Peso y derrota

Alberto Vázquez Loaiza


No los busco, pero me sigo topando con los versos de Shakespeare que inspiran y dan nombre, por lo menos en la primera línea, a una de mis novelas favoritas de Javier Marías:

Mañana en la batalla piensa en mí y caiga tu espada sin filo: desespera y muere.

Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza.

Piensa en mí cuando fui mortal: desespera y muere.

Salida de Ricardo III, la vieja estrofa es una bella y aterradora sentencia susurrada al oído, la letal amenaza de una inercia eterna: el peso del recuerdo sobre el alma: caiga tu lanza.

¿En quién pensarás en tus batallas futuras? ¿Quién pesará sobre tu pecho y te hará rendirte y perderte? Podría ser el familiar perdido, el amigo traicionero, el amante engañado o algún cuerpo sin nombre de los que Kavafis añoraba, el desconocido que sin saberlo afectó el curso de nuestra vida. Podría también simplemente pesarte el engaño, la pérdida, la traición, el dolor, el fracaso, personificados y en escena, colgándose carne e interpretando personajes que vienen y se marchan dejando heridas, marcas permanentes: piensa en mí cuando fui mortal.

Un amigo se refiere a estas heridas pasadas como astillas: recuerdos de los naufragios, de las batallas dilapidadas. La astilla de cada derrota queda enterrada en la memoria: la punción arde, se inflama, infecta todo su derredor, invade con la pus del recuerdo: la secreción venenosa del descalabro. Con el tiempo llegan las opciones: la astilla es expulsada, como un objeto extraño al cuerpo de su huésped, o se encarna maliciosamente, se convierte en parte de nosotros; nos acostumbramos a sentirla entre nuestros tejidos, nos conformamos con el dolor que causa cuando se le toca: nos deja de sorprender el escalofrío que nos recorre cuando se mueve, inesperadamente, a pesar de tantos años. De cualquier manera, la astilla, expulsada o encarnada, dejará en nosotros una marca de su trascendencia, un sello postal: una cicatriz.

Las cicatrices no son mero elemento decorativo en el cuerpo y la memoria, tienen una función y uso práctico: el recuerdo y la enseñanza del pasado. El guerrero pregunta a sus cicatrices diariamente y éstas le cuentan de los errores cometidos en batalla, le recuerdan los golpes y las caídas, el obsceno sabor de la derrota. Las cicatrices advierten sobre las traiciones, predicen nuevas mentiras y bajezas, señalan el repertorio de estrategias humanas para lastimar. Bajo su enseñanza, asumimos el supuesto de ser más precavidos en nuestros ataques y más esquivos ante los otros, anticiparemos intenciones y predeciremos movimientos sutiles del enemigo: entenderemos que lanzarnos abiertamente a la lucha, sin escudo, no es la más prudente de las estrategias. Nuestras cicatrices se convertirán en aliadas, mejores amigas, al intimar con ellas comprenderemos la lógica de cada una de nuestras batallas, y quizá de toda la guerra.

Pero si lo único que nuestras cicatrices nos recuerdan es el duelo de la pérdida, la rabia de la derrota y la impotencia de la rendición, si en lugar de aceptarlas las rechazamos, las odiamos y les tememos, si en cada nueva batalla las vemos como el recuerdo de que ya no deberíamos pelear, ¿qué pasará con nosotros?

Cuando huimos de nuestras cicatrices éstas se convierten, en lugar de armas propias, en lanzas enemigas. El miedo nos llena, nos controla, nos lleva a repetir la misma batalla, la que ya conocemos, la que sabemos que no podremos ganar, la que nos deja estancados en la derrota continua pero conocida. El miedo escudado en el recuerdo nos prohíbe pensar en otros conflictos y otras luchas, nos congela la posibilidad de vencer. Nos hace huir hacia nosotros mismos, hacia un falso significado de hogar, nos grita que arriesgar no vale la pena, que perder es inevitable, que las batallas son vanas, que el dolor es inconsecuente, que el tiempo no cura y la vida no enseña. La cicatriz no aprendida nos hunde, nos derrota, nos lleva hasta abajo y no nos permite levantarnos. Nos reprocha: pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza.

La sentencia se hace realidad: los fantasmas del pasado, las heridas, traiciones y pérdidas se acumulan, se apilan, nos rebasan, se elevan por encima de nosotros para después caer y aplastarnos.

Y veré a lo lejos cumplirse la tan ansiada condena. Tu espada sin filo, inútil, desconfiada: tus ataques vanos, inconsecuentes, como pataletas de un niño obstinado y aterrado, tus armas sometidas ante las lanzas enemigas, tu derrota temprana y premeditada. Pues creíste en el veredicto de tus fracasos, desconfiaste y temiste: dudaste y huiste más de una vez. Desesperaste y jamás aprendiste, nunca lograste entender. Fallaste. Te negaste y te rendiste.

Porque mañana me recordarás. Seré el peso en tu alma, el plomo en el interior de tu pecho que te derrota, porque así lo eliges. Me verás como herida continua y sangrante, como cicatriz inútil, porque así lo elijo. Pensarás en mí cuando fui real y mortal para ti: desespera y muere.


Leído en la primera lectura de la serie «Práctica de vuelo», en la Joseluisa, el viernes 13 de junio de 2008.


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1 comentarios

  1. Anónimo // 9:20 a.m.  

    Felicidades Alberto, tu ensayo es lo máximo. No tuve el gusto de escucharlo de viva voz, pero he tenido el placer de leerlo con la calma de mi propio tiempo. Es tan conmomedor que no creo olvidarlo.

    Muchas gracias.

    mercedes.