Cruces

Ana Rosa González Carmona


Pocas cosas me sorprenden de lo que observo en las calles de esta ciudad al transitar por ellas.
Un día, al dirigirme al trabajo en auto, reparé en una cruz de madera pintada de blanco, situada en un lugar de difícil circulación por ser el punto de entronque de la Avenida López Mateos con el Periférico Sur. La cruz tiene un nombre escrito con pintura negra y una leyenda que reza «Descanse en paz»; está siempre adornada con flores de plástico que se decoloran y se van destruyendo con el sol y la lluvia. Ahora sostiene el armazón de una corona pequeña que, al serle colocada, el pasado Día de Muertos, tenía flores de papel con hojas del mismo material, de color gris plata brillante.
No es ésta la única que hay en las calles y avenidas de la ciudad: se encuentran otras por diversos rumbos, que señalan sin duda el sitio donde un ser humano perdió la vida en un accidente vial. Sería una tarea difícil contarlas, y sólo representan un pequeño porcentaje de las personas que mueren a diario por esta causa en la zona conurbada de nuestra Guadalajara.
La cruz, creo, demuestra que el ser humano fallecido en ese lugar era muy querido para quien marca el sitio del desafortunado suceso, pero además retrata la sensibilidad del alma que se resiste a olvidar, a aceptar la pérdida. Hay deudos que hacen más patente su dolor, y todos los que pasamos por el sitio nos damos cuenta de que hay alguien que lo cuida con esmero.
Uno de esos lugares es el que describí antes. El que hasta hoy me ha sorprendido más estaba sobre la parte más angosta del camellón entre el carril lateral y los centrales de la Avenida López Mateos Sur, junto al hotel Presidente, en Plaza del Sol, a pocos metros de la entrada al paso a desnivel ahí ubicado. Lo primero que atrajo mi atención fue una guía de flores y hojas de plástico que se enredaba hacia la copa de un árbol de tronco delgado, blanqueado a más altura que los otros de la misma avenida. En esa parte la calle es una vía rápida, y me tomó cierto tiempo observar otros detalles que allí había: al pie del árbol, una caja pintada de blanco, abierta por el lado que daba a los carriles centrales de la avenida; al fondo de ésta se podía ver una fotografía que tenía frente a ella algo que me pareció una veladora grande, apagada siempre.
Pensé muchas veces en acercarme al lugar, dejando estacionado el auto, para ver el retrato y por si hubiese algo más que hubiera escapado a mis rápidas observaciones. Nunca lo hice. Me había habituado a ver aquello, hasta que un día me di cuenta de que todo había desaparecido.
Lamenté entonces la desidia, que impidió que supiera más sobre la persona que así era recordada. Tampoco supe por qué todo desapareció. ¿Murió también la persona que mantenía aquel singular arreglo?¿Se marchó de la ciudad? Quizá nunca lo sabré, o tal vez algún día el azar me dé la respuesta.
Por la Avenida Vallarta, en la acera sur, a escasos metros de la esquina con la calle Enrique Díaz de León, aparecieron hace poco tiempo tres cruces casi en el machuelo de la banqueta, blancas también, muy cercanas entre sí, con flores frente a ellas. No me he detenido a verlas con cuidado.
Cruces como éstas de las que ahora me ocupo las veía en mi infancia en los flancos de las carreteras, a veces en grupos, otras solitarias, las menos dentro de mínimas capillas. Ahora han pasado a formar parte del paisaje urbano de nuestra ciudad, han salido de los panteones y están invadiendo las calles y avenidas, lo que representa un cambio en la cultura citadina.
¿Los habitantes de la ciudad nos hemos dado cuenta de ello? Posiblemente sólo algunos hayamos reparado en esta mudanza, los que hemos vivido mejores épocas de este conjunto urbano.

No ha sido ésta la única metamorfosis, en cuanto a monumentos funerarios, que ha sufrido la ciudad en sus ya 465 años transcurridos en éste, su último asentamiento. Pocos años después de la consumación de la Independencia en 1821 aparecen los primeros cementerios en Guadalajara, ya que durante la Colonia los entierros se hacían en el interior de las iglesias, o cuando éstas se saturaban, en sus atrios o en los conventos. La primera mitad del siglo XIX se construyeron los primeros cuatro panteones en diferentes puntos de las afueras de la urbe, que para entonces contaba con una población de aproximadamente 30 mil habitantes. Mencionaré la ubicación de sólo dos de ellos para fácil referencia de los lectores. El Panteón de Los Ángeles, situado en el lugar que ahora ocupa la Central Camionera vieja, en el barrio de Analco, puesto en servicio el 2 de Noviembre de 1829; el segundo en donde hoy es el Mercado Corona. Estos lugares funerarios vinieron a cambiar en gran medida el aspecto de la capital tapatía. Hacia 1848 se empezó la construcción del Panteón de Santa Paula, mejor conocido por los guadalajarenses actuales como Panteón de Belén.
Hablaré de él con más detalle por ser el único que se encuentra en pie en nuestros días, lo que se debe posiblemente a que se abrió en la huerta del Hospital Real de San Miguel de Belén, conocido ahora como el Antiguo Hospital Civil.
Así como hoy en día hay almas sensibles que marcan con cruces, en las calles y avenidas de la ciudad, el lugar en que murió un ser entrañable para ellas, así también entre los tapatíos del siglo XIX, que depositaron los restos de sus deudos en el Panteón de Santa Paula, hay algunos que no se contentaron con poner en una lápida solamente el nombre del difunto, la fecha de su deceso y las letras R.I.P. (Requiescant in Pace) y mandaron esculpir en la piedra epitafios verdaderamente conmovedores, que reflejan el dolor de la pérdida y el vacío que dejaron en sus vidas. Me referiré a algunos de ellos , que nos permitan introducirnos en las maneras de expresar sus sentimientos de los habitantes de la ciudad en la segunda mitad del siglo XIX :

La Esperanza vela sobre las cenizas
del
Juicio
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Descansa en Paz oh madre idolatrada
Madre que un tiempo mi delicia hacía:
Y hoy sólo objeto de la pena mía
En lágrimas bañada...
Descansa en tanto, que la voz potente
Suena de nuevo, en este caos umbroso
Y otra vez su silencio pavoroso
Cesará de repente
Y en gozo torna a tanta desventura
Y entre las sombras mismas de la muerte
Te abra paso a la luz y te asegura
De una eterna y venturosa suerte.

