Escargot

Édgar Mondragón

Con la resulta de que apareció un caracol en la cocina. Repugnancia. Claro, en algunos de nuestros territorios del imperio habrá quien asocie, gustosamente, cocina y caracol. Pero que los bárbaros anden en sus andrajos de piel no significa que debamos uniformar a nuestros centuriones cual salvajes. Tampoco habría por qué pensar culinariamente de un baboso enconchado.
    Lejos de fijar mi preocupación en la barbarie alimenticia de la Galia, lo que me inquieta es la impune llegada sin invitación del molusco. Uno vive en la idea de que la reja y el interfón, esos regalos del dios a nosotros los hoscos, dan la primera línea de defensa. Después de todo, elegir vivir en un condominio cerrado es una decisión que busca, principalmente, evitar las visitas indeseadas. Es esa idea moderna de seguridad medieval —el castillo — la que nos une a los condóminos. En la próxima reunión de vecinos pienso hacer la moción de crear zanja con agua y reptiles para de una vez alejar, incluso, a los insufribles repartidores de volantes. De ahí el drama: ¿cómo ha hecho este animalejo para burlar nuestras protecciones?
    Vuelvo a fijar la mirada en el invasor. Cínico. Ni se inmuta. Es consciente de tener el dominio del terrirorio. A mí me da asco sólo imaginar cómo lo despego del cristal de la ventana en la cocina, al que se ha fijado y del cual ahora es dueño.
    Y así como se ha pegado al vidrio, así se me han adherido ideas sobre su advenimiento.
    Tengo la certeza de que lo ha planificado. Que, sabedor de mi disgusto por su especie, ha elegido venir precisamente a plantarse en esta ventana, de este departamento, en este edificio. La maldad absoluta encerrada en un caparazón. Sí, se podría decir que no es posible que un caracol pueda decidir llegar aquí, y mucho menos que lo haga, especialmente, para molestar a alguien. Pero yo creo en los actos de voluntad de los moluscos. El animal sabe que llega a un lugar al que no pertenece. Y aun así ha decidido venir aquí. Porque puede. Admito que admiro al molusco pegado y preparando el sueño invernal, sin prestar atención a mi enojo. Eso demuestra que quiere estar ahí y asegura que no va a estar quejándose porque el destino lo ha dejado atrapado en un jardín.
    Paso la vida platicando con otros babosos que creen fuertemente que jamás podrían salir de su hábitat. Y esperan a que alguien cuente una fábula (vaya, algún cuento infantil de pequeñas bestias antropomorfas y salivosas) para armarse de determinación y así poder salir de su lugar predestinado. ¡Caracoles!
    Las ideas son así de simples e inesperadas: caminan lentamente, llegan al cristal de la conciencia, se pegan y de repente podemos verlas a través de la ventana. Nos han invadido.
    Ahora, si la idea es francamente una babosada, no veo por qué dejarla pegada.
    Aun nosotros, que estamos hoy adheridos en esta ventana de vida, tendremos esa dosis de olvido cuando llegue una mano invisible a despegarnos.
    En tanto sucede eso, en legítima defensa, preparo la sal.

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3 comentarios

  1. Anónimo // 6:07 a.m.  

    Me gustó mucho. Es un texto escrito con la inteligencia de los buenos escritores. Lo puedo leer mil veces y siempre voy a encontrarlo interesante.
    ¡Muchas Felicidades!

    mercedes.

  2. Anónimo // 5:23 p.m.  

    Es interesante tu reflexión y creo que cada vez te aproximas más al nobel de literatura.

  3. Anónimo // 5:24 p.m.  

    Es interesante tu reflexión y creo que cada vez te aproximas más al nobel de literatura.

    HYE