H. Silla


Maribel Mandarina

En varias ocasiones, cuando veo a los funcionarios de gobierno sentados en aquellas sillas de piel con madera de caoba, disfrutando de instalaciones históricas, buen salario —o, más bien, salario excesivo—, desayunos y comidas gratis, vacaciones pagadas, guaruras, vehículos, fuero... y todo eso por ir a trabajar —bueno, por presentarse en las instalaciones o sencillamente por tener el cargo—, no puedo dejar de preguntarme: ¿cuándo se perdieron? ¿Cuándo este cargo se convirtió en el peor oficio del mundo?
Los orígenes de estos hombres y mujeres son variados; no se puede hablar de una sola clase: hay egresados de universidades públicas y privadas, letrados e iletrados, creyentes y no creyentes, amigos y enemigos, solteros y casados, jóvenes y no tan jóvenes. Con tanta variedad se podría pensar que todas las clases están representadas; pero, al parecer, en cuanto toman posesión de sus sillas se olvidan del mundo que dejan, de las bancas tormentosas de la facultad de leyes, de las filas en los antros para tener derecho a diversión, de las mordidas, del abuso de los patrