Cenizas

Elena Arce


Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,

me acecha, sí, me enamora

con su ojo lánguido.

¡Anda, putilla del rubor helado,

anda, vámonos al diablo!

José Gorostiza, Muerte sin fin



Mi corazón casi se colapsó. «No es para tanto», dijeron; la tristeza me aparecía en el fondo del alma, cargando con ella todos los dolores del pasado.
Hacía días que mi perro no quería comer: el plato permanecía sin ser tocado. Su anorexia repiqueteaba en mi oído como un reloj en cuenta regresiva. Había vivido por doce años cerca de mí. Era un labrador negro, fuerte y juguetón: Benito.
Mi hijo mayor lo trajo; pasó a formar parte de mi cotidianidad y me fui encariñando. Nunca había imaginado tener un animal en casa. Nos hicimos amigos: me esperaba junto a la puerta, caminaba tras de mí, en las noches de tormenta solicitaba mi ayuda para sobrevivir al estallido de los rayos. Me enseñó que un ser vivo tiene múltiples maneras de mostrar sus afectos. No podía menos que atenderlo, cuidarlo y esperar su partida.
El síntoma de Benito me recordó al de mamá. Hace pocos años que partió y unos meses antes de su fallecimiento se había olvidado de comer. No supe si esto dependía de la enfermedad, o si decidió quizás que su tiempo había terminado y era el modo de acelerar la partida.
Los hechos de ese momento se sumaron con los del pasado. Todos juntos se hicieron presentes. Lo que tenía frente a mí era una gota más en un vaso que se desbordaba.
Benito murió. Un tumor no diagnosticado era el motivo de su falta de apetito. Las palabras que me dijo el veterinario antes de la intervención fueron: «Si descubro metástasis, mejor será dormirlo para que no sufra». sencillo y contundente. Esto no se dice cuando se trata de una persona.
A los humanos se nos mantiene vivos a costa, muchas veces, de cualquier recurso. Me planteo un debate acerca de muerte asistida a la que he pensado que me podría adherir, aunque esta decisión es difícil cuando no se está en el momento del trance.
Después de la llamada del doctor no volví a saber más; el cuerpo lo incineraron y ahí terminó todo. Rumié la tristeza en mi retiro, disfruté los recuerdos que todavía eran recientes. Tuve que hacer una reflexión profunda comparando su muerte con la de mis allegados. Era diferente de cuando murieron mamá y papá: los ritos sociales se apropiaron de mis seres queridos, del duelo y de mi tristeza. Debía agradecer con una cara amable hacia amigos y extraños que sólo repetían acartonadamente: «Lo siento mucho».
El fallecimiento es un instante misterioso que no puedo comprender, aunque la ciencia me lo explique y yo lo acepte. Los estallidos de energía se aquietan; la savia que porta la vitalidad se detiene sin hacer ruido. La inspiración; luego… nada. Lo que animó su existir escapó. Sobre el lecho queda un objeto inerte, su espíritu inició un viaje sin regreso. El cuerpo está ahí. ¿A dónde partió lo que lo animaba? ¿Qué era que no lo vi?
La efigie de la muerte se ha pintado de múltiples maneras. La que yo recuerdo estaba colgada en el consultorio de papá. Una figura embozada, como un ladrón cualquiera, con una guadaña en la mano lista para la siega. Sé que a esta herramienta se la conoce como parca, el nombre que también se da a las divinidades griegas del destino.
Crecí en una población pequeña donde se construían mitos y ritos alrededor de muchas cosas. Velorios y funerales eran materia obligada para las personas que se preciaran de ser amigos del difunto y la familia. Usualmente celebraban en la sala de su casa. Las rezanderas llegaban las primeras y los susurros se iniciaban; no paraban hasta que el difunto salía de casa. Negro en los vestidos y flores blancas los colores de la muerte, y el inolvidable olor a nardos. Imágenes que no se olvidan, algún día seremos ése que permanece solitario al centro acompañado por cuatro cirios.
