El Café San Marcos

Es posible que el Café San Marcos, en Trieste, sea la realización espacial del ensayo literario: un territorio donde sólo hay que dejar a la escritura tomar el dictado del azar —de la vida que pasa, qué más. Esto, claro, de confiar en Claudio Magris, en cuyo libro Microcosmos consta el registro de cuanto la inteligencia y la imaginación pueden encontrar en un espacio así.

"Usted está completamente despeinado. ¡Vaya al aseo a arreglarse!"

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Escargot

Édgar Mondragón

Con la resulta de que apareció un caracol en la cocina. Repugnancia. Claro, en algunos de nuestros territorios del imperio habrá quien asocie, gustosamente, cocina y caracol. Pero que los bárbaros anden en sus andrajos de piel no significa que debamos uniformar a nuestros centuriones cual salvajes. Tampoco habría por qué pensar culinariamente de un baboso enconchado.
    Lejos de fijar mi preocupación en la barbarie alimenticia de la Galia, lo que me inquieta es la impune llegada sin invitación del molusco. Uno vive en la idea de que la reja y el interfón, esos regalos del dios a nosotros los hoscos, dan la primera línea de defensa. Después de todo, elegir vivir en un condominio cerrado es una decisión que busca, principalmente, evitar las visitas indeseadas. Es esa idea moderna de seguridad medieval —el castillo — la que nos une a los condóminos. En la próxima reunión de vecinos pienso hacer la moción de crear zanja con agua y reptiles para de una vez alejar, incluso, a los insufribles repartidores de volantes. De ahí el drama: ¿cómo ha hecho este animalejo para burlar nuestras protecciones?
    Vuelvo a fijar la mirada en el invasor. Cínico. Ni se inmuta. Es consciente de tener el dominio del terrirorio. A mí me da asco sólo imaginar cómo lo despego del cristal de la ventana en la cocina, al que se ha fijado y del cual ahora es dueño.
    Y así como se ha pegado al vidrio, así se me han adherido ideas sobre su advenimiento.
    Tengo la certeza de que lo ha planificado. Que, sabedor de mi disgusto por su especie, ha elegido venir precisamente a plantarse en esta ventana, de este departamento, en este edificio. La maldad absoluta encerrada en un caparazón. Sí, se podría decir que no es posible que un caracol pueda decidir llegar aquí, y mucho menos que lo haga, especialmente, para molestar a alguien. Pero yo creo en los actos de voluntad de los moluscos. El animal sabe que llega a un lugar al que no pertenece. Y aun así ha decidido venir aquí. Porque puede. Admito que admiro al molusco pegado y preparando el sueño invernal, sin prestar atención a mi enojo. Eso demuestra que quiere estar ahí y asegura que no va a estar quejándose porque el destino lo ha dejado atrapado en un jardín.
    Paso la vida platicando con otros babosos que creen fuertemente que jamás podrían salir de su hábitat. Y esperan a que alguien cuente una fábula (vaya, algún cuento infantil de pequeñas bestias antropomorfas y salivosas) para armarse de determinación y así poder salir de su lugar predestinado. ¡Caracoles!
    Las ideas son así de simples e inesperadas: caminan lentamente, llegan al cristal de la conciencia, se pegan y de repente podemos verlas a través de la ventana. Nos han invadido.
    Ahora, si la idea es francamente una babosada, no veo por qué dejarla pegada.
    Aun nosotros, que estamos hoy adheridos en esta ventana de vida, tendremos esa dosis de olvido cuando llegue una mano invisible a despegarnos.
    En tanto sucede eso, en legítima defensa, preparo la sal.

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El discurso de Chris Hedges

Hace un par de semanas platicábamos, en el grupo de los viernes, sobre la lectura de «El rival de la guerra», el discurso pronunciado por el periodista Chris Hedges en una ceremonia de graduación en Rockford, Illinois. (Compañeros de los jueves y de los lunes: seguramente lo recordarán). Dayanna nos hizo ver que, en adelante, convendrá siempre asomarse a internet para completar la información. Aquí está el video, para que escuchen los abucheos y aprecien las reacciones que sólo conocíamos por escrito.

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El arte de mirar

El ensayista, como el pintor, mira la vida, y se pregunta. Como lo hace, pongamos, el español Antonio López García. Aquí van tres cuadros suyos. Para saber más: click aquí y click acá.

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Lo que hay donde no hay nada

A propósito de la lectura de Palomar, de Italo Calvino, platicábamos en el grupo de los viernes, la semana pasada, sobre las posibilidades de encontrar mediante la escritura ensayística lo que llena el vacío. Aquí va una posibilidad paralela, conseguida mediante el lápiz. El lápiz obsesivo de la artista Vija Celmins (Para conocer otras obras de ella, click aquí).
 

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Con la firma de El Cuervero


«Una casa diseñada por Le Corbusier» es otra de las «fotocopias» de John Berger. Es ésta: en realidad, un conjunto habitacional en los suburbios de París, que lleva el nombre del padrastro de André: Villas Lipchitz.

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Tratado sobre la Paciencia

Dolores Garnica
Dos kilos de paciencia, por favor
(Tratado sobre la Paciencia, parte 1 de 8’645,326)

Gracia divina. Ese favor recibido del cielo y vista desde una perspectiva un poco más escé-ptica: arma poderosa. El hombre mira al suelo abrazando al bebé, esperando: es la imagen de La Paciencia, una de las virtudes divinas esculpida en el renacimiento italiano, mientras el demonio lo tienta con un pequeño frasco que parece medicina. La paciencia no es amiga de la ciencia: primera impresión.
Supe de mi impaciencia desde pequeña, cuando mi madre me gritó: “¡Qué impaciente eres!”, pero lo comprobé cuando la frase se repetía desde los labios de mis profesores, familiares alternos, amigos y un mesero hace años ante mi desesperación-casi llanto al ver que no llegaban mis dos kilogramos de pescado zarandeado en término medio. Soy tan impaciente que ya quiero poner punto final a este ensayo, pero me faltan algunas partes.
    “Es la aptitud de los homínidos para soportar cualquier contratiempo o dificultad”, según Wikipedia. Entonces el que no soporta las dificultades no es paciente, pero sí lo es el que sufre y no hace nada. O si sufre, reniega y no mueve un dedo. O si sufre, reniega, no mueve un dedo y además responde “Bien, estoy bien, ¿y tú?” a quien le pregunta afuera del baño de una cantina a las tres de la mañana después de vomitar tres veces y lloriquear sost-enido por el retrete.
    Un sujeto paciente soporta los contratiempos, resiste valerosamente el alfiler encajado en un brazo al estrenar una camisa, se va a la oficina con él, come con su esposa y hasta observa el futbol por la noche con la ya intensa molestia en la extremidad hasta que por la noche, al ponerse la pijama, el dolor baja un poco. El paciente es tan valeroso que hasta piensa en ponerse la misma camisa al siguiente día porque el color le queda bien y aguanta el tétanos siguiente y no teme a ninguna amputación y gangrena porque vive en virtud divina, aunque sepa que su sacrificio lo hará santo pero nunca héroe: “La paciencia carece de heroísmo”, sentenció Leopardi, frase que incluye inacción en incendios con bebés ardiendo en las entrañas de un edificio de departamentos, hienas hambrientas en plena cacería en Kenia y atragantamientos con huesos de pollo, es decir, Ricardo I de Inglaterra era, además de sabio y excelente estratega, paciente. Murió con todo el orgullo que la paciencia puede darle a un rey color azul intenso.
    Soy impaciente pero estoy, parafraseando a mi ex terapeuta, “trabajando” en ese círculo sin cerrar. Ya perdí varios improvisados, imprevistos y sorprendentes primeros besos; incalculables horas de sueño y tranquilidades laborales. Mi impaciencia es la culpable de mi aversión por las secretarias, los personajes tras cualquier ventanilla y los meseros, afección que quizá cuarteó mi vocación para comer yogurt light con granola todo el día, tortas de jamón con queso amarillo y uno que otro escupitajo al plato de un cliente impaciente.