Juan José Caserta a su amada madre
la Señora Doña Ana Josefa Cañedo de Caserta
Abril 22 de 1849

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Dn. Antonio Leautaud falleció
El 13 de Diciembre de 1864
Y su hijo A (borrado) el 8 de Marzo
De 1865

Has dejado a tu esposa sin consuelo
Muy lejos de su patria
Y sin amigos y vuelve a ella
Sin recuerdos vivos porque el ángel
Del amor que le dejaste a tu tumba
También te lo llevaste esposo e hijo
Perdió y nada le queda mas que su
Dolor desgracia y desventura
Y el corazón henchido de amargura
Adiós querido esposo amado hijo

Florina García Leautaud

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La Sra. Da. María del Refugio
Larios de Benítez

Descansa en paz esposa venerada
Mientras tu loza riego con mi llanto
Descansa siempre en la mansión sagrada
Donde del ángel se percibe el canto
Durmiendo te hayas en tu tumba helada
Triste vela mi febril quebranto
En ella duermes mas la parca airada
Rompió por siempre nuestro lazo santo

Fue muy buena hija
Excelente y fiel esposa
Como madre tierna
Así su hijo añora
Murió el 6 de diciembre de 1864
A las doce de la noche.


Difícil hacer un parangón entre estos dos tipos de monumentos funerarios, separados en el tiempo por casi 150 años; sin embargo, tienen algo en común, y es mostrar el alma desgarrada por la separación de un ser amado, aunque haya una diferencia en la manera de expresarlo.
Las cruces en las calles señalan a los transeúntes sitios en los que acecha la muerte, lugares que el tráfico de vehículos torna peligrosos, en los que un descuido puede costarles la vida; representan, por tanto, un aviso de que deben mantenerse alertas. ¿Son también una protesta de los deudos del difunto? Pudiera suponerse que es un reclamo de éstos ante la irresponsabilidad de los conductores de vehículos, del trazo imprudente de las calles y avenidas.
Así entonces, estas cruces representan uno de tantos precios que la ciudad ha tenido que pagar por el progreso y la modernidad que ha dado un lugar preponderante al automóvil, sacrificando en sus aras la seguridad de sus ciudadanos.

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Ayer me dijo un mito

Alejandro Vargas Salazar




Saludos.

Hace cierto tiempo, en cierto lugar, en cierto pueblo, de cierta raza, de ciertos dioses, existió cierto tipo llamado Homero, que escribió el cierto mito de la guerra de Troya. Pero más que mito sobre la guerra (la guerra sí tuvo lugar), fue el motivo de la guerra el mito tal. Se han encontrado vestigios de la zona donde estaba Troya y de que efectivamente tuvo lugar.
Paris raptó a Helena. ¡Qué caray! Mandemos a nuestros aliados, mandemos a nuestros mejores hombres, mandemos a nuestros mejores barcos a pelear en Troya para liberar a mi hija amada. Échenle un grito a Aquiles, seguro debe de estar peleando con los Mirmidones, en alguna cruenta batalla.
Los años se sucedieron unos a otros hasta pasar diez, y fue el término de la susodicha guerra. Todo acabó de un modo excelente. Un fabuloso regalo a los troyanos, un caballo de madera donde se ocultaron varios héroes.
La guerra de Troya, sin duda, inspiró futuras batallas, y la forma como se hizo llevó a los estrategas a nuevos retos. Pero ¿me afectaría no creer en que Paris raptó a Helena, y suscitó una guerra donde perdería a su hermano Héctor? Seguramente sí.
¿Por qué razón? El simple hecho de encontrarnos ante semejante guerra por una mujer es ya romántico, de honor, de aventura. Es fascinante: una mujer fue la causa de una guerra mundial. Además de dar vida, dio muerte a miles.
Si no creyera en eso, la fantasía no tendría chiste. Es la base de mi fantasía. ¿Qué me importaría ver las películas de Disney si no sé que Apolo ayudó a Paris a matar a Aquiles, porque Paris estaba bien bolillo? Decido creer porque necesito la historia (verdadera o no) para formar la mía.
A partir de este mito se hicieron otros. Las princesas robadas y encerradas en una torre cochina, con un dragón verde y una bruja malvada y su rescatador, el príncipe azul, vienen derivadas del mito de Troya. Entonces, éstas ya son un meta mito.
Además estas princesas no tenían cualidad alguna: una cantaba junto con los pájaros (gran cosa, ¿no está por ahí San Francisco de Asís?), y encima se encontraba con siete hombres pequeños. Otra era la representación en persona de la hueva, recostada hasta que un príncipe la besara y fueran felices por siempre. Otra más, la representación total de la falta de higiene en el cabello (no cualquiera tiene un cabello tan largo y tan resistente y además seco).
Escojo creer en el mito de Helena de Troya por el hecho de que, para mí, Helena es la vida, Troya mis problemas, y la guerra, los problemas que se suscitan en la vida. Además de que me gusta mucho la mitología griega y me gustan la Ilíada y la Odisea.

Arriba y adelante!!!

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