En la madrugada no faltaban las lúgubres estrofas del «El Alabado», cuyo fin era encaminar a las almas en su tránsito hacia la otra vida. La voz y el tono eran tan lastimeros que se enchinaba la piel —se decía que los perros aullaban para acompañar el canto.
El velorio daba paso a la misa de cuerpo presente, la bendición y el entierro. La envoltura humana volvía a la tierra: «Polvo eres y en polvo te has de convertir». Hace años no existían las cremaciones. Ahora es lo usual. Se venden nichos en todas las iglesias. Son como las cajas de seguridad de los bancos, del mismo color, colocadas en filas, numeradas y con chapa. O sea… la ceniza que resta del sujeto se asegura contra los robos y violaciones. Por qué no volver a la tierra, ser lanzados en el río, desde un puente para que el viento lleve las moléculas de polvo a todos lados.
De mis creencias recuerdo lo que me enseñaron desde niña. El alma deja el cuerpo para ir a gozar de Dios en el cielo o purgar eternamente las culpas en el infierno. Se sustenta en un código de conducta y buen vivir para ser merecedores del bienestar perdurable. Como adulta he ido descubriendo otras maneras de ver el más allá, desde la reencarnación hasta la creencia en que la muerte termina con absolutamente todo.
Oriente me sorprende con sus ideas acerca del morir y la muerte. El Libro Tibetano de los Muertos narra y conduce por las etapas que pasa el cuerpo y el alma del muriente. Ha supuesto una observación precisa y casi científica. Con enorme naturalidad se habla de temas que para mí fueron tabú. Me arriesgué a adentrarme en las páginas que tuve un día en mi mano, cuando me di cuenta de iba navegando sobre una pequeña barca egipcia para cruzar a la otra vida. Me detuve y cerré mi lectura. No me es fácil enterarme de estas cosas a detalle, el miedo invade mi existencia.
He llegado al budismo con la mente abierta. La manera en la que se llevan a cabo los rituales del cuerpo muerto son diferentes a los nuestros. En la cima del mundo se tiene el entierro por agua, y el más común es el entierro en el cielo. El cuerpo es devorado por las aves de rapiña. Supongo que no habrá cementerios ni lugares adonde ir a llorar a los que ya no están. La placa que mostraría el nombre del que se fue no se encuentra en ningún lado. Queda el recurso de buscar en el reencarnado el espíritu del que partió, y a través de ello elaborar el duelo.
En mis ratos de silencio reflexiono, no sin temor, acerca del dolor en el momento final. He escuchado que el cuerpo inmaterial queda rondando por los espacios todavía tibios que se han habitado. Responde algo mis incógnitas, me es más fácil pensar que nos vamos de a poquito hasta encontrar la luz en otro espacio. Me gusta pensar que la energía que animó la vida seguirá animando alguna otra cosa, pero las dimensiones inmateriales no son accesibles a mi ojo ni mi oído humano, por lo que seguirá la pregunta hasta el día que me vaya para siempre.
Es imprescindible recordar a Antígona, encerrada en la cueva decide segar su propia vida. Ha sufrido la imposibilidad de dar sepultura al cuerpo de su hermano. Cada muerto es yo mismo; mi imagen y semejanza. El culto al cadáver nos hace diferentes, ¡Cómo no enterrar al otro, que siendo como yo debe ser cuidado y enterrado! Los animales no inhuman a sus muertos.
Con estas realidades se me entremezclan tristezas y alegrías. Muchos sufren en la esperanza; otros gozan sin esperar.
No imaginé nunca que detrás de lo que era un simple rechazo al alimento se encontrara la ausencia permanente. El día que Benito partió lo despedí. Leí Muerte sin fin, dado que seguimos muriendo a diario, un pedazo cada día. Su partida trajo consigo todas las anteriores, y también la mía.

«ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia».

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