Alivianarse ante la mirada ajena

Rodolfo Sánchez Gómez

A Israel, por las lecturas prescritas.


Hace algunos años, en un concierto de jazz que se celebraba en el jardín del Goethe-Institut, en Guadalajara, una amiga mía de pronto declaró que estaba tan a gusto escuchando aquella música que le darían ganas de desnudarse, pero que no se sentía lo suficientemente atractiva como para atreverse a hacerlo (la expresión que usó fue, palabras más, palabras menos, la siguiente: “¡Qué chido siento: si estuviera más buena, me encueraba!”). Pero por más que la lisonjeamos quienes la acompañábamos (ellos y ellas), el prodigio no se realizó.
La música, ya se sabe, es una suerte de droga auditiva cuyo componente rítmico lo mismo puede incitar a la guerra que, por qué no, al deseo de liberarse en público de las prendas de vestir. Uso un par de referencias anecdóticas más para documentar el fenómeno. Veamos.
El 11 y 12 de septiembre de 1971 se realizó el “Festival de Rock y Ruedas en Avándaro”, como llamaron sus organizadores a aquel Woodstock a la mexicana. Revistas amarillas, como la sanguinolenta ¡Alarma! (la del “violóla, matóla y enterróla”), no dudaron en calificar al festival, simple y llanamente, como una “orgía de drogas y sexo”. Y el pretexto principal para esta denominación lo encontraron en el hecho de que una chava, desde lo alto de una camioneta mudancera, en medio del frenesí musical y animada, seguramente, por quienes la rodeaban, decidió develar sus senos y seguir bailando en ese estado de gracia. La joven pasó a la historia con el apelativo de “La Encuerada de Avándaro”.
Por aquel entonces se publicaba Piedra Rodante, un tabloide mensual funky, que fue una de las pocas publicaciones, de cualquier género, que hizo una reseña pormenorizada y desprejuiciada de lo acontecido en aquel encuentro de jóvenes jipitecas. Desde luego dio cuenta del acto de la atrevida jovenzuela y, en una entrega posterior, la entrevistó. Se llamaba Alma Rosa González, y era una adolescente regiomontana de familia bien. “La mota y el alcohol rolaron generosamente, pero Alma Rosa aseguró que nada de eso fue lo que le hizo quitarse la playera y soltar sus pechos al aire en lo más prendido del concierto. Fueron sus muy legítimas ansias de alivianarse, de ponerse a la hora del mundo”.* Aunque después se dijo que la entrevista habría sido apócrifa, lo publicado caló profundo en el imaginario colectivo.
Alma Rosa y el resto de los que estuvieron en Avándaro también atizaron el afán represivo del presidente Echeverría (“Compañero” que le diga María Esther), quien poco toleró en su sexenio cualquier tipo de manifestación juvenil, incluyendo a las publicaciones “onderas”.
¿Y qué fue de Alma Rosa?, ¿quién la volvió a ver? Por lo pronto, Álex Lora alardea que es suya:

Tengo una nena a todo dar
le gusta mucho rocanrolear
y ella me dice que me quiere
y que no hay otro como yo
y ella me confesó que ella es
la encuerada de Avándaro
de Avándaro

Un día de otoño de 1996, año en el que por fin conocí Londres, viajaba en el tube, y en el mismo vagón, muy cerca de mí, un grupo de jovencitas españolas reprendía a otra de ellas porque la noche anterior, en un fiesta en el apartamento de un amigo inglés que apenas conocían, se había desnudado frente a todos, al ritmo de la música. Yo era un testigo privilegiado del sermoneo, porque ellas daban por hecho que en aquel vehículo nadie entendería el español. La escuincla protagonista de la hazaña irradiaba picardía, no decía nada, pero las observaba con un gesto de superioridad, como consciente de haberse atrevido a hacer algo que sus amigas sólo desearon.
¿Cómo es que la música logra llevar a algunos a ese estado de euforia en el que la ropa estorba? Lejos de mí están los conocimientos que me permitan dar una explicación, y tal vez ahora sólo tenga el deseo de colocar en un solo sitio estas anécdotas, quizás por la similitud de circunstancias en las que ocurrieron los hechos que se relatan.


* Colectivo La Primera Dama, “La Encuerada de Avándaro”, El Universal, 6 de abril de 2007.


Leído en la primera lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 13 de junio de 2008.

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Peso y derrota

Alberto Vázquez Loaiza


No los busco, pero me sigo topando con los versos de Shakespeare que inspiran y dan nombre, por lo menos en la primera línea, a una de mis novelas favoritas de Javier Marías:

Mañana en la batalla piensa en mí y caiga tu espada sin filo: desespera y muere.

Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza.

Piensa en mí cuando fui mortal: desespera y muere.

Salida de Ricardo III, la vieja estrofa es una bella y aterradora sentencia susurrada al oído, la letal amenaza de una inercia eterna: el peso del recuerdo sobre el alma: caiga tu lanza.

