Final de fotografía

Laura Verónica Villalobos Coto


Nuestra carta de presentación: el rostro. Con él venimos a la vida, según lo dicten los genes de nuestros padres; conforme crecemos va modificándose, y hay quienes dicen que, según nuestras vivencias, éstas también marcan y definen nuestros rasgos. El paso de los años continúa alterándolo, y aunque seguimos siendo una versión de nuestra juventud, solamente nuestra piel y sus arrugas dejan saber a los demás cuánto hemos vivido. Pero no solamente el tiempo marca nuestro rostro: también las circunstancias de la vida, como los accidentes o las quemaduras, pueden cambiarlo, y definitivamente también cambian nuestra vida.
Pero aquello que en mi parecer hace un rostro inolvidable, es la marca de la muerte, el rictus que adquiere nuestra cara cuando ya no tenemos vida ni voluntad, cuando el alma, el espíritu o lo que sea abandona nuestras carnes y huesos y se va, nadie sabe con certeza a dónde.
Algunos rostros quedan plácidos, alguien diría que hasta sonrientes. Otros dan la impresión de que no les pareció el momento de la partida, y quedan con muecas desagradables. A los más infortunados ni siquiera la muerte les dejó un rostro socialmente visible.
¿Cuál es la necesidad que tenemos de acercarnos morbosamente al ataúd? ¿Qué es lo que queremos encontrar? ¿O queremos cerciorarnos de que el muerto realmente está muerto? No lo entiendo, eso nos puede llevar a dejar en el archivo de nuestra memoria, como último registro de esta persona, aquel rostro gris o amarillo, rígido, sin el brillo de los ojos, sin la luz de la sonrisa, sin expresiones. Es preferible consultar el álbum de fotografías: aquí sí se reflejan las muecas propias de nuestro amigo. En una foto sí se manifiestan las emociones (o por lo menos se puede adivinarlas).
Las fotografías nos hablan desde ellas mismas, nos provocan emociones, obligan a nuestra memoria, nos hacen sonreír y llorar. Son preferibles, para inmortalizar un recuerdo, que asomarse a un ataúd.

| 0 comentarios »