Mis ensayistas favoritos

Maribel Mandarina
(por supuesto, «de Sheridan»)

Yo llegué al Taller de Ensayo Literario por un anuncio en el periódico que decía que se impartirían varios talleres. Tenía un semestre en la Facultad de Derecho y los maestros, a diestra y siniestra, pedían ensayos y más ensayos. Cansada de imaginar qué era lo que los profesores querían, y con ánimo de presentarles trabajos mejor escritos —y, sobre todo, de una forma lógica—, decidí invertir mi tiempo y acudí a esos talleres. Así, un jueves de febrero de 2004 acudí al llamado. En los primeros minutos de la sesión comprendí mi error y maldije mi ignorancia. Lo lógico hubiera sido ya no acudir, pero aquel hombre de lentes nos explico acerca del género literario más generoso, y nos invitó a escribir e ir descubriendo en cada sesión lo que era el ensayo literario (no científico). La siguiente semana acudí con mi texto y nerviosismo bajo el brazo. La voz y las piernas me temblaban cuando lo leí a mis compañeros, y la pregunta «¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí?» no se apartó de mi mente sino hasta terminar la última línea.
Pasados los momentos de terror y sobrepuesta a mi falta de cultura conocí a Michel de Montaigne (padre del ensayo), G. K. Chesterton, R. L. Stevenson, Claudio Magris, Guillermo Sheridan (amor platónico), Guillermo Cabrera Infante, Georges Perec, Philip Roth (que no es precisamente ensayista), Oscar Wilde, Juan José Arreola, el innombrable Alfonso Reyes (que no es muy de mi gracia), Italo Calvino, Joseph Brodsky, Luis Miguel Aguilar, Ralph Waldo Emerson, Jonathan Swift, Bertrand Russell... y por el mismo respeto que se han ganado no sigo nombrándolos, pero cada autor que se ha leído ha dejado algo en mí: confusión, admiración, dolor de estómago, alegría, aversión, empatía, motivación e incluso, en ocasiones, frustración al ver tan lejana la meta trazada. (Un caso aparte sería el maestro Francisco González Crussí, a quien conocí de cuerpo presente. Estrechó mi mano y me demostró la bondad que debería acompañar a todo buen y verdadero escritor).
Ninguno de ellos es mi ensayista favorito; ellos son los maestros, los guías y consejeros que me han permitido conocer un género que yo no conocía, una forma de liberar al pensamiento y sentir que estoy en el lugar que ellos mismos tuvieron a bien reservarme y para el cual hay que pagar el derecho de admisión ensayando.
Mis ensayistas favoritos son en realidad los que leo y escucho con mayor frecuencia: son los que cada jueves, de 4 a 6 —y cachito—, puedo mirar, palpar, maravillarme e incluso enorgullecerme con sus ensayos y comentarios, pero siempre vislumbrando desde sus sillas a su mentor, y que con una seña le indican su aprobación o desaprobación.

Rosa, «La Cuidadosa»
No muestra un ensayo sino hasta que está bordado con finos detalles de oro. Los hilos que utiliza son de colores cuidadosamente elegidos hasta lograr una pieza digna de enmarcarse. Su ensayo «Los zapatos de Van Gogh» sería un ejemplo de su habilidad para el difícil arte de bordar a mano.

Ana Rosa, «La Sobreviviente»
Los mares que ha surcado no han sido fáciles, pero nunca ha perdido la esperanza ni la valentía; los ensayos se convierten en un faro: «...esa luz que nos guía mostrándonos el camino para salir de los mares encrespados de nuestras pasiones...», tal y como ella lo dice en «El faro del fin del mundo». Como sobreviviente, no se deja impactar por cualquier tormenta —así lleve por nombre Marcelino Cereijido. Un buen ensayo tiene que estar a la altura de un tsunami provocado, tal vez, por Oscar Wilde.

Isabel, «La Revolucionaria»
A ella no la leemos en el taller: a ella la encontramos en el campo de batalla. Es en el periódico Mural, en su edición de los viernes, donde lleva a cabo su contienda. Su lema de lucha es dictado por el General Bertrand Arthur William Russell: «Lo que se pretende despertar no es el deseo de creer, sino el de encontrar, que es todo lo contrario».

Tere, «La hipnotizadora»
Cada uno de sus ensayos es una sesión de hipnosis: entramos de un estado que va del sueño a la realización: vemos lo que escribe, afirmamos lo que dice, sentimos, e incluso lloramos.