Aguantaré
(Tratado sobre la Paciencia, parte 2 de 8’645,326)

Mi primera auto-terapia fue imprevista. Consistió en la visita a la sala de emergencias de la Cruz Verde con una mancha en la pierna que ardía como fuego vivo debido al piquete de chinche. Después de dos horas me pasaron a la sala de recuperación para inyectarme un antídoto y esperar otro tiempo para no marearme por sus efectos secundarios.
    Pasó algún tiempo y me embarqué en una relación apasionada con un indeciso. Así que practicaba dejándolo elegir a dónde ir a comer o si nos veríamos el siguiente sábado.
    La terapia contra la impaciencia debe consistir en largos ratos de espera. Nada en términos medios ni “un ratito nomás”. Debe presumir de radicalismo. No existen alternativas de diez pasos como en el alcoholismo, ni pastillas o ingresos forzados a una clínica mental para su cura. El impaciente desesperado por encontrar una solución a su condición infernal, literalmente, deberá buscar pacientemente alternativas y tratamientos, incluyendo la auto terapia. La impaciencia es tan singular como cada individuo debido a sus connotaciones, consecuencias y detonadores. Los impacientes con las secretarias se encuentran en el nivel más bajo debido a la demanda del defecto, pero los impacientes, por ejemplo, en una Karnes Garibaldi o un AutoMac, comparten el noveno círculo con los impacientes obtusos, los que todavía se atreven a renegar en la fila del banco o al entregar una nota a un editor de El Informador esperando que salga completa y en una sola página, acomodados junto a los últimos huesos de Judas que al diablo le falta masticar.
    Justo en medio de esta clasificación, se encuentran los impacientes funcionales, a-quellos que llegan con esperanza de buenos tratos en un restaurante o en una fila de Hacienda, compartiendo espacio con los impacientes desafortunados, a los que normalmente, cuando llegan a la caja de un supermercado, sufren las consecuencias de un corte de caja o una devolución. Existimos impacientes que transitamos en todos los círculos en pijama y con un alfiler clavado en el brazo.
    Mi última terapia consistió en literatura. Tomé Moby Dick y esperé 750 páginas para que una ballena, que ni era blanca, volcara el bote de un capitán impaciente. Si fuera marinera, las caza de ballenas fuera legal y me faltara una pierna, hubiera sido un presagio, pero después del clásico que terminó deshojado me decidí por una novedosa novela francesa de mil páginas. Ya llevo dos décimas leídas. Y me sé el final de memoria.
    El paciente, esperando acrecentar su paciencia, debe resolver su terapia en el lapso calculado. Ni un día menos, y si se pueden más días, mejor. Su maniobra debe ser dolorosa para que rinda frutos celestiales y debe calificar sus resultados, obligatoriamente, una secr-etaria bilingüe mientras devora un biónico —sin piña porque escalda. Pepita González, el primer caso registrado de auto-terapia contra la impaciencia, murió en una Cruz Verde el 15 de agosto de 1932 por un piquete de chinche en una pierna mientras esperaba el antídoto.

Leído en la tercera lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 27 de junio de 2008.

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La profunda geografía de la lectura

Ninah Basich
Verba volant scripta manent
Hay personas cuyo aspecto general está determinado por ciertos rasgos: el arco de la ceja, el color de la mirada, el largo del cabello, la línea de los labios, la complexión o la constitución.
    Habitar el cuerpo. Es lo que expresaba la voz de la guía mientras estábamos acostados, en espera de sus instrucciones, en el taller de bioenergética. Era, según recuerdo, la primera lección para conseguir mayor efectividad en las posiciones de yoga —los asanas—, y que la meditación, que venía a continuación, fuera más provechosa. En las primeras sesiones cualquier distracción me apartaba de aquel objetivo: morar en el cuerpo, recorrerlo con la mente y percibir la textura, el calor, la metamorfosis, la dureza, el dolor y el placer. Después de unas semanas logré hacerlo, no sin cierta concentración, pero para sorpresa mía el cuerpo no era lo que yo pensaba: mi organismo tenía una geografía bastante peculiar que, una vez dentro de ella, me era muy difícil eludir.
La inagotable belleza en los caprichos del lenguaje, los panoramas, los paisajes interiores y la armonía dentro de esa exuberante convivencia. Me detenía en la contemplación, vagaba por lugares fantásticos concebidos por una imaginación igual de sorprendente, corría con el descubrimiento en la punta de los dedos y, con pasos más ligeros que un corazón afortunado, pasaba de un lugar a otro casi siempre esbozando una sonrisa. Y de pronto, la revelación: así que esto era lo que sucedía cuando era niña.
    Recuerdo tardes en que me llamaban a comer y me veía obligada a salir de algún lugar remoto para escuchar qué decían. Subía los treinta y nueve escalones para abandonar la mazmorra en la isla de If, o volvía de alguna isla misteriosa, o interrumpía la batalla, con mi espada por un lado, para asomarme y ver que allá, a lo lejos, me llamaban a comer. En varias ocasiones no era una proeza sencilla, la selva tropical se apoderaba de mis piernas, me tomaba prisionera, y no sin gran esfuerzo conseguía desprenderme de aquella maleza para llegar hasta el comedor a tiempo. No siempre lo logré.
    Había también otros momentos en las lecturas cuando las palabras se llenaban de inquietud; entonces cerraba un poco el libro mientras una cascada de preguntas y reconciliaciones bajaba dentro de mí, confortándome; siempre conservaba un dedo dentro de sus páginas para no soltar el aliento, la complicidad, o para mantenerlo húmedo en la fluida agua de sus líneas.
    Si acaso la tristeza anudaba las palabras o la angustia se abatía sobre la lectura, recargaba el libro sobre mi pecho con sus páginas abiertas para consolarnos mutuamente en un abrazo; lo sostenía así por un instante largo. Hubo tardes en que mis lágrimas caían sobre su espalda con los sollozos sacudiendo nuestro abrazo, tras lo cual, al sentarme en el comedor me era imposible pasar bocado.
    También la alegría y el gozo eran frecuentes. Con una sonrisa irrebatible bailaba con la lectura sobre mi cabeza, con el deseo de besar a todos, no sólo su portada, y que el mundo supiera que dentro de las líneas, con palabras subrayadas, alguien era dichoso.
De las lecturas se puede esperar cualquier cosa. Van conquistando terreno dentro de nuestro cuerpo hasta que se apoderan de nosotros. De esta manera es posible mirar su profunda geografía. Por eso se han manifestado con desmesurada generosidad lugares extraordinarios, plenos de belleza, de fantasía, de elocuencia en graciosa y perenne continuidad en mi interior.
    La ligereza del terreno es propicia. De qué otro modo puedo explicarme la variedad de climas, estaciones, escenarios y parajes. La prodigiosa naturaleza del lenguaje ha dejado su rastro en cada parte de mi cuerpo. Selvas, lagunas, montañas, valles, cielos, declives, universos, ciudades y pueblos. Praderas en las que el sol se pone con arrebato en una tarde lluviosa. Páramos donde los sentimientos se estrellan contra el aire. Lugares donde el sueño no va a posarse jamás. Oscuridades a las que la luna teme acudir. Ciudades incendiadas. Simas con cadáveres en sus atuendos de héroes. Barrios sucios, malolientes y terribles por los que se pasa de lado con el terror apretándose a nuestra espalda. Parajes de locura e insomnio. Castillos, catedrales, catacumbas. Puentes que van de lo real a lo fantástico.
    En medio del desierto, en la espalda, un fuerte ondea la bandera azul. Por mi brazo derecho patinan fiordos con la poesía de las sirenas entre sus olas. En la rodilla izquierda, un planeta solitario colisiona con dos mundos desconocidos. La selva es una maraña exuberante en la pierna derecha y ya se extiende hasta el pie. En algún lugar, que ahora no recuerdo, giran molinos de viento: creo que son gigantes. El mar es caprichoso: tan pronto se encuentra en el estómago como en las manos, o se agita en el pecho, y sobre él, fragatas, bergantines, barcazas y naufragios. Islas de olvido y de esperanza. Mazmorras, cárceles, prisiones, fortalezas. Ruinas desmoronándose cerca del tobillo. El castillo de Moulinsart está detrás de la segunda costilla. También hay lugares que no logro precisar con claridad, difusos, inestables, donde el pensamiento se enturbia formando una neblina dulce, y que al parecer desaparecen a simple vista. En el talón yacen bajo un cielo estrellado los restos de una ciudad industrial. Tengo un torbellino filosófico en el laberinto del oído, que no encuentra aún la salida. Entre el primero y el segundo latidos hay un desierto donde ha aterrizado una avioneta averiada. Últimamente un árbol rojo insiste en florecer en medio de mi corazón, a un lado de la casa, que gracias a un trabajo bien hecho, ha cambiado el color de su techo —quitándolo—, y ahora luce un hermoso y claro azul cielo.
    Casas cuyas ventanas dan al norte y las mujeres lloran porque nadie regresa por el camino. Casas con las ventanas cerradas para esconder inconfesables pecados. Casas donde la tranquilidad está en un plato de arroz. Casas abiertas, con las historias de la familia ventilándose al viento. Casas de cristal, que parecen palacios. Casas de nogal con muñecos como personas. Casas de citas clandestinas. Casas en ciudades invisibles.
    Lo más increíble en esta geografía son sus habitantes. Personajes que se mueven como por su casa. Que mantienen las cosas en su sitio —a veces no tanto. Que nunca están silenciosos. Para quienes la vida es un sueño o una aventura, aunque en ocasiones sea desafortunada. Muchos han muerto. Cuando los recuerdo, las lágrimas vuelven a mojar su espalda. Por eso el cementerio de esta geografía siempre está lleno de flores.
En este preciso momento me doy cuenta de que no poseo una cartografía. No hay mapa del terreno, no hay indicadores ni señales; a veces creo que aquí tampoco existe eso de la propiedad privada. Reconozco que sería un desperdicio de tiempo intentar hacer algún trazo que sirva de orientación. La geografía de la lectura cambia constantemente. Se edifica sobre lo ya construido, se descubren nuevos rincones, se mueven los mares... Hay una especie de mudanza circunstancial que no deseo impedir, mucho menos controlar. Acabaría con las sorpresas, con los recuerdos y con su agradable singularidad. Estoy segura de que quedan todavía lugares intactos en espera de su propia lectura para expandirse.
Me gusta pensar que nuestros rasgos y nuestro cuerpo se transforman como consecuencia de esa maravillosa geografía, y que algún día seremos capaces de percibir sobre la superficie lo que habita en el interior. Tal vez sin darnos cuenta ya sucede. Tengo un amigo que, cuando habla, se permea sobre su pecho una campiña inglesa siempre verde. En otro sus ojos se elevan como cúpulas barrocas, y desde su tórax a sus brazos hay catedrales y torreones.
    No dudo de que los que desaparecen para el mundo sean los que se adentran más de la cuenta en esos paisajes —su escape de la realidad— y, una vez dentro, deciden vivir ahí para siempre. Son los que hablan incoherencias, describen lugares o sucesos que nunca han conocido, y de los que nadie es capaz de comprender qué les acontece. En algún momento de la vida esto puede contemplarse como la gran posibilidad.
Debo confesar que hay muchas lecturas a las que no volveré porque se han sellado los lugares con los tres sellos infinitos: la imagen, el sentimiento y la palabra. Así permanecen, con la respiración serena de quien ha vivido en el borde de una plenitud inesperada, como la marca de un beso atrevido en la mejilla. De alguna forma siempre quedan las lecturas asombrosas, donde la cosecha se recoge año con año en un trigal que rodea el corazón.
Leído en la segunda lectura de la serie «Práctica de vuelo», 
en la Joseluisa, el viernes 20 de junio de 2008.
 

