Sobre la importancia de lo cotidiano

Iván Soto



Explica Roberto Bolaño, hablando de literatura y exilio (o de literatura y desierto), que hay quienes afirman que los cuatro grandes poetas de Chile son Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha; otros, que son Pablo Neruda, Nicanor Parra, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral; en fin, que el orden varía según los interlocutores, pero que invariablemente se incluyen cuatro sillas y cinco poetas, cuando lo más sencillo sería hablar de los cinco grandes poetas de Chile y no de los cuatro grandes poetas de Chile (dice Bolaño). Esto era así hasta que llegó el poema de Nicanor Parra, que dice: «Los cuatro grandes poetas de Chile /son tres: / Alonso de Ercilla y Rubén Darío», emulación lúdica de aquellos versos de Huidobro: «Los cuatro puntos cardinales /Son tres /El sur y el norte».

De esta misma manera, cuando mis propias elucubraciones me llevan a la importante cuestión de jerarquizar las diez cosas que menos me importan, siempre surge un número menor de sillas que de poetas. Y es que cuando se trata de cosas que no me importan, los objetos, las personas, los sucesos, y el número infinito de posibles seres sin importancia se amontonan unos sobre otros en mi cabeza (objeto, que en cambio, considero indispensable)...

Indudablemente esta lista estaría encabezada por la discusión sobre los cinco grandes poetas de Chile. Les aseguro que no me importa quiénes son estos señores, ni si son cinco o cuatro o tres (o sea dos). Y puedo asegurarles también que tampoco me interesaría esta discusión si ocurriera en otro punto del globo. De hecho, hasta creo que me importaría todavía menos si se tratara de los cinco grandes poetas de Eslovenia o de Francia. Ni siquiera me importan mucho los cuatro grandes poetas de México (aun cuando éstos fueran dos o cinco).

Y no es que reste importancia a estas cuestiones. Estoy seguro de que este punto es aún más trascendental que toda la agenda nacional e incluso mucho más que la discusión entera sobre lo verdaderamente trascendental. El punto es que la sinceridad es un valor importante en la escritura y, siendo sincero, tengo que admitir que todo esto no me importa.

O siendo aún más sincero todavía tendría hablar de mi problema (una cuestión delicada). Y es que no sé si se trate de una enfermedad o de un rasgo de personalidad, pero lo cierto es que todo cada vez me va importando menos. Tendría que contarles sobre cómo me preocupó en un principio la cuestión que plantea Bolaño en su ensayo. La cuestión sobre los cinco grandes poetas de Chile.

Cuando leí el texto en cuestión apenas logré conciliar el sueño pensando en el problema de las cuatro sillas vacías y los cinco señores poetas. El asunto tomó un cariz todavía más oscuro cuando llegó el poema de Parra. Cuatro sillas y tan sólo dos señores poetas. Y luego con Huidobro, aun cuando los señores poetas quedaron fuera, no pasó lo mismo con las sillas, que ahora eran tres para sólo dos puntos cardinales...

Solté el libro todavía temblando y con todas las cosas sin importancia dándome vueltas en la cabeza... En mi mente sólo había sillas y poetas... Poetas multiplicándose y sillas desapareciendo... Recuerdo que yo sólo podía dar vueltas y vueltas en la cama (el sur y el norte, el norte y el sur...). Vueltas y vueltas en la cama. Vueltas y vueltas en la cama... Esto se prolongó durante horas, hasta que inexplicablemente me quedé dormido...

No recuerdo qué fue lo que soñé esa noche (probablemente sillas y poetas), pero para cuando desperté ya me importaba un carajo la cuestión de las sillas y los poetas. Había llegado a la inevitable conclusión de que sólo eran sillas y poetas. Dos objetos sin importancia que a final de cuentas no tienen nada que ver conmigo.

Un tiempo después de este oscuro episodio se presentaron nuevos síntomas de la enfermedad que les menciono...

Leía un ensayo de autor desconocido sobre la promiscuidad de los encendedores*. El texto trataba sobre un problema que a mí siempre me había importado mucho. Esa cualidad de los encendedores que les permite desaparecer a voluntad, o peor aún, cambiar de forma y color al salir de una fiesta. Y es que yo soy desde hace algunos años un fumador empedernido, y en más de una ocasión he sido víctima de este fenómeno tan molesto.

Cuando terminé de leer este ensayo me descubrí temblando de nuevo. En esta ocasión leía recostado en el sillón. Era de día (ya sólo leía de día para evitar otro episodio de insomnio como el de las sillas). La preocupación ante el fenómeno aumentó en tal grado que no me atrevía a encender un cigarrillo, aun cuando tenía muchas ganas de hacerlo. Me asustaba la posibilidad de que mi encendedor se transformara ante mis ojos o desapareciera. Mi mente de nuevo se perdía en pensamientos oscuros y veloces. Recuerdo que en algún punto llegué a pensar que a cada uno se le concede en la vida un solo encendedor, un encendedor único que con el transcurrir de la existencia se va transformando a voluntad según los cambios de ánimo o de personalidad de su dueño. Mis propios pensamientos me asustaban. Temí haberme perdido irremediablemente en la locura. Una locura provocada sin lugar a dudas por el miedo. El temor a la importancia repentina de las cosas sin importancia...