Ana Elda, «La Científica»
Comparte con Oliver Sacks la fascinación por los helechos, y el hábito de balancear en sus ensayos el carácter científico que su formación les ha dado. Sus lectores no científicos agradecemos el acercamiento de ese campo a lo literario. Cada ensayo es un ciclo celular convertido en su Ser.

Carlos, «El Clásico»
La mejor manera de describir a este ensayista, a quien aún no hemos podido sacarle más de un ensayo, nos la da Chesterton en una frase: «El gran clásico es un hombre del que se puede hacer el elogio sin haberlo leído». Sus ensayos son en vivo y en directo.

Lupita, «La Rebelde»
Ella sabe lo que es ensayar; su pensamiento es una renovación y revolución constante en la que un no se convierte en la piedra angular de su siguiente ensayo: si ya lo pensó, es realizable. No es una rebelde sin causa: su causa es quitarle al mundo lo serio, lo tonto, la cara de pocos amigos, lo trivial, lo aburrido, lo complicado, lo ignorante, lo desinteresado, lo chocante, lo deslucido, lo pesimista... No en vano su alma gemela es el también rebelde Perec.

Mercedes, «La Musical»
Sus ensayos se han convertido en piezas musicales, en las que paulatinamente va integrando a grandes compositores volviéndolos parte de su orquesta. Así, escuchamos a Joseph Brodsky en las cuerdas, a Claudio Magris en las percusiones, a Luis Miguel Aguilar en las maderas y a Mercedes como la directora musical.

Gabriela, «La Artista»
Se dice que un buen ensayo es como una buena pintura: las frases, al igual que los colores, se deben combinar de una forma agradable. Bella, hace unos días, nos demostró su poder ensayístico en una obra donde representa a la madre en sus formas más interesantes: raíz y fruto. La fuerza de su espíritu está en las personas que ama transformándolas en arte.

Alisa, «La Internacional»
Con tres ensayos en su haber, nos ha demostrado que podemos ser compañeros de viaje y conocer nuevos sitios de interés. La mezcla de sus orígenes nos sorprendió y encantó a todos. Con suficientes millas va emprendiendo el vuelo para arribar al Aeropuerto Internacional del Ensayo.

Jaime, «El Novato del Año»
Nuestra última adquisición. Va logrando saltar los obstáculos en la carrera ensayística, que en un principio no le permitían divisar la meta. A base de práctica se va perfilando para obtener medalla de oro y sus respectivos laureles.

Y ni qué decir del Master Israel, que desde la cabecera se encomienda a nuestro santo Montaigne y le pide que no lo abandone en esos momentos. Entre Isra y Montaigne intentan controlar y guiar a los que están sentados, y piden a los que están de pie que intercedan por sus discípulos y compartan con ellos esos secretitos que los hicieron ser invitados a la mesa y para que cada uno de nosotros encuentre su propio estilo.
Tal vez Laura (concesionaria de la cafetería en donde físicamente se realizan las sesiones del Taller y miembro honorario que esperamos pronto tener de vuelta con sus aromáticos ensayos), junto con Jorge Esquinca (quien tuvo a bien abrir los espacios para que ensayistas, poetas, cuentistas y biógrafos tuvieran la oportunidad de crear) tendrían que ir pensando en que hacer con esas sillas, tazas, vasos, mesas y el espacio que una vez a la semana ocupa ese grupito de incontrolables ensayistas —que el sonido de una campanita no es capaz de someter sus ansias de ser escuchados (y es que tanto ingenio no cabe en dos horas)—, y qué decir de la imaginación, inspiración, alegría y sobre todo el talento que nace ahí, entre olor a café, multas de tránsito y el murmullo de los parroquianos que en ocasiones guardan silencio para poder pillar una frase o un fragmento del ensayo leído por alguno de mis ensayistas favoritos. Ese espacio alguna vez será fuente de inspiración y se dirá en los recorridos turísticos: «Y ahora estamos frente a la librería José Luis Martínez, en dónde se reunían los famosos ensayistas...», y se nombrarán uno a uno a los que han ocupado y ocuparán un lugar en el prestigioso Taller de Ensayo Literario de Israel Carranza, impartido los jueves de 4 a 6.

Leído en la segunda lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 20 de junio de 2008.

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