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Mis ensayistas favoritos

Maribel Mandarina
(por supuesto, «de Sheridan»)

Yo llegué al Taller de Ensayo Literario por un anuncio en el periódico que decía que se impartirían varios talleres. Tenía un semestre en la Facultad de Derecho y los maestros, a diestra y siniestra, pedían ensayos y más ensayos. Cansada de imaginar qué era lo que los profesores querían, y con ánimo de presentarles trabajos mejor escritos —y, sobre todo, de una forma lógica—, decidí invertir mi tiempo y acudí a esos talleres. Así, un jueves de febrero de 2004 acudí al llamado. En los primeros minutos de la sesión comprendí mi error y maldije mi ignorancia. Lo lógico hubiera sido ya no acudir, pero aquel hombre de lentes nos explico acerca del género literario más generoso, y nos invitó a escribir e ir descubriendo en cada sesión lo que era el ensayo literario (no científico). La siguiente semana acudí con mi texto y nerviosismo bajo el brazo. La voz y las piernas me temblaban cuando lo leí a mis compañeros, y la pregunta «¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí?» no se apartó de mi mente sino hasta terminar la última línea.
Pasados los momentos de terror y sobrepuesta a mi falta de cultura conocí a Michel de Montaigne (padre del ensayo), G. K. Chesterton, R. L. Stevenson, Claudio Magris, Guillermo Sheridan (amor platónico), Guillermo Cabrera Infante, Georges Perec, Philip Roth (que no es precisamente ensayista), Oscar Wilde, Juan José Arreola, el innombrable Alfonso Reyes (que no es muy de mi gracia), Italo Calvino, Joseph Brodsky, Luis Miguel Aguilar, Ralph Waldo Emerson, Jonathan Swift, Bertrand Russell... y por el mismo respeto que se han ganado no sigo nombrándolos, pero cada autor que se ha leído ha dejado algo en mí: confusión, admiración, dolor de estómago, alegría, aversión, empatía, motivación e incluso, en ocasiones, frustración al ver tan lejana la meta trazada. (Un caso aparte sería el maestro Francisco González Crussí, a quien conocí de cuerpo presente. Estrechó mi mano y me demostró la bondad que debería acompañar a todo buen y verdadero escritor).
Ninguno de ellos es mi ensayista favorito; ellos son los maestros, los guías y consejeros que me han permitido conocer un género que yo no conocía, una forma de liberar al pensamiento y sentir que estoy en el lugar que ellos mismos tuvieron a bien reservarme y para el cual hay que pagar el derecho de admisión ensayando.
Mis ensayistas favoritos son en realidad los que leo y escucho con mayor frecuencia: son los que cada jueves, de 4 a 6 —y cachito—, puedo mirar, palpar, maravillarme e incluso enorgullecerme con sus ensayos y comentarios, pero siempre vislumbrando desde sus sillas a su mentor, y que con una seña le indican su aprobación o desaprobación.

Rosa, «La Cuidadosa»
No muestra un ensayo sino hasta que está bordado con finos detalles de oro. Los hilos que utiliza son de colores cuidadosamente elegidos hasta lograr una pieza digna de enmarcarse. Su ensayo «Los zapatos de Van Gogh» sería un ejemplo de su habilidad para el difícil arte de bordar a mano.

Ana Rosa, «La Sobreviviente»
Los mares que ha surcado no han sido fáciles, pero nunca ha perdido la esperanza ni la valentía; los ensayos se convierten en un faro: «...esa luz que nos guía mostrándonos el camino para salir de los mares encrespados de nuestras pasiones...», tal y como ella lo dice en «El faro del fin del mundo». Como sobreviviente, no se deja impactar por cualquier tormenta —así lleve por nombre Marcelino Cereijido. Un buen ensayo tiene que estar a la altura de un tsunami provocado, tal vez, por Oscar Wilde.

Isabel, «La Revolucionaria»
A ella no la leemos en el taller: a ella la encontramos en el campo de batalla. Es en el periódico Mural, en su edición de los viernes, donde lleva a cabo su contienda. Su lema de lucha es dictado por el General Bertrand Arthur William Russell: «Lo que se pretende despertar no es el deseo de creer, sino el de encontrar, que es todo lo contrario».

Tere, «La hipnotizadora»
Cada uno de sus ensayos es una sesión de hipnosis: entramos de un estado que va del sueño a la realización: vemos lo que escribe, afirmamos lo que dice, sentimos, e incluso lloramos.

