a legitimarlo disfrazándose de denuncia. Qué asco.

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«Corren los caballitos...»

Bien lo supo Cri-Crí: «Corren los caballitos / los grandotes y los chiquitos...». Pero no vuelan. Quién sabe a cuento de qué —¿alguien recuerda por qué salió el tema?—, en el grupo de los jueves caímos, hace unos días, en la cuenta de que los cuacos, cuando galopan, siempre tienen una pata en el piso. No como en este cuadro de Gericault:
Sino más bien, como se demostró gracias a los avances de la fotografía, según se aprecia en esta secuencia:   
Para más información (gracias, Édgar, por ayudar a despejar estas ociosidades), Wikipedia nos puede ilustrar: nomás denle click aquí.

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