Los mejores momentos

Éste es el ensayo del que hablábamos el viernes 26 de febrero, en el grupo de las 19:00 horas, y que recordó Mauricio Vaca a propósito de lo que sucede cuando el ensayista debe hacerse cargo de algo que le incumbe muy profundamente Ojo: conviene hacer la lectura con la canción de Bob Dylan como fondo: para ello, hay que hacer click aquí:



Mercedes Aceves Zúñiga

Y en mi garganta, donde se pone la risa,
O la palabra o el té caliente,
Cada vez la nieve resuena más precisa,
Y como tu explorador, negrea un «adiós».

Joseph Brodsky


Terminaba agosto y empezaba otro mes con la semana. La mañana, recién bañada por la lluvia, hasta entonces sólo me había traído tiernos recuerdos en cada gota. Y ese día hermoseaba con la plácida conversación que mi madre y yo manteníamos en mi recámara, hasta donde cruzaba el ruido tímido de la lavadora, con la voz de Bob Dylan cantando «Knockin’ on Heaven’s Door», que nos impedía escuchar y pronunciar palabras no dichas. La canción hablaba y nosotras no escuchamos su advertencia ni el sonido de una bala que estalló enmudecida para nuestros oídos, apenas a dos metros de distancia. Si ahora me preguntan de qué hablaba esa mañana con mi madre, no sabría responder. Antes digo que fue plácida, porque la imagen rescatada es la de una jovencita que quizás coincide con su madre a pesar de las edades, pues sonríen concentradas en ese instante único en sus vidas, que se fue sin saber lo que nos dijimos, lo que nos hizo felices hasta la risa espontánea y provocó la cercanía premonitoria de un abrazo no dado: lo que yo pensaba de ella y ella de mí: lo que nos necesitábamos y nos queríamos, lo poco o mucho que la comprendía con sólo quince años de vida —pero con mucha observación. Parecía un momento feliz, no había lágrimas; no entonces. Las lágrimas son la pulpa de la tristeza, aunque algunas veces digan que son de felicidad. He gastado tiempo para encontrar otro momento igual, pero no he llegado al sitio donde se pescan esos instantes que no deberían interrumpirse, que no deberían ser tocados ni por el viento seductor que arrojan las olas en su «danza unánime», ni por la protección de los «campos celestiales» de Borges. Los mejores momentos deberían ser sagrados para los que logramos ese privilegio. Nada debería empañarlos, ni siquiera para advertirnos del siguiente, que será un mal momento. Si los escuchamos, su tiempo llegará anticipado, con la oportunidad malévola para destruirlo. Ese día, nuestro mejor momento hasta entonces, fue sacudido y vaciado de bellas palabras por el sonido de una garganta que se ahogaba en la sangre que bajaba desde su cabeza. El arma sobre el piso, incapaz de dispararse de nuevo, y la oscuridad que llegaba de a poco y no podía ser mejor descrita que en la canción que escuchábamos y que se repetía incansable en el tocadiscos, igual que el tenue y rítmico corazón moribundo confundido con el motor de la lavadora. Sólo entonces comprendimos que mi hermano había decidido cambiar su mal momento con la música preferida. Y que este momento se llevó nuestras palabras hasta el infinito de mi madre, así como de seguro se las llevará al mío.

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