El andar del miope

Alfonso G. Velázquez

Para leer algunas letras o ver a una persona a gran distancia tienes que cerrar un poco los ojos, aunque por lo general con malos resultados, dependiendo de lo avanzado de la miopía.
Puedo leer durante tres horas seguidas sin usar lentes, pero si salgo son necesarios. Sin ellos vería puros objetos mal enfocados, y aun así no los veo bien, señal de que ya necesito una nueva graduación.
Sólo es cuestión de hacerse el examen: te miden varias lentes, y con las que observes mejor las letras del fondo te quedas. El optometrista apunta tu graduación. Después siguen dos opciones: si es tu primera vez, o si vas a cambiar la armazón, escoges la que mejor se te vea o la que más te guste. Si ya tienes anteojos y vas a cambiar de graduación, debes dejarlos para que adapten los cristales. Esto significa que durante uno o dos días no tendrás lentes, verás puros cuadros impresionistas que se mueven. Cuando te pones tus lentes nuevos te das cuenta que realmente no veías nada. Todo se aclara: las moscas, las letras, las placas del carro de enfrente… vuelves a confiar en tu sentido. Sin embargo, la curvatura del vidrio te hace sentir que el suelo es diferente, que está más abajo o en un ángulo distinto. Cinco o diez minutos después sientes que el estómago se te revuelve o te duele la cabeza. Te quitas los lentes y dices: me estoy mareando. Pero ya no queda de otra más que aguantar y acostumbrarse.
Todo lo anterior lo tienes que repetir cuando es necesario. ¿Y cuándo es necesario? Cuando, para ver de lejos, tienes que cerrar un poco los ojos. Conforme vaya aumentando la graduación, la lente irá haciéndose más gruesa y los ojos más pequeños. Es el sacrificio estético que tiene que hacerse para tener una buena vista. Pero no quiero hablar de la buena vista, eso es algo de lo que la mayoría puede hablar, sino de lo que es vivir con la deficiencia visual causada por la miopía.

—Qué sangrón eres. ¿Por qué no me saludaste el martes en la cafetería?
—No te vi.
—¡Si me viste a la cara y luego luego te volteaste!
—Bueno, no te reconocí.
—Lo que pasa es que no querías que te viera con tu amiguita ésa, ¿verdad?

Para evitar malentendidos como éstos es que, siempre que entro a un lugar donde puede haber alguien conocido, agacho la cabeza. Siempre viendo al suelo. Sólo levanto la vista un segundo para ver a dónde me dirijo. Si veo una silueta de alguien que me parece conocido y que quiero saludar, voy hacia él, sin levantar la vista. Ya que estoy a una distancia desde la cual creo poder mirarlo lo intento nuevamente. La posibilidad de haber acertado, de haberlo reconocido desde lejos, varía según la distancia del primer vistazo. Aunque creo que he desarrollado una habilidad para distinguir personas a gran distancia. Algo así como ver en la oscuridad. Pero de esto no estoy muy seguro.