Ana Elda, «La Científica»
Comparte con Oliver Sacks la fascinación por los helechos, y el hábito de balancear en sus ensayos el carácter científico que su formación les ha dado. Sus lectores no científicos agradecemos el acercamiento de ese campo a lo literario. Cada ensayo es un ciclo celular convertido en su Ser.

Carlos, «El Clásico»
La mejor manera de describir a este ensayista, a quien aún no hemos podido sacarle más de un ensayo, nos la da Chesterton en una frase: «El gran clásico es un hombre del que se puede hacer el elogio sin haberlo leído». Sus ensayos son en vivo y en directo.

Lupita, «La Rebelde»
Ella sabe lo que es ensayar; su pensamiento es una renovación y revolución constante en la que un no se convierte en la piedra angular de su siguiente ensayo: si ya lo pensó, es realizable. No es una rebelde sin causa: su causa es quitarle al mundo lo serio, lo tonto, la cara de pocos amigos, lo trivial, lo aburrido, lo complicado, lo ignorante, lo desinteresado, lo chocante, lo deslucido, lo pesimista... No en vano su alma gemela es el también rebelde Perec.

Mercedes, «La Musical»
Sus ensayos se han convertido en piezas musicales, en las que paulatinamente va integrando a grandes compositores volviéndolos parte de su orquesta. Así, escuchamos a Joseph Brodsky en las cuerdas, a Claudio Magris en las percusiones, a Luis Miguel Aguilar en las maderas y a Mercedes como la directora musical.

Gabriela, «La Artista»
Se dice que un buen ensayo es como una buena pintura: las frases, al igual que los colores, se deben combinar de una forma agradable. Bella, hace unos días, nos demostró su poder ensayístico en una obra donde representa a la madre en sus formas más interesantes: raíz y fruto. La fuerza de su espíritu está en las personas que ama transformándolas en arte.

Alisa, «La Internacional»
Con tres ensayos en su haber, nos ha demostrado que podemos ser compañeros de viaje y conocer nuevos sitios de interés. La mezcla de sus orígenes nos sorprendió y encantó a todos. Con suficientes millas va emprendiendo el vuelo para arribar al Aeropuerto Internacional del Ensayo.

Jaime, «El Novato del Año»
Nuestra última adquisición. Va logrando saltar los obstáculos en la carrera ensayística, que en un principio no le permitían divisar la meta. A base de práctica se va perfilando para obtener medalla de oro y sus respectivos laureles.

Y ni qué decir del Master Israel, que desde la cabecera se encomienda a nuestro santo Montaigne y le pide que no lo abandone en esos momentos. Entre Isra y Montaigne intentan controlar y guiar a los que están sentados, y piden a los que están de pie que intercedan por sus discípulos y compartan con ellos esos secretitos que los hicieron ser invitados a la mesa y para que cada uno de nosotros encuentre su propio estilo.
Tal vez Laura (concesionaria de la cafetería en donde físicamente se realizan las sesiones del Taller y miembro honorario que esperamos pronto tener de vuelta con sus aromáticos ensayos), junto con Jorge Esquinca (quien tuvo a bien abrir los espacios para que ensayistas, poetas, cuentistas y biógrafos tuvieran la oportunidad de crear) tendrían que ir pensando en que hacer con esas sillas, tazas, vasos, mesas y el espacio que una vez a la semana ocupa ese grupito de incontrolables ensayistas —que el sonido de una campanita no es capaz de someter sus ansias de ser escuchados (y es que tanto ingenio no cabe en dos horas)—, y qué decir de la imaginación, inspiración, alegría y sobre todo el talento que nace ahí, entre olor a café, multas de tránsito y el murmullo de los parroquianos que en ocasiones guardan silencio para poder pillar una frase o un fragmento del ensayo leído por alguno de mis ensayistas favoritos. Ese espacio alguna vez será fuente de inspiración y se dirá en los recorridos turísticos: «Y ahora estamos frente a la librería José Luis Martínez, en dónde se reunían los famosos ensayistas...», y se nombrarán uno a uno a los que han ocupado y ocuparán un lugar en el prestigioso Taller de Ensayo Literario de Israel Carranza, impartido los jueves de 4 a 6.

Leído en la segunda lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 20 de junio de 2008.

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Alivianarse ante la mirada ajena

Rodolfo Sánchez Gómez

A Israel, por las lecturas prescritas.


Hace algunos años, en un concierto de jazz que se celebraba en el jardín del Goethe-Institut, en Guadalajara, una amiga mía de pronto declaró que estaba tan a gusto escuchando aquella música que le darían ganas de desnudarse, pero que no se sentía lo suficientemente atractiva como para atreverse a hacerlo (la expresión que usó fue, palabras más, palabras menos, la siguiente: “¡Qué chido siento: si estuviera más buena, me encueraba!”). Pero por más que la lisonjeamos quienes la acompañábamos (ellos y ellas), el prodigio no se realizó.
La música, ya se sabe, es una suerte de droga auditiva cuyo componente rítmico lo mismo puede incitar a la guerra que, por qué no, al deseo de liberarse en público de las prendas de vestir. Uso un par de referencias anecdóticas más para documentar el fenómeno. Veamos.
El 11 y 12 de septiembre de 1971 se realizó el “Festival de Rock y Ruedas en Avándaro”, como llamaron sus organizadores a aquel Woodstock a la mexicana. Revistas amarillas, como la sanguinolenta ¡Alarma! (la del “violóla, matóla y enterróla”), no dudaron en calificar al festival, simple y llanamente, como una “orgía de drogas y sexo”. Y el pretexto principal para esta denominación lo encontraron en el hecho de que una chava, desde lo alto de una camioneta mudancera, en medio del frenesí musical y animada, seguramente, por quienes la rodeaban, decidió develar sus senos y seguir bailando en ese estado de gracia. La joven pasó a la historia con el apelativo de “La Encuerada de Avándaro”.
Por aquel entonces se publicaba Piedra Rodante, un tabloide mensual funky, que fue una de las pocas publicaciones, de cualquier género, que hizo una reseña pormenorizada y desprejuiciada de lo acontecido en aquel encuentro de jóvenes jipitecas. Desde luego dio cuenta del acto de la atrevida jovenzuela y, en una entrega posterior, la entrevistó. Se llamaba Alma Rosa González, y era una adolescente regiomontana de familia bien. “La mota y el alcohol rolaron generosamente, pero Alma Rosa aseguró que nada de eso fue lo que le hizo quitarse la playera y soltar sus pechos al aire en lo más prendido del concierto. Fueron sus muy legítimas ansias de alivianarse, de ponerse a la hora del mundo”.* Aunque después se dijo que la entrevista habría sido apócrifa, lo publicado caló profundo en el imaginario colectivo.
Alma Rosa y el resto de los que estuvieron en Avándaro también atizaron el afán represivo del presidente Echeverría (“Compañero” que le diga María Esther), quien poco toleró en su sexenio cualquier tipo de manifestación juvenil, incluyendo a las publicaciones “onderas”.
¿Y qué fue de Alma Rosa?, ¿quién la volvió a ver? Por lo pronto, Álex Lora alardea que es suya:

Tengo una nena a todo dar
le gusta mucho rocanrolear
y ella me dice que me quiere
y que no hay otro como yo
y ella me confesó que ella es
la encuerada de Avándaro
de Avándaro

Un día de otoño de 1996, año en el que por fin conocí Londres, viajaba en el tube, y en el mismo vagón, muy cerca de mí, un grupo de jovencitas españolas reprendía a otra de ellas porque la noche anterior, en un fiesta en el apartamento de un amigo inglés que apenas conocían, se había desnudado frente a todos, al ritmo de la música. Yo era un testigo privilegiado del sermoneo, porque ellas daban por hecho que en aquel vehículo nadie entendería el español. La escuincla protagonista de la hazaña irradiaba picardía, no decía nada, pero las observaba con un gesto de superioridad, como consciente de haberse atrevido a hacer algo que sus amigas sólo desearon.
¿Cómo es que la música logra llevar a algunos a ese estado de euforia en el que la ropa estorba? Lejos de mí están los conocimientos que me permitan dar una explicación, y tal vez ahora sólo tenga el deseo de colocar en un solo sitio estas anécdotas, quizás por la similitud de circunstancias en las que ocurrieron los hechos que se relatan.


* Colectivo La Primera Dama, “La Encuerada de Avándaro”, El Universal, 6 de abril de 2007.


Leído en la primera lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 13 de junio de 2008.

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Peso y derrota

Alberto Vázquez Loaiza


No los busco, pero me sigo topando con los versos de Shakespeare que inspiran y dan nombre, por lo menos en la primera línea, a una de mis novelas favoritas de Javier Marías:

Mañana en la batalla piensa en mí y caiga tu espada sin filo: desespera y muere.

Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza.

Piensa en mí cuando fui mortal: desespera y muere.

Salida de Ricardo III, la vieja estrofa es una bella y aterradora sentencia susurrada al oído, la letal amenaza de una inercia eterna: el peso del recuerdo sobre el alma: caiga tu lanza.

¿En quién pensarás en tus batallas futuras? ¿Quién pesará sobre tu pecho y te hará rendirte y perderte? Podría ser el familiar perdido, el amigo traicionero, el amante engañado o algún cuerpo sin nombre de los que Kavafis añoraba, el desconocido que sin saberlo afectó el curso de nuestra vida. Podría también simplemente pesarte el engaño, la pérdida, la traición, el dolor, el fracaso, personificados y en escena, colgándose carne e interpretando personajes que vienen y se marchan dejando heridas, marcas permanentes: piensa en mí cuando fui mortal.

Un amigo se refiere a estas heridas pasadas como astillas: recuerdos de los naufragios, de las batallas dilapidadas. La astilla de cada derrota queda enterrada en la memoria: la punción arde, se inflama, infecta todo su derredor, invade con la pus del recuerdo: la secreción venenosa del descalabro. Con el tiempo llegan las opciones: la astilla es expulsada, como un objeto extraño al cuerpo de su huésped, o se encarna maliciosamente, se convierte en parte de nosotros; nos acostumbramos a sentirla entre nuestros tejidos, nos conformamos con el dolor que causa cuando se le toca: nos deja de sorprender el escalofrío que nos recorre cuando se mueve, inesperadamente, a pesar de tantos años. De cualquier manera, la astilla, expulsada o encarnada, dejará en nosotros una marca de su trascendencia, un sello postal: una cicatriz.

Las cicatrices no son mero elemento decorativo en el cuerpo y la memoria, tienen una función y uso práctico: el recuerdo y la enseñanza del pasado. El guerrero pregunta a sus cicatrices diariamente y éstas le cuentan de los errores cometidos en batalla, le recuerdan los golpes y las caídas, el obsceno sabor de la derrota. Las cicatrices advierten sobre las traiciones, predicen nuevas mentiras y bajezas, señalan el repertorio de estrategias humanas para lastimar. Bajo su enseñanza, asumimos el supuesto de ser más precavidos en nuestros ataques y más esquivos ante los otros, anticiparemos intenciones y predeciremos movimientos sutiles del enemigo: entenderemos que lanzarnos abiertamente a la lucha, sin escudo, no es la más prudente de las estrategias. Nuestras cicatrices se convertirán en aliadas, mejores amigas, al intimar con ellas comprenderemos la lógica de cada una de nuestras batallas, y quizá de toda la guerra.

Pero si lo único que nuestras cicatrices nos recuerdan es el duelo de la pérdida, la rabia de la derrota y la impotencia de la rendición, si en lugar de aceptarlas las rechazamos, las odiamos y les tememos, si en cada nueva batalla las vemos como el recuerdo de que ya no deberíamos pelear, ¿qué pasará con nosotros?

Cuando huimos de nuestras cicatrices éstas se convierten, en lugar de armas propias, en lanzas enemigas. El miedo nos llena, nos controla, nos lleva a repetir la misma batalla, la que ya conocemos, la que sabemos que no podremos ganar, la que nos deja estancados en la derrota continua pero conocida. El miedo escudado en el recuerdo nos prohíbe pensar en otros conflictos y otras luchas, nos congela la posibilidad de vencer. Nos hace huir hacia nosotros mismos, hacia un falso significado de hogar, nos grita que arriesgar no vale la pena, que perder es inevitable, que las batallas son vanas, que el dolor es inconsecuente, que el tiempo no cura y la vida no enseña. La cicatriz no aprendida nos hunde, nos derrota, nos lleva hasta abajo y no nos permite levantarnos. Nos reprocha: pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza.

La sentencia se hace realidad: los fantasmas del pasado, las heridas, traiciones y pérdidas se acumulan, se apilan, nos rebasan, se elevan por encima de nosotros para después caer y aplastarnos.

Y veré a lo lejos cumplirse la tan ansiada condena. Tu espada sin filo, inútil, desconfiada: tus ataques vanos, inconsecuentes, como pataletas de un niño obstinado y aterrado, tus armas sometidas ante las lanzas enemigas, tu derrota temprana y premeditada. Pues creíste en el veredicto de tus fracasos, desconfiaste y temiste: dudaste y huiste más de una vez. Desesperaste y jamás aprendiste, nunca lograste entender. Fallaste. Te negaste y te rendiste.

Porque mañana me recordarás. Seré el peso en tu alma, el plomo en el interior de tu pecho que te derrota, porque así lo eliges. Me verás como herida continua y sangrante, como cicatriz inútil, porque así lo elijo. Pensarás en mí cuando fui real y mortal para ti: desespera y muere.


Leído en la primera lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 13 de junio de 2008.


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Práctica de vuelo 1

El viernes 13, de buenísima suerte, tuvimos la primera lectura de la serie «Práctica de vuelo». Por parte del Taller de Ensayo Literario participaron Alberto Vázquez Loaiza y Rodolfo Sánchez Gómez, del grupo de los viernes. Pronto tendremos sus ensayos aquí —que fueron, dicho sea de paso, todo un éxito: ¡son buenísimos!
Por lo pronto, estas dos fotos: en la primera lee Alberto («Beto», para los cuates), y en la segunda Rodolfo.

Por cierto: «Práctica de vuelo» seguirá, los viernes 20 y 27 de junio y 4 de julio,
a las 20:00 horas, en la Joseluisa. ¡No falten, se pone muy bien!

