La profunda geografía de la lectura

Ninah Basich
Verba volant scripta manent
Hay personas cuyo aspecto general está determinado por ciertos rasgos: el arco de la ceja, el color de la mirada, el largo del cabello, la línea de los labios, la complexión o la constitución.
    Habitar el cuerpo. Es lo que expresaba la voz de la guía mientras estábamos acostados, en espera de sus instrucciones, en el taller de bioenergética. Era, según recuerdo, la primera lección para conseguir mayor efectividad en las posiciones de yoga —los asanas—, y que la meditación, que venía a continuación, fuera más provechosa. En las primeras sesiones cualquier distracción me apartaba de aquel objetivo: morar en el cuerpo, recorrerlo con la mente y percibir la textura, el calor, la metamorfosis, la dureza, el dolor y el placer. Después de unas semanas logré hacerlo, no sin cierta concentración, pero para sorpresa mía el cuerpo no era lo que yo pensaba: mi organismo tenía una geografía bastante peculiar que, una vez dentro de ella, me era muy difícil eludir.
La inagotable belleza en los caprichos del lenguaje, los panoramas, los paisajes interiores y la armonía dentro de esa exuberante convivencia. Me detenía en la contemplación, vagaba por lugares fantásticos concebidos por una imaginación igual de sorprendente, corría con el descubrimiento en la punta de los dedos y, con pasos más ligeros que un corazón afortunado, pasaba de un lugar a otro casi siempre esbozando una sonrisa. Y de pronto, la revelación: así que esto era lo que sucedía cuando era niña.
    Recuerdo tardes en que me llamaban a comer y me veía obligada a salir de algún lugar remoto para escuchar qué decían. Subía los treinta y nueve escalones para abandonar la mazmorra en la isla de If, o volvía de alguna isla misteriosa, o interrumpía la batalla, con mi espada por un lado, para asomarme y ver que allá, a lo lejos, me llamaban a comer. En varias ocasiones no era una proeza sencilla, la selva tropical se apoderaba de mis piernas, me tomaba prisionera, y no sin gran esfuerzo conseguía desprenderme de aquella maleza para llegar hasta el comedor a tiempo. No siempre lo logré.
    Había también otros momentos en las lecturas cuando las palabras se llenaban de inquietud; entonces cerraba un poco el libro mientras una cascada de preguntas y reconciliaciones bajaba dentro de mí, confortándome; siempre conservaba un dedo dentro de sus páginas para no soltar el aliento, la complicidad, o para mantenerlo húmedo en la fluida agua de sus líneas.
    Si acaso la tristeza anudaba las palabras o la angustia se abatía sobre la lectura, recargaba el libro sobre mi pecho con sus páginas abiertas para consolarnos mutuamente en un abrazo; lo sostenía así por un instante largo. Hubo tardes en que mis lágrimas caían sobre su espalda con los sollozos sacudiendo nuestro abrazo, tras lo cual, al sentarme en el comedor me era imposible pasar bocado.
    También la alegría y el gozo eran frecuentes. Con una sonrisa irrebatible bailaba con la lectura sobre mi cabeza, con el deseo de besar a todos, no sólo su portada, y que el mundo supiera que dentro de las líneas, con palabras subrayadas, alguien era dichoso.
De las lecturas se puede esperar cualquier cosa. Van conquistando terreno dentro de nuestro cuerpo hasta que se apoderan de nosotros. De esta manera es posible mirar su profunda geografía. Por eso se han manifestado con desmesurada generosidad lugares extraordinarios, plenos de belleza, de fantasía, de elocuencia en graciosa y perenne continuidad en mi interior.
    La ligereza del terreno es propicia. De qué otro modo puedo explicarme la variedad de climas, estaciones, escenarios y parajes. La prodigiosa naturaleza del lenguaje ha dejado su rastro en cada parte de mi cuerpo. Selvas, lagunas, montañas, valles, cielos, declives, universos, ciudades y pueblos. Praderas en las que el sol se pone con arrebato en una tarde lluviosa. Páramos donde los sentimientos se estrellan contra el aire. Lugares donde el sueño no va a posarse jamás. Oscuridades a las que la luna teme acudir. Ciudades incendiadas. Simas con cadáveres en sus atuendos de héroes. Barrios sucios, malolientes y terribles por los que se pasa de lado con el terror apretándose a nuestra espalda. Parajes de locura e insomnio. Castillos, catedrales, catacumbas. Puentes que van de lo real a lo fantástico.
