Miseria, míseros y miserables

Édgar Mondragón


Vivo en un país de 100 millones de miserables. En un país así, los escritores de discursos para los políticos buscan los eufemismos y la precisión vacía del lenguaje con tal de aligerar su responsabilidad: los miserables se vuelven personas en la miseria y luego personas en la pobreza, y al terminar el discurso son sólo personas humildes.
Quiero proponer que simplemente se les llame así: miserables.
También hay un gusto por acrecentar el vocabulario para buscar más palabras para definir al miserable. Hay una admiración por el mito urbano de los esquimales y la nieve: ése que dice que una persona que vive por aquellos lares tiene 11, 29 o 76 palabras para nombrar el agua congelada y suave. De la misma manera los gobiernos, a través de su Ministerio de la Miseria (SEDESOL para efectos oficiales), han encontrado una clasificación y diversos nombres para el miserable. Tenemos miserables alimentarios, miserables de capacidades, miserables de patrimonio, todos clasificados con sutileza, por el miedo de decir llanamente que sus gobernados, en más de un 90%, son miserables. En el primer mundo se acostumbra solamente nombrarlos de una manera más práctica: pobres (o locos).
En este mismo espíritu de precisiones de discurso, me gustaría ayudar a enriquecer las clasificaciones y agregar a los que somos los otros miserables del país: los que no somos pobres.
Esta idea es una simple consecuencia sin afán de acusación social o moralina: nuestro tinte de míseros inmisericordes se basa en colaborar consciente o inconscientemente, con voluntad o sin ella, para la perpetuación del estado de miserables de nuestros otros compatriotas.
Así se cierra el círculo: así todos somos miserables.
Viviendo en este panteísmo mísero, sólo falta saber si alguno de los actores quiere salir del círculo.
He escuchado hasta el cansancio de algunos conocidos y otros cercanos esa idea de que los miserables escasos no quieren salir de ahí, que si están en ese estado es por gusto y pereza, que no tener que comer es una muestra de pocas ganas de superarse. Puedo decir que la idea es esencialmente estúpida.
También tengo que decir que desconfío de la revolución, de quienes dicen que hay que acabar con los míseros en el poder para que los otros miserables puedan vivir mejor.
Vaya, si algo nos enseña una y otra vez la historia es cómo alguien puede pasar de pobre a rico, de oprimido vasallo a poderoso señor, y mantener su miseria intacta.
Más bien, entonces, el principio está en asumirnos así: míseros, en esta miseria humana, y comenzar a vivir mejor como miserables que somos.
Superado esto, la discusión se puede concentrar en lo ridículo que resulta la idea de que alguien no tenga mañana nada para comer.


Postdata: la discusión de los miseros (otro tipo especial de míseros) la dejaré para después.

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