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Gol


Maribel Mandarina

El futbol nos une
Cerveza Sol


A mi hermano no le gusta el futbol: ni practicarlo ni verlo. Esto no tendría la menor importancia si no fuera porque él fue el único varón entre seis mujeres. Tampoco sería catastrófico si los primos de nuestra generación no hubieran salido tan buenos deportistas. Una cuestión intranscendente sí a mí papá no le gustara tanto, tanto, ese deporte.
Desde la cocina yo oía a mi papá dirigir partidos de futbol: «¡Pásasela a Reynoso, no seas animal! ¡Bien, mi "Pichojos"!» También escuchaba algunos recordatorios de 10 de mayo a alguien llamado Árbitro y de apellido Vendido, lo que de repente era seguido por un momento de incertidumbre en el que mi papá lograba ser escuchado por esos hombres de short, y se escuchaba el grito de «¡GOOOOOOOOOOOOOOL!», que retumbaba en toda la casa, pero era sólo un grito, hacía falta quién le hiciera segunda en ese lugar vacío frente al televisor. Pero ese alguien se encontraba en su cuarto desarmando un viejo radio, o la misma licuadora que mi mamá buscaba para terminar la comida: también junto a él había un espacio vacío.
En esos años 70, o al menos en las costumbres de mi familia, las niñas no veían deportes, a menos que fuera patinaje sobre hielo o gimnasia artística. Pero para mí, una niña que nació a nueve días de terminarse el Mundial de México 70 y que seguramente en su último mes de gestación escuchó el grito de gol en más de seis ocasiones (considerando que fueron los goles que la selección mexicana anotó, de un total de 96), no era raro que ese grito me atrajera mientras ayudaba a mi mamá a prepararle la botana a mi papá para el partido. Ese lugar no debía estar vacío.
Mi hermano llenó su espacio físicamente con su amigo de la infancia: con él hizo experimentos con cuanto aparato eléctrico existía entonces en la casa, pero no se salvaba de tener que formar parte del equipo de futbol familiar, ni tampoco de asistir a los partidos de América-Cruz Azul, Chivas y Pumas, en compañía de tíos y primos que gustaban de ir a apoyar a sus respectivos equipos y de paso burlarse de quien resultara aficionado del equipo perdedor. Cada domingo mi hermano sufría al uniformarse para el partido; algunos parientes ya se habían dado cuenta de su poco esmero al correr detrás de un balón, así que el entrenador prefería dejarlo en la banca y tan sólo dejarlo jugar cuando el equipo no se completaba. Tiempo después, mi papá se compadeció de mi hermano y le dio su libertad deportiva, con la consecuencia de que algunos lazos afectivos quedaron en la banca.
Mientras esto ocurría, el lugar seguía vacío. No era un sitio prohibido abiertamente, tan sólo era seguir costumbres que mis hermanas y yo respetábamos o no se nos ocurría traspasar. La convivencia que hubo entre mi papá y sus hijas no era una relación en la que él demostrara sin reservas su cariño; para nosotras había otras circunstancias propias de las niñas, como comprarnos un globo, o un algodón de azúcar, dejarnos ir a los partidos de los primos para echarles porras, paseos al parque, e incluso rascarle la espalda y sacarle granitos. Pero nada que decir acerca del espacio vacante.
Un buen día —y digo «buen día» en el sentido de bueno y grandioso— me acerqué a la sala, donde mi papá veía sus partidos de futbol, e hice la pregunta que traía en los labios desde hacía ya varios domingos:
—¿Quién juega?
—América contra Pumas.
—¿Y quién va ganando?
—El América.
—¿Y tú a quién le vas?
—Al América.
Esta simple conversación bastó para que yo, lentamente, con un pase de la cocina a la sala, me instalara en ese lugar desocupado y pudiera hacer coro cuando el América volvió anotar. Mi padre no opuso resistencia a que yo estuviera ahí —siempre y cuando no estuvieran sus amigos—, e incluso el asunto fue oficial cuando desde la cocina mi mamá me llamaba para que terminara de ayudarle, y mi padre le decía:
—Déjala, ¿no ves que está viendo el partido?
El lugar estaba cubierto.

Durante un buen tiempo me aseguré dos horas de convivencia «exclusiva» con mi papá, y qué decir de las actividades hogareñas de las que me deshice. En cada partido me explicaba lo que era un tiro de esquina, un defensa, un delantero, por qué el portero sí podía agarrar el balón con las manos, qué era un penal, que el señor de negro no se llamaba Árbitro Vendido, sino que era el que decía qué estaba bien y qué mal, y era a quien se le podía echar la culpa de la derrota de cualquier equipo, pero sobre todo si ese equipo jugaba contra «los cremas o millonetas del América». Debo confesar que, a la fecha, algo que nunca entendí claramente fue lo que era un fuera de lugar, pero siempre asentía con la cabeza cuando mi papá afirmaba que un jugador estaba en esa posición —no fuera a darse cuenta del offside en que estaba yo y me sacara la amarilla, o peor, la roja.
Poco a poco descubrí que podía sacarle mayor provecho a la situación: no sólo había partidos de futbol, también estaban el americano, el beisbol, el básquet y las Olimpíadas. Todo cobraba sentido en cuanto lograba descifrar las reglas de cada juego y podía sorprender a mi papá cuando le decía que era un primero y diez, o una base por bola. Mis hermanas intentaron seguir mis pasos —o pases—, pero ellas no habían nacido en junio del 70, y a los cinco o diez minutos se aburrían de ver a los hombres aquellos pateando, golpeando y lanzando un balón, así que decidían expulsarse y reservar su emoción deportiva para los partidos finales y los clásicos, en los cuales yo me convertía en su instructora y en más de alguna ocasión les decía con qué equipo había que emocionarse cuando anotara, y los contrarios a los que había que maldecir e incluso odiar —porque a esas alturas ya podíamos perder la compostura.
Con el tiempo me di cuenta de que los jugadores a los que aprendí a apoyar partido tras partido no le tenían tanto amor a la camiseta como decían en las entrevistas: todo era cuestión de venderse al mejor postor —al fin y al cabo de eso vivían—. Pero siempre tendré en cuenta su ayuda, y si me preguntan, sí: llevo en mi pecho los colores del América
En la actualidad, los partidos de futbol pueden ser cualquier día de la semana, así que aún tengo la costumbre de ir al cuarto de mí papá y preguntarle: «¿Quién juega?». Y esta simple pregunta da para iniciar una conversación y quedarme un rato con él, ahora ya no por mí.


Nota sobre la foto: no es precisamente de un gol, sino de un gol que no fue tal. La tomó el fotógrafo Fabricio León en el instante justo en que Hugo Sánchez (gracias, Hugo) falló el penal decisivo que sacó a México del Mundial de 1986. La escena es del Salón Corona, de la Ciudad de México, y ahí se exhibe como un mural que dice mucho sobre esa forma mexicana de la fatalidad conocida como el «ya merito». El gol de Maribel, sin duda, es mucho mejor.

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Francisco González Crussí en Guadalajara

El ITESO recibirá próximamente la visita del Dr. Francisco González Crussí. Hemos preparado tres actividades en torno a su presencia:

Seminario sobre literatura y divulgación científica
(Campus del ITESO)
Martes 1 de abril
-10:00 horas: presentación a cargo de la Mtra. Susana Herrera, coordinadora de la Maestría en Comunicación de la Ciencia y la Cultura del ITESO.
-10:30 horas: exposición del tema «El ensayo literario como vehículo para el conocimiento científico», a cargo de José Israel Carranza, profesor de literatura del ITESO, y conversación con el Dr. Francisco González Crussí.
-11:45 horas: receso.
-12:00 horas: continuación de la conversación, con intervención de los participantes, a partir de la lectura de los libros La fábrica del cuerpo y A Short History of Medicine.

Miércoles 2 de abril
-10:00 horas: exposición a cargo del Dr. Alfonso Islas, profesor del ITESO, acerca del tema «Los escritores médicos», y conversación con el Dr. Francisco González Crussí.
-11:45 horas: receso.
-12:00 horas: exposición a cargo del Mtro. Carlos Enrique Orozco, jefe del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO, sobre el tema «Posibilidades de los investigadores para conectar a la ciencia con públicos más amplios», y conversación con el Dr. Francisco González Crussí (con intervención de los participantes). Conclusión.

Café Scientifique
(Casa ITESO-Clavigero)
Martes 1 de abril, 19:30 horas.
-Presentación a cargo del Dr. Alfonso Islas.
-Exposición del Dr. Francisco González Crussí sobre el tema «Consideraciones en torno a la muerte».
-Conversación con el público asistente.

Presentación de dos libros
(Casa ITESO-Clavigero)
Miércoles 2 de abril, 20:00 horas
Fernando de León y José Israel Carranza presentarán los libros La fábrica del cuerpo y Horas chinas, del Dr. Francisco González Crussí.

Tanto el Café Scientifique como la presentación de los libros serán actividades abiertas a todo el público; no así el seminario, que tendrá un cupo restringido. Por esta razón, a quien esté interesado en inscribirse en dicho seminario, favor de ponerse en contacto con Adriana Pantoja, del Centro de Promoción Cultural: apantoja@iteso.mx.

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Del palacio interior que todos llevamos dentro

Elena Arce

En el idioma español, el sustantivo «sueño» significa a la vez el momento de abandono hacia el descanso y el trabajo de la psique durante el tiempo del dormir. A través de la actividad mental se activa toda clase de imágenes que elabora el soñante y que, unidas, construyen historias, aunque no siempre sean recordadas. Muchas culturas han dado a los relatos oníricos valor mágico, y se han utilizado para obtener respuestas ante las incógnitas importantes de la existencia.

La ciencia actual da una explicación a este proceso a partir de los estudios de Sigmund Freud en los inicios del siglo xx. En un largo texto que bautizó como La interpretación de los sueños(1) dio un giro a lo que se decía de la mente en los años que le precedieron.