Me siento en el sofá y enciendo el televisor. Un partido de futbol. No me gusta mucho ese deporte, pero en este país es necesario saber de él para que no te agarren fuera de lugar con un comentario. Los colores de las playeras no me dicen nada. Me levanto, me acerco, leo el nombre de los equipos y el marcador. Regreso, me siento y le cambio de canal. Debido a estas molestias es que he conseguido un lugar especial para mí: un puff. Dos metros enfrente del sillón, a metro y medio de la televisión. Así no hay problemas al ver alguna película con subtítulos. En los cines es diferente.
Una de las sabidurías, o supuestas sabidurías, que se transmiten entre hombres es que, cuando vayas al cine con una mujer, tienes que sentarte en la última fila. Y si es en una orilla, mejor. Esto lo dicen los aventados, los que se jactan de tener muchas mujeres, y sin embargo parece que así tiene que hacerse.
Llego a la sala del cine con mi nueva amiga, en una de las primeras citas, y le pregunto en dónde quiere sentarse. «Pues hasta atrás». Nos sentamos, platicamos, apagan las luces y comienza la película. En inglés y con subtítulos. Me inclino hacia adelante y acomodo mis lentes, pero no veo nada. ¿Cómo le voy a decir que nos cambiemos de lugar, si ella escogió éste? Me acomodo en el respaldo y pienso cómo hacerle para tomarle la mano, abrazarla o besarla. Me acerco a ella para comentarle cualquier idiotez y me contesta con un monosílabo. Parece que la película está muy interesante. Salimos y no vi la película ni logré tocarle la mano. «Estuvo muy buena la película, ¿verdad?». «Sí, buenísima», contesto.
Uno de los grandes consuelos que tenemos los tímidos es la vista. Es imposible hablarle a una muchacha hermosa, pero verla, eso siempre se puede, aunque sea por unos segundos. En uno solo puedo ver todos los puntos clave. Ese segundo es cuando casi están a un lado de mí. Pelo, ojos, boca, nariz, cuello, senos, cintura, piernas. Al siguiente segundo lo que falta: espalda y nalgas. Esto bien lo puede hacer una persona con miopía, pero no siempre se tiene el privilegio de que una bella chica pase a tu lado. Y es aquí donde empieza nuestro problema. Si ella va del otro lado de la calle, sólo se puede distinguir que es bella, sin saber bien cuáles son los detalles que la hacen así. (De aquí fue donde surgió la teoría de las ideas de Platón, que con su miopía no distinguía bien los objetos y al acercarse eran más claros. Más perfectos. Esto lo extrapoló a los conceptos y así formó su teoría). El miope únicamente puede ver un burdo esbozo de la figura de la mujer, pero sabe que eso es partícipe de algo perfecto. Por otro lado, y en esto se diferencia la realidad de la propuesta platónica, hay ocasiones en que, cuando uno se acerca a ella, está muy lejos de ser perfecta. He ahí lo complejo de la realidad, siempre transformada por el sujeto que la ve.

En los camiones del transporte público existe un rectángulo iluminado arriba del vidrio delantero. Ahí puedes ver números y letras que te indican cuál es la ruta que sigue. Esto, en el mundo de un miope, significa muchos camiones que no van a pararse. Y es que a lo lejos me doy cuenta de que se acerca un camión. Cuando está más cerca voy enfocando para ver si es el que debo tomar. Por fin veo las letras. Levanto la mano, pero ya es muy tarde para que el camión se pare. Como cuando un ciego me pidió que le avisara cuando viniera el camión que esperaba. Pasaron cuatro, que no identifiqué a tiempo, y en tres el ciego fue advertido ya muy tarde. Por ultimo un camionero paró para que una persona bajara, y así el ciego pudo subir.
Después de eso yo siempre tomo el camión donde esté un semáforo. Así tengo más posibilidades de que se pare: o va a bajar a una persona o está el semáforo en rojo o otra persona levanto la mano a tiempo.
Desde esta perspectiva parecería que es mejor tener un carro para trasladarse. Pero un miope al volante es un inmoral sin conciencia civil. Y más si es de noche. En el día más o menos se distinguen las figuras y los espacios, al menos lo suficiente para andar sin problemas. Pero en la noche todo cambia. Cada foco no es una luz en el camino que te indica alto o que te permite ver mejor las indicaciones, rayas o carriles. No. Cada foco se convierte en una gran equis luminosa que no te permite ver, ni siquiera distinguir. Las luces traseras del carro que va enfrente no te dicen a qué distancia se encuentra. Sólo es identificable a diez metros de distancia. Así, el conductor miope es una persona que maneja en una esfera de diez metros donde no sabe qué es lo que le aparecerá enfrente. Esta esfera visual varía según la miopía.
Claro que todo esto se puede evitar cambiando de lentes cada que creas necesario, hasta que la graduación más alta no sea suficiente para devolverte la vista. Ahí solo quedará el recuerdo.

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