Del palacio interior que todos llevamos dentro

Elena Arce

En el idioma español, el sustantivo «sueño» significa a la vez el momento de abandono hacia el descanso y el trabajo de la psique durante el tiempo del dormir. A través de la actividad mental se activa toda clase de imágenes que elabora el soñante y que, unidas, construyen historias, aunque no siempre sean recordadas. Muchas culturas han dado a los relatos oníricos valor mágico, y se han utilizado para obtener respuestas ante las incógnitas importantes de la existencia.

La ciencia actual da una explicación a este proceso a partir de los estudios de Sigmund Freud en los inicios del siglo xx. En un largo texto que bautizó como La interpretación de los sueños(1) dio un giro a lo que se decía de la mente en los años que le precedieron.

El médico vienés postuló que la conciencia es siempre fallida, y que el hombre deja así de ser un ente conducido por lo racional. Dijo que lo trascendente estaba oculto y que los seres humanos se esforzaban por cubrirlo a través de cortinajes engañosos que se constituían como defensas. «Señores», dijo Freud, «hay una parte del Aparato psíquico que es Inconsciente, se rige por reglas propias, diferentes a la consciencia Se establece una lucha entre lo que intenta surgir desde lo oculto y lo racional. La vía regia para tener acceso a ello es el campo del soñar».

Freud desplazó la importancia del vivir despierto hacia el dormir. No todo mundo está de acuerdo con su aportación, aunque la historia lo nombra como uno de los grandes pensadores del mundo de la cultura, tanto como Copérnico, Marx o Darwin.

Se asumen los relatos como lógicos y lineales. La asociación libre, piedra fundamental en el trabajo analítico, lleva al sujeto a la narración contingente. Nos encadenamos a la continuidad de las palabras para no permitir que lo azaroso haga sentir que la locura nos convierte en su presa.


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El escritor albanés Ismail Kadaré, en su novela El palacio de los sueños(2), describe un país donde el soñar es pilar del bienestar estatal. Los ciudadanos tenían obligación de escribir o narrar el material onírico que producían. Estos relatos se guardaban en absoluto secreto en un edificio de la capital, construido con pasillos laberínticos y galerías atestadas de expedientes. Constituía un centro de importancia vital, que imponía silencio absoluto para el personal que laboraba ahí.
El Sultán, gobernante de ese territorio, concibió la idea de recopilar los sueños, sustentado en la creencia de que Alá arrojaba su señal sobre la tierra de vez en cuando a través de imágenes oníricas, convirtiendo el sueño de algún ciudadano en aviso para la seguridad del estado. Así se conocería «el mensaje», de que algo necesitaba ser solucionado para prevenir daños graves como pestes, guerras, insurrecciones o cualquier otra desgracia. Su propósito era apagar el fuego antes de que se encendiera la primera chispa, y el deber del gobernante era buscarlo, aun a través de un arduo prolongado trabajo.
Se concibió una fortaleza llamada Tabir Saray. El palacio estaba organizado de tal manera que la estructura recolección-selección-interpretación fuera perfecta, sin errores.
Los elementos móviles de la Institución, los mayores en número y con la categoría más baja, eran los visitadores que se dirigían hacia todos los rincones del país. Su misión era recabar documentos y escribir los relatos de los soñantes. Una vez satisfecha su misión debían regresar veloces para entregar su preciada carga. Nadie impedía el paso de sus cabalgaduras, que portaban el estandarte real. Los sueños no podían envejecer, dada la inminencia de conocer lo oculto de ellos.
Los expedientes eran entregados a los escrutadores, que los seleccionaban por temas, desechando lo inservible. Los intérpretes daban sentido al material simbólico, con la obligación de ser acuciosos para detectar cualquier detalle singular que tuviera posibilidad de darle un sentido. Los relatos seleccionados por ser especiales terminaban su camino en la sección del «sueño maestro», manejada por expertos que tenían como misión llevar al Sultán su trabajo para que diera la última opinión y tomar determinaciones al respecto.
Kadaré dibuja un ambiente gris donde los empleados trabajaban clavados en oscuros escritorios, de los que se levantaban únicamente a la hora de la comida. Hombres que pasaban su vida entre fantasías y eran invadidos por ellas sin posibilidad de mencionarlas fuera del cerco palaciego.
Esta ficción kafkiana cobra un sentido político en la medida en que el control social se ejercía hasta en el espacio más privado que puede tener cualquier ser humano. No es la problemática individual del soñante lo que importa, sino el uso de sus fantasías al servicio de la estructura estatal.