El médico vienés postuló que la conciencia es siempre fallida, y que el hombre deja así de ser un ente conducido por lo racional. Dijo que lo trascendente estaba oculto y que los seres humanos se esforzaban por cubrirlo a través de cortinajes engañosos que se constituían como defensas. «Señores», dijo Freud, «hay una parte del Aparato psíquico que es Inconsciente, se rige por reglas propias, diferentes a la consciencia Se establece una lucha entre lo que intenta surgir desde lo oculto y lo racional. La vía regia para tener acceso a ello es el campo del soñar».

Freud desplazó la importancia del vivir despierto hacia el dormir. No todo mundo está de acuerdo con su aportación, aunque la historia lo nombra como uno de los grandes pensadores del mundo de la cultura, tanto como Copérnico, Marx o Darwin.

Se asumen los relatos como lógicos y lineales. La asociación libre, piedra fundamental en el trabajo analítico, lleva al sujeto a la narración contingente. Nos encadenamos a la continuidad de las palabras para no permitir que lo azaroso haga sentir que la locura nos convierte en su presa.


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El escritor albanés Ismail Kadaré, en su novela El palacio de los sueños(2), describe un país donde el soñar es pilar del bienestar estatal. Los ciudadanos tenían obligación de escribir o narrar el material onírico que producían. Estos relatos se guardaban en absoluto secreto en un edificio de la capital, construido con pasillos laberínticos y galerías atestadas de expedientes. Constituía un centro de importancia vital, que imponía silencio absoluto para el personal que laboraba ahí.
El Sultán, gobernante de ese territorio, concibió la idea de recopilar los sueños, sustentado en la creencia de que Alá arrojaba su señal sobre la tierra de vez en cuando a través de imágenes oníricas, convirtiendo el sueño de algún ciudadano en aviso para la seguridad del estado. Así se conocería «el mensaje», de que algo necesitaba ser solucionado para prevenir daños graves como pestes, guerras, insurrecciones o cualquier otra desgracia. Su propósito era apagar el fuego antes de que se encendiera la primera chispa, y el deber del gobernante era buscarlo, aun a través de un arduo prolongado trabajo.
Se concibió una fortaleza llamada Tabir Saray. El palacio estaba organizado de tal manera que la estructura recolección-selección-interpretación fuera perfecta, sin errores.
Los elementos móviles de la Institución, los mayores en número y con la categoría más baja, eran los visitadores que se dirigían hacia todos los rincones del país. Su misión era recabar documentos y escribir los relatos de los soñantes. Una vez satisfecha su misión debían regresar veloces para entregar su preciada carga. Nadie impedía el paso de sus cabalgaduras, que portaban el estandarte real. Los sueños no podían envejecer, dada la inminencia de conocer lo oculto de ellos.
Los expedientes eran entregados a los escrutadores, que los seleccionaban por temas, desechando lo inservible. Los intérpretes daban sentido al material simbólico, con la obligación de ser acuciosos para detectar cualquier detalle singular que tuviera posibilidad de darle un sentido. Los relatos seleccionados por ser especiales terminaban su camino en la sección del «sueño maestro», manejada por expertos que tenían como misión llevar al Sultán su trabajo para que diera la última opinión y tomar determinaciones al respecto.
Kadaré dibuja un ambiente gris donde los empleados trabajaban clavados en oscuros escritorios, de los que se levantaban únicamente a la hora de la comida. Hombres que pasaban su vida entre fantasías y eran invadidos por ellas sin posibilidad de mencionarlas fuera del cerco palaciego.
Esta ficción kafkiana cobra un sentido político en la medida en que el control social se ejercía hasta en el espacio más privado que puede tener cualquier ser humano. No es la problemática individual del soñante lo que importa, sino el uso de sus fantasías al servicio de la estructura estatal.

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¿De qué manera podría relacionar la teoría del sueño con la ficción de Kadaré, escrita con la intención de hacer una denuncia política del país del que se autoexilió por divergencia con el sistema?
El escritor manifiesta sus propios miedos escenificados en la insensatez del sistema-edificio-cárcel que describe.
Lo desconocido amenaza poniendo en movimiento una maquinaria invisible que subrepticiamente lanza sus redes destructoras desde un lugar desconocido. Esto es una mera invención, escenificada a través de la detección del sueño maestro. «La verdad» descubierta que todavía está in situ se puede enfrentar, así disminuye la angustia ante lo desconocido.
Lo que sucede en el sistema político le pasa también al individuo. Hay una concepción paranoica del mundo. El Sultán encarna la instancia represora y perseguida que se transforma en persecutoria. Como dueño del país, decide la suerte de los habitantes, abortando las ideas, las conductas, cualquier cosa que pudiera repercutir en el manejo del poder. Así también funcionan las estructuras del aparato psíquico: las defensas se levantan ante lo desconocido.
La represión no es un simple mecanismo de olvido, dijo Freud, es una barrera ante la pulsión(3) que amenaza con inundar la conciencia. Subsiste agazapada en un lugar desconocido, para aflorar de manera poco amenazante a través de sueños, síntomas y actos fallidos.
El sueño se construye a través de l
os restos diurnos de las experiencias tenidas por el sujeto en el día, antes de dormir, tomando de esto su forma de material manifiesto a través del recuerdo. Los impulsos amenazantes se enlazan en las imágenes conocidas, que pueden aparecer sin dañar al aparato psíquico. Para darle sentido, hay que remitirse a los significados personales del propio sujeto.
Es el soñante el que trae todos los elementos del material onírico, y es también todos los personajes que ahí aparecen, que se van armando de componentes simbólicos.«Todos los sueños son sueños de deseo», dice Freud. Lo que se sueña está permitido. Uno se refiere coloquialmente a las «locuras del sueño» como si de repente nos fueran ajenos y alguien los hubiera colocado dentro desde el exterior, y como si no se los reconociera como propios.
Quizá esto es lo que Kadaré quiere decirnos. Soñar está permitido, es más fácil interpretar esos relatos que pedir que la gente nos cuente sus deseos desde el continente secreto del inconsciente. Éste resguarda de lo agresivo y lo erótico. Llena de amenazas al individuo que los porta tanto como al que los escucha.
Guardar lo inconsciente en un palacio lleno de galerías quizás implique la utopía de vaciar de peligros al soñante. Debe de ser grato imaginar que se dejan las amenazas encerradas con grandes cerrojos y se permanece libre de toda preocupación. Es el Sultán-represor el que se encarga de cuidar a los ciudadanos, aun a costa de la muerte, si fuera necesaria.

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Kadaré hace un magistral relato: la preocupación del Sultán cobra realidad cuando detecta algo que lo advierte de una posible rebelión. En un gran despliegue de fuerzas caen las cabezas de los señalados por el sueño maestro. Después todo sigue igual, y en el Tarik Sabay se almacenará un nuevo documento en el archivo especial que sólo alberga «sueños maestros».
¿Podríamos cercenar así nuestras pulsiones que son las que provocan la vibración del vivir? Kadaré nos introduce en una novela creada por su fantasía. La de cada uno sería la «novela individual del neurótico», al decir freudiano; la que traemos a cuestas conteniendo nuestros sueños, albergados en los laberínticos pasadizos del inconsciente.
La riqueza del mundo interno es lo que nos lleva a la posibilidad de crear. A través de ello se puede narrar cualquier cosa sin dañar a nadie, levantar la prohibición y permitir que las pulsiones se coloquen fuera sin ningún problema.
Transcribo las palabras de Leopoldo María Panero: «Si por algo estoy en la literatura es para averiguar hasta dónde puede llevar la vida, si se la fuerza en exceso. Si por algo estoy en el verbo es para saber qué se hizo del vino y del grito, del relincho del perro y del horizonte de la ausencia…».[4]



[1] Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, Amorrortu, 1979.

[2] Ismail Kadaré, El palacio de los sueños, Alianza Editorial, 2007.

[3] «Pulsión». Término definido por Freud que señala las fuerzas derivadas de las tensiones somáticas en el ser humano, y que se ubican entre el nivel somático y el nivel psíquico. No es equivalente al instinto, que se da únicamente en los animales. Las pulsiones son dos grandes grupos: pulsión de vida, o Eros, y pulsión de muerte o Thanatos.