No recuerdo cómo fue que terminó este segundo episodio de la enfermedad. Sólo sé que paulatinamente la promiscuidad de los encendedores fue perdiendo importancia hasta que no me importó más nada.

Tiempo después me disponía a encender un cigarrillo, y sin razón aparente me detuve a la mitad del rito (justo cuando cubría el encendedor con una mano mientras levantaba el cigarrillo con la boca). De repente había perdido toda importancia este acto y había decidido sin pensarlo no llevarlo a cabo. No volví a fumar...

Días más tarde me disponía a comer cuando ocurrió lo mismo. Las cosas simples y cotidianas se me volvieron tan estúpidas que decidí dejar de hacerlas. No me importaba salir a la calle o quedarme tirado en la cama. No me importaban tampoco las cosas más trascendentales ni las medianamente trascendentales. Todo, poco a poco, fue importándome menos, hasta que mi vida entera perdió toda importancia.
Fue entonces cuando decidí escribir este ensayo. La intención, en un principio, era dejar un testimonio escrito para que la humanidad entera reflexionara en torno a su propia importancia. En torno a su poca importancia. A su ninguna importancia. Pero pensándolo bien creo que tampoco me importa mucho la humanidad. La humanidad sólo se importa a sí misma. Este ensayo es una estupidez...

*El autor se refiere a «La promiscuidad de los encendedores», de Luigi Amara, ensayo incluido en el libro El peatón inmóvil (Universidad de Guadalajara/Ediciones Arlequín, Guadalajara, 2004). (N. del E.).

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El género más generoso

José Israel Carranza

«Reflexiono sobre las cosas, no con amplitud sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de las veces me gusta examinarlas por su aspecto más inusitado. Atreveríame a tratar a fondo alguna materia si se me conociera menos y me engañara sobre mi impotencia (…) Varío cuando me place y me entrego a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual que es la ignorancia». Es la sencillez con que Michel de Montaigne explica la empresa intelectual de su vida, y con la que ganaría la posteridad como el padre indisputable de la escritura ensayística. Ahora bien: si la historia quiere fijar en 1580, y en el segundo piso de la torre de Montaigne —en la célebre biblioteca—, el nacimiento del ensayo y de una nueva forma de ver el mundo, quizás convenga recordar que las elecciones de la historia suelen ser caprichosas: no hay grandes dificultades para juzgar a Platón o al Eclesiastés como ejemplos del género. Pero lo cierto es que la precisión histórica vale si se observa que, cuando el alcalde de Burdeos tomó la pluma y advirtió a sus futuros lectores «Yo soy la materia de mi libro», corrían los tiempos más despiadados (era el siglo de las guerras de religión) y, como bien ha observado Juan José Arreola, hacía falta que alguien le mostrara al hombre la imagen de aquello que estaba destruyendo: el hombre mismo.
Más de cuatro siglos después de la invención de Montaigne, el ensayo continúa siendo el género más generoso de todos: porque abre accesos prácticamente a cualquiera que tenga algo que decir por escrito y porque aspira siempre a tener el espíritu cordial de las mejores conversaciones. También, naturalmente, porque en él ha quedado buena parte de lo mejor de los más grandes autores, pues al practicarlo suele ocurrir que la imaginación y la emoción colaboran provechosamente con la inteligencia, y ello gracias a la libertad irrestricta que ofrece: porque en ningún lado dice cómo debe ser un buen ensayo, y porque la sola autoridad es el juicio de quien lo escribe.
Como una sucesión de interrogaciones cuyas respuestas van proponiendo nuevas preguntas, el ensayo es una averiguación simultánea del mundo y de uno mismo. Por eso no son infrecuentes en él la ironía o el humor, el desenfado o el suave gozo propio de las caminatas, pero tampoco la irritación, la rabia o hasta la amargura, el escepticismo o el desencanto, la vanidad o la indiferencia, la mezquindad o la animadversión. Y la tristeza, claro, o la alegría, o el optimismo o la pesadumbre, o el rencor o la devoción. La lectura hace de esa caminata una caminata en compañía: nuestra curiosidad se sincroniza con la del autor, y así vamos realizando los mismos descubrimientos y experimentando las mismas perplejidades. El ensayo lo consigue quien se pone a escribir lanzando a su inteligencia a una aventura cuyo destino, como en los mejores viajes, no está decidido en modo alguno. Por eso, cualquiera que sea su derrotero, estará marcado siempre por el hallazgo, por el hecho de que en cualquier momento podrá el asombro estar saltando al paso de la razón.
De las risueñas exasperaciones de Chesterton a los agudos aforismos de Lichtenberg, de la exaltación del genio en Oscar Wilde a la melancólica lucidez de Lamb o Hazlitt, de las fascinaciones de Michelet a las ensoñaciones de Stevenson —para mencionar a clásicos ineludibles—, el ensayo ha sido felizmente ejercido en las literaturas de todas las geografías, y puede afirmarse que hoy predomina en la producción editorial en el sentido en que todo aquello conocido como non-fiction tiene, al menos, un aliento ensayístico. Y para hablar de autores más próximos a nuestra circunstancia, un veloz censo debería comenzar con los nombres de Alfonso Reyes, Julio Torri y Octavio Paz, pero conforme vaya aproximándose a nuestros días tendría que incluir numerosos nombres de jóvenes, cuyos primeros títulos van saliendo de las imprentas: José Luis Zárate, Vivian Abenshushan, Gabriel Bernal Granados, Héctor J. Ayala, Alberto Chimal, Luigi Amara, y un etcétera que no deja de prolongarse. (Con ninguno de ellos será difícil encontrarse, pues últimamente un renovado interés por el género ha ido abriéndole últimamente espacios en revistas y suplementos culturales).