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¿De qué manera podría relacionar la teoría del sueño con la ficción de Kadaré, escrita con la intención de hacer una denuncia política del país del que se autoexilió por divergencia con el sistema?
El escritor manifiesta sus propios miedos escenificados en la insensatez del sistema-edificio-cárcel que describe.
Lo desconocido amenaza poniendo en movimiento una maquinaria invisible que subrepticiamente lanza sus redes destructoras desde un lugar desconocido. Esto es una mera invención, escenificada a través de la detección del sueño maestro. «La verdad» descubierta que todavía está in situ se puede enfrentar, así disminuye la angustia ante lo desconocido.
Lo que sucede en el sistema político le pasa también al individuo. Hay una concepción paranoica del mundo. El Sultán encarna la instancia represora y perseguida que se transforma en persecutoria. Como dueño del país, decide la suerte de los habitantes, abortando las ideas, las conductas, cualquier cosa que pudiera repercutir en el manejo del poder. Así también funcionan las estructuras del aparato psíquico: las defensas se levantan ante lo desconocido.
La represión no es un simple mecanismo de olvido, dijo Freud, es una barrera ante la pulsión(3) que amenaza con inundar la conciencia. Subsiste agazapada en un lugar desconocido, para aflorar de manera poco amenazante a través de sueños, síntomas y actos fallidos.
El sueño se construye a través de l
os restos diurnos de las experiencias tenidas por el sujeto en el día, antes de dormir, tomando de esto su forma de material manifiesto a través del recuerdo. Los impulsos amenazantes se enlazan en las imágenes conocidas, que pueden aparecer sin dañar al aparato psíquico. Para darle sentido, hay que remitirse a los significados personales del propio sujeto.
Es el soñante el que trae todos los elementos del material onírico, y es también todos los personajes que ahí aparecen, que se van armando de componentes simbólicos.«Todos los sueños son sueños de deseo», dice Freud. Lo que se sueña está permitido. Uno se refiere coloquialmente a las «locuras del sueño» como si de repente nos fueran ajenos y alguien los hubiera colocado dentro desde el exterior, y como si no se los reconociera como propios.
Quizá esto es lo que Kadaré quiere decirnos. Soñar está permitido, es más fácil interpretar esos relatos que pedir que la gente nos cuente sus deseos desde el continente secreto del inconsciente. Éste resguarda de lo agresivo y lo erótico. Llena de amenazas al individuo que los porta tanto como al que los escucha.
Guardar lo inconsciente en un palacio lleno de galerías quizás implique la utopía de vaciar de peligros al soñante. Debe de ser grato imaginar que se dejan las amenazas encerradas con grandes cerrojos y se permanece libre de toda preocupación. Es el Sultán-represor el que se encarga de cuidar a los ciudadanos, aun a costa de la muerte, si fuera necesaria.

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Kadaré hace un magistral relato: la preocupación del Sultán cobra realidad cuando detecta algo que lo advierte de una posible rebelión. En un gran despliegue de fuerzas caen las cabezas de los señalados por el sueño maestro. Después todo sigue igual, y en el Tarik Sabay se almacenará un nuevo documento en el archivo especial que sólo alberga «sueños maestros».
¿Podríamos cercenar así nuestras pulsiones que son las que provocan la vibración del vivir? Kadaré nos introduce en una novela creada por su fantasía. La de cada uno sería la «novela individual del neurótico», al decir freudiano; la que traemos a cuestas conteniendo nuestros sueños, albergados en los laberínticos pasadizos del inconsciente.
La riqueza del mundo interno es lo que nos lleva a la posibilidad de crear. A través de ello se puede narrar cualquier cosa sin dañar a nadie, levantar la prohibición y permitir que las pulsiones se coloquen fuera sin ningún problema.
Transcribo las palabras de Leopoldo María Panero: «Si por algo estoy en la literatura es para averiguar hasta dónde puede llevar la vida, si se la fuerza en exceso. Si por algo estoy en el verbo es para saber qué se hizo del vino y del grito, del relincho del perro y del horizonte de la ausencia…».[4]



[1] Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, Amorrortu, 1979.

[2] Ismail Kadaré, El palacio de los sueños, Alianza Editorial, 2007.

[3] «Pulsión». Término definido por Freud que señala las fuerzas derivadas de las tensiones somáticas en el ser humano, y que se ubican entre el nivel somático y el nivel psíquico. No es equivalente al instinto, que se da únicamente en los animales. Las pulsiones son dos grandes grupos: pulsión de vida, o Eros, y pulsión de muerte o Thanatos.

[4] Leopoldo María Panero, Papá, dame la mano que tengo miedo, Cahoba Ed., 2007.

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