[4] Leopoldo María Panero, Papá, dame la mano que tengo miedo, Cahoba Ed., 2007.

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Vergüenza de parte de mujer

Édgar Mondragón

Voy a comenzar acelerando y dando vuelta en la primera esquina: tengo que decir que el concepto de vergüenza que voy a utilizar es distinto al uso normal que damos a la palabra. El sentido con el que me referiré a ella es el de un padecimiento: la enfermedad de la vergüenza.
La necesidad de tocar el tema nace del asombro: me sorprende que alguien pueda ver alterada su salud por tal causa. Claro que he escuchado a alguien en alguna situación incómoda decir que «muere de la vergüenza», pero no literalmente, sino más bien como una exagerada metáfora cursi.
Para los indígenas de algunas regiones de México el caso es diferente.
Viene entonces la entrada al camino: Gracia María Imberton escribió un libro completo sobre el tema, una investigación sobre la vergüenza en una comunidad chol en Chiapas
(1).
Entre otros, habla del caso de un hombre que edifica su casa, y tiene la oportunidad de utilizar materiales para construir un techo de lámina en lugar del típico de paja; la gente hace chisme y habla mal de él y su pareja: su mujer entonces enferma de vergüenza de lámina. El curandero, como en otros casos de vergüenza, sigue el procedimiento de curación; un ritual que incluye como elemento principal agua preparada con hierbas y aguardiente a la que se reza. Previamente, se remoja en el objeto o animal al que se debe el nombre de la vergüenza. En el caso de la vergüenza de lámina se utiliza el rocío de las mañanas en la lámina para agregar a la pócima. Luego se remoja un pañuelo con esta agua y se coloca en la cabeza del enfermo.
Otros ejemplos son similares: una mujer comete un error al cocinar pollo para sus invitados y ellos enferman del estómago. Irremediablmente ella enfermará de vergüenza de pollo. Agua remojada en pollo, preparada y rezada, la curará.
Ahora voy a tomar la primera curva: primero habría que aclarar que cuando los indígenas utilizan la frase «parte de mujer» la usan como un eufemismo para referirse a la vagina; ahora bien, cuando hablo de la vergüenza de parte de mujer no me refiero a una enfermedad ginecológica: la vergüenza de parte de mujer es un padecimiento emocional, psicosomático, y afecta en todo caso solamente a individuos del sexo masculino. Imberton escribe: «Cuando un muchacho se enamoró con esa muchacha, dijo que se va a casar con ella, pero de repente se casa con otra mujer, entonces tiene que andar de boca en boca: “¿por qué se casó con ella?, si yo fui la primera muchacha que conoció”, empieza la mujer y llega, “¿por qué hiciste esto, por qué te casaste con ella?”».
El joven rompió el compromiso, y la consecuencia ha sido enfermar de vergüenza de parte de mujer.
En principio parece que hay una justicia en la enfermedad. Sobre todo una justicia sobresalientemente favorable a la mujer afectada. Esto es significativo en una sociedad inundada en el machismo.
(2)
De regreso a un par de curvas sinuosas: después del ligero aire de equidad de género que enseña el origen de la vergüenza de parte de mujer, uno escucha los síntomas y cae en la cuenta de que hay detrás otros significados ocultos.
Imberton nos describe: «Pablo comenzó a tener problemas con sus manos. La piel estaba muy delicada y entre los dedos se abrían grietas que supuraban. (...) decidió visitar al curandero. Éste lo pulsó y diagnosticó vergüenza de parte de mujer, porque las grietas recuerdan a la parte de la mujer.»
Escuchar esto me remitió inmediatamente a Octavio Paz, cuando se refiere a la esencia del machismo del mexicano: «el ideal de la “hombría” consiste en no “rajarse”(...) Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su “rajada”, herida que jamás cicatriza».
Todo este camino parece regresar una y otra vez al machismo, pero hay que detenerse y virar.
Chiapas es el lugar de donde supe de la vergüenza, así que voy a tomar esa dirección para buscar el origen de la enfermedad.
Lo que pienso es que un paseo por el Cañón del Sumidero puede darnos algunas pistas. Los guías que conducen al turista a través del río Grijalva, en la parte que se ubica en el fondo de la barranca, te pueden mostrar cómo entre las piedras y el musgo se esconde la figura de un árbol de Navidad o un caballito de mar. Pero sobre todo cuentan con orgullo la leyenda de como sus antepasados indígenas, cuando estuvieron acorralados por el ejército conquistador español, prefirieron arrojarse al vacío en un suicidio colectivo antes que verse vencidos. Jan De Vos, historiador belga especialmente interesado en Chiapas, desmiente esta leyenda en su libro La batalla del Sumidero.
Una curva rápida: Es posible que existiera entonces una vergüenza de guerrero, una vergüenza con síntomas tan horribles que una persona prefiriera caer 800 metros antes que sufrir la enfermedad.
Tal vez esto pueda acercarnos a tratar de entender esta serie de hechos ilógicos para nuestra cultura actual.
Ahora tomemos el camino de la cura de la enfermedad. La vergüenza de parte de mujer, como las otras vergüenzas, se cura de manera similar: se necesita de aguas preparadas y rezadas, remojadas con el origen del padecimiento. «Para la curación se requiere de agua en la que la mujer haya lavado su “parte”, sus órganos sexuales. Lo mejor sería —dice el poblador— que fuera agua de la mujer con la que no se casó, “si lo perdonó y es tan amable, pero va a estar difícil”. Si no, puede pedirse a cualquier otra mujer, aunque no es fácil ya que cuando el curandero “reza esta agua”, puede enfermar a la mujer donante».
El método simbólico permanece intacto: el enfermo, el origen de la enfermedad y el objeto que los relaciona, un símbolo, en estos casos invariablemente agua remojada en el origen.
Las dos curvas traseras: desde la perspectiva de una persona que vive en la ciudad todos estos casos parecen absurdos. Pero hay símiles de otros casos, en nuestra sociedad cercana, que parecen tener menor sentido. Conozco dos ejemplos parecidos a los anteriores como métodos de curación. Los dos coinciden en los componentes: el enfermo, el origen y el símbolo.
Primero: en un table dance una mujer pone un hielo sobre su vulva, el parroquiano observa. La prostituta acerca el hielo a la boca del cliente. Éste lo mastica. Está curado.
Dos: El Tucanazo es un bar de prostitutas que abre en la madrugada. De todos los lugares de la ciudad llegan las mujeres que no pudieron concretar la venta de sus servicios en sus respectivos establecimientos. Ellas buscan cerrar alguna transacción o simplemente divertirse en un ambiente más relajado. Los hombres llegan para continuar con la borrachera que les negaron seguir en los bares y table dances con horario regular. También frecuentemente para contratar una prostituta con mayor facilidad.
Una mujer platica con un cliente. Al mismo tiempo desenvuelve una paleta de dulce que saca de su bolsa: es una paleta De la Rosa. Da una o dos chupadas al dulce y sube en la mesa. Introduce en su vagina la paleta. Se la ofrece al cliente. El cliente chupa la paleta. Está curado.
La mente crea un padecimiento relacionado con un objeto. La imaginación crea un símbolo. La vergüenza se cura.

Ahora voy a dejar este camino. Tengo que dirigirme a otro lugar.


(1) Gracia María Imberton, La vergüenza. Enfermedad y regulación social en una comunidad chol, tesis de maestría en Antropología Social, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Autónoma de Chiapas, 1999 (publicada como La vergüenza. Enfermedad y regulación social en una comunidad ch’ol, PROIMMSE-UNAM, Colección Científica no 5, México, 2002).

(2) Una pequeña desviación en el camino: los casos de mujeres «castigadas» por una «afrenta» a un hombre abundan en la cultura popular mexicana. Carlos Monsiváis menciona, en Los mil y un velorios, el corrido de fines del siglo XIX: «Acúdase al ejemplo del “Corrido de Rosita Alvírez”, de asunto tan convencional y desenlace tan previsible. Rosita es coqueta y su pretendiente Hipólito es celoso; Rosita es la presa más codiciada, Hipólito es la furia que acecha; Rosita coquetea, Hipólito la mata».

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