Aproximaciones a la definición de lo indefinible:
«El juicio es un instrumento necesario en el examen de toda clase de asuntos, por eso yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón me sirvo de él, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro demasiado profundo para mis alcances, me detengo en la orilla. El convencimiento de no poder ir más allá es un signo del valor del juicio, y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo a un asunto baladí e insignificante, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo; otras, mis reflexiones pasan a un asunto noble y discutido en que nada puede hallarse, puesto que el camino está tan trillado que no hay más recurso que seguir la pista que otros corrieron. En los primeros el juicio se encuentra como a sus anchas, escoge el camino que mejor se le antoja, y entre mil senderos decide que éste o aquél son los más convenientes. Elijo al azar el primer argumento. Todos para mí son igualmente buenos y nunca me propongo agotarlos, porque a ninguno contemplo por entero: no declaran otro tanto quienes nos prometen tratar todos los aspectos de las cosas. De cien miembros y rostros que tiene cada cosa, escojo uno, ya para acariciarlo, ya para desflorarlo y a veces para penetrar hasta el hueso. Reflexiono sobre las cosas, no con amplitud sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de las veces me gusta examinarlas por su aspecto más inusitado. Atreveríame a tratar a fondo alguna materia si me conociera menos y me engañara sobre mi impotencia. Soltando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no se espera de mí que lo haga bien ni que me concentre en mí mismo. Varío cuando me place y me entrego a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual que es la ignorancia».
Michel de Montaigne


“una peculiar forma de comunicación cordial de ideas en la cual éstas abandonan toda pretensión de impersonalidad e imparcialidad para adoptar resueltamente las ventajas y las limitaciones de su personalidad y su parcialidad”.
José Luis Martínez


«En uno de sus extremos (el ensayo) colinda con el tratado; en el otro, con el aforismo, la sentencia y la máxima. Además, exige cualidades contrarias; debe ser breve pero no lacónico, ligero y no superficial, hondo sin pesadez, apasionado sin patetismo, completo sin ser exhaustivo, a un tiempo leve y penetrante, risueño sin mover un músculo de la cara, melancólico sin lágrimas y, en fin, debe convencer sin argumentar y, sin decirlo todo, decir todo lo que hay que decir».
Octavio Paz


«La práctica me ha enseñado que el arte del ensayo debe cumplir algunas condiciones, todas socráticas:
1.- Ha de ser conversación con el lector. No estás hablando solo. Por tanto el ensayo ha de cumplir las relgas de urbanidad y cortesía de la conversación hablada. Por ejemplo, no platicas para lucirte, sino para comunicarte con otro.
2.- Por tanto, busca por encima de todo la claridad. Ése ha de ser tu único criterio estético: si está claro, está bien escrito. Y sitúa lo que vas diciendo al alcance de la crítica y la discrepancia del lector. En no esconder nada está tu honestidad de escritor.
3.- Escribe para resolver problemas que tú mismo formules, no hables por hablar, habla para entender, para responder preguntas claras. Huye, entonces, de lo vago y general, aférrate a tus preguntas particulares, concretas y bien delimitadas. Cuando la prosa discurre alejada de la respuesta a alguna pregunta implícita, o mejor, explícita, tórnase arbitraria, sin pertinencia, gratuita. Sólo cuando argumentas tu escrito se llena de puntería y precisión.
4.- Por último, escribes ensayos porque, según decía Sócrates, «una vida sin interrogatorios lanzados en todas direcciones no es digna de ser vivida».
Hugo Hiriart

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