¿En quién pensarás en tus batallas futuras? ¿Quién pesará sobre tu pecho y te hará rendirte y perderte? Podría ser el familiar perdido, el amigo traicionero, el amante engañado o algún cuerpo sin nombre de los que Kavafis añoraba, el desconocido que sin saberlo afectó el curso de nuestra vida. Podría también simplemente pesarte el engaño, la pérdida, la traición, el dolor, el fracaso, personificados y en escena, colgándose carne e interpretando personajes que vienen y se marchan dejando heridas, marcas permanentes: piensa en mí cuando fui mortal.

Un amigo se refiere a estas heridas pasadas como astillas: recuerdos de los naufragios, de las batallas dilapidadas. La astilla de cada derrota queda enterrada en la memoria: la punción arde, se inflama, infecta todo su derredor, invade con la pus del recuerdo: la secreción venenosa del descalabro. Con el tiempo llegan las opciones: la astilla es expulsada, como un objeto extraño al cuerpo de su huésped, o se encarna maliciosamente, se convierte en parte de nosotros; nos acostumbramos a sentirla entre nuestros tejidos, nos conformamos con el dolor que causa cuando se le toca: nos deja de sorprender el escalofrío que nos recorre cuando se mueve, inesperadamente, a pesar de tantos años. De cualquier manera, la astilla, expulsada o encarnada, dejará en nosotros una marca de su trascendencia, un sello postal: una cicatriz.

Las cicatrices no son mero elemento decorativo en el cuerpo y la memoria, tienen una función y uso práctico: el recuerdo y la enseñanza del pasado. El guerrero pregunta a sus cicatrices diariamente y éstas le cuentan de los errores cometidos en batalla, le recuerdan los golpes y las caídas, el obsceno sabor de la derrota. Las cicatrices advierten sobre las traiciones, predicen nuevas mentiras y bajezas, señalan el repertorio de estrategias humanas para lastimar. Bajo su enseñanza, asumimos el supuesto de ser más precavidos en nuestros ataques y más esquivos ante los otros, anticiparemos intenciones y predeciremos movimientos sutiles del enemigo: entenderemos que lanzarnos abiertamente a la lucha, sin escudo, no es la más prudente de las estrategias. Nuestras cicatrices se convertirán en aliadas, mejores amigas, al intimar con ellas comprenderemos la lógica de cada una de nuestras batallas, y quizá de toda la guerra.

Pero si lo único que nuestras cicatrices nos recuerdan es el duelo de la pérdida, la rabia de la derrota y la impotencia de la rendición, si en lugar de aceptarlas las rechazamos, las odiamos y les tememos, si en cada nueva batalla las vemos como el recuerdo de que ya no deberíamos pelear, ¿qué pasará con nosotros?

Cuando huimos de nuestras cicatrices éstas se convierten, en lugar de armas propias, en lanzas enemigas. El miedo nos llena, nos controla, nos lleva a repetir la misma batalla, la que ya conocemos, la que sabemos que no podremos ganar, la que nos deja estancados en la derrota continua pero conocida. El miedo escudado en el recuerdo nos prohíbe pensar en otros conflictos y otras luchas, nos congela la posibilidad de vencer. Nos hace huir hacia nosotros mismos, hacia un falso significado de hogar, nos grita que arriesgar no vale la pena, que perder es inevitable, que las batallas son vanas, que el dolor es inconsecuente, que el tiempo no cura y la vida no enseña. La cicatriz no aprendida nos hunde, nos derrota, nos lleva hasta abajo y no nos permite levantarnos. Nos reprocha: pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza.

La sentencia se hace realidad: los fantasmas del pasado, las heridas, traiciones y pérdidas se acumulan, se apilan, nos rebasan, se elevan por encima de nosotros para después caer y aplastarnos.

Y veré a lo lejos cumplirse la tan ansiada condena. Tu espada sin filo, inútil, desconfiada: tus ataques vanos, inconsecuentes, como pataletas de un niño obstinado y aterrado, tus armas sometidas ante las lanzas enemigas, tu derrota temprana y premeditada. Pues creíste en el veredicto de tus fracasos, desconfiaste y temiste: dudaste y huiste más de una vez. Desesperaste y jamás aprendiste, nunca lograste entender. Fallaste. Te negaste y te rendiste.

Porque mañana me recordarás. Seré el peso en tu alma, el plomo en el interior de tu pecho que te derrota, porque así lo eliges. Me verás como herida continua y sangrante, como cicatriz inútil, porque así lo elijo. Pensarás en mí cuando fui real y mortal para ti: desespera y muere.


Leído en la primera lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 13 de junio de 2008.


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Práctica de vuelo 1

El viernes 13, de buenísima suerte, tuvimos la primera lectura de la serie «Práctica de vuelo». Por parte del Taller de Ensayo Literario participaron Alberto Vázquez Loaiza y Rodolfo Sánchez Gómez, del grupo de los viernes. Pronto tendremos sus ensayos aquí —que fueron, dicho sea de paso, todo un éxito: ¡son buenísimos!
Por lo pronto, estas dos fotos: en la primera lee Alberto («Beto», para los cuates), y en la segunda Rodolfo.

Por cierto: «Práctica de vuelo» seguirá, los viernes 20 y 27 de junio y 4 de julio,
a las 20:00 horas, en la Joseluisa. ¡No falten, se pone muy bien!

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