    En medio del desierto, en la espalda, un fuerte ondea la bandera azul. Por mi brazo derecho patinan fiordos con la poesía de las sirenas entre sus olas. En la rodilla izquierda, un planeta solitario colisiona con dos mundos desconocidos. La selva es una maraña exuberante en la pierna derecha y ya se extiende hasta el pie. En algún lugar, que ahora no recuerdo, giran molinos de viento: creo que son gigantes. El mar es caprichoso: tan pronto se encuentra en el estómago como en las manos, o se agita en el pecho, y sobre él, fragatas, bergantines, barcazas y naufragios. Islas de olvido y de esperanza. Mazmorras, cárceles, prisiones, fortalezas. Ruinas desmoronándose cerca del tobillo. El castillo de Moulinsart está detrás de la segunda costilla. También hay lugares que no logro precisar con claridad, difusos, inestables, donde el pensamiento se enturbia formando una neblina dulce, y que al parecer desaparecen a simple vista. En el talón yacen bajo un cielo estrellado los restos de una ciudad industrial. Tengo un torbellino filosófico en el laberinto del oído, que no encuentra aún la salida. Entre el primero y el segundo latidos hay un desierto donde ha aterrizado una avioneta averiada. Últimamente un árbol rojo insiste en florecer en medio de mi corazón, a un lado de la casa, que gracias a un trabajo bien hecho, ha cambiado el color de su techo —quitándolo—, y ahora luce un hermoso y claro azul cielo.
    Casas cuyas ventanas dan al norte y las mujeres lloran porque nadie regresa por el camino. Casas con las ventanas cerradas para esconder inconfesables pecados. Casas donde la tranquilidad está en un plato de arroz. Casas abiertas, con las historias de la familia ventilándose al viento. Casas de cristal, que parecen palacios. Casas de nogal con muñecos como personas. Casas de citas clandestinas. Casas en ciudades invisibles.
    Lo más increíble en esta geografía son sus habitantes. Personajes que se mueven como por su casa. Que mantienen las cosas en su sitio —a veces no tanto. Que nunca están silenciosos. Para quienes la vida es un sueño o una aventura, aunque en ocasiones sea desafortunada. Muchos han muerto. Cuando los recuerdo, las lágrimas vuelven a mojar su espalda. Por eso el cementerio de esta geografía siempre está lleno de flores.
En este preciso momento me doy cuenta de que no poseo una cartografía. No hay mapa del terreno, no hay indicadores ni señales; a veces creo que aquí tampoco existe eso de la propiedad privada. Reconozco que sería un desperdicio de tiempo intentar hacer algún trazo que sirva de orientación. La geografía de la lectura cambia constantemente. Se edifica sobre lo ya construido, se descubren nuevos rincones, se mueven los mares... Hay una especie de mudanza circunstancial que no deseo impedir, mucho menos controlar. Acabaría con las sorpresas, con los recuerdos y con su agradable singularidad. Estoy segura de que quedan todavía lugares intactos en espera de su propia lectura para expandirse.
Me gusta pensar que nuestros rasgos y nuestro cuerpo se transforman como consecuencia de esa maravillosa geografía, y que algún día seremos capaces de percibir sobre la superficie lo que habita en el interior. Tal vez sin darnos cuenta ya sucede. Tengo un amigo que, cuando habla, se permea sobre su pecho una campiña inglesa siempre verde. En otro sus ojos se elevan como cúpulas barrocas, y desde su tórax a sus brazos hay catedrales y torreones.
    No dudo de que los que desaparecen para el mundo sean los que se adentran más de la cuenta en esos paisajes —su escape de la realidad— y, una vez dentro, deciden vivir ahí para siempre. Son los que hablan incoherencias, describen lugares o sucesos que nunca han conocido, y de los que nadie es capaz de comprender qué les acontece. En algún momento de la vida esto puede contemplarse como la gran posibilidad.
Debo confesar que hay muchas lecturas a las que no volveré porque se han sellado los lugares con los tres sellos infinitos: la imagen, el sentimiento y la palabra. Así permanecen, con la respiración serena de quien ha vivido en el borde de una plenitud inesperada, como la marca de un beso atrevido en la mejilla. De alguna forma siempre quedan las lecturas asombrosas, donde la cosecha se recoge año con año en un trigal que rodea el corazón.
Leído en la segunda lectura de la serie «Práctica de vuelo», 
en la Joseluisa, el viernes 20 de junio de 2008.
 

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2 comentarios

  1. Alejandro Vargas // 8:38 p.m.  

    Wooow, que buen ensayo, desde las primeras líneas me envolvió y mas por referirte a Dumas.
    La verdad está muy bueno y cuando uno sufre de la enfermedad de la lectura, podemos comprender, o intentar hacerlo, la geografía.

    Saludos!

  2. Anónimo // 8:27 a.m.  

    Lo complejo para la mayoría de los mortales que no tienen la costumbre de leer, lo resuelve con delicadeza, imaginación y habilidad literaria para atrapar hasta al más escéptico. Una chulada de ensayo y un placer haberlo escuchado en vivo.

    ¡Felicidades Ninah!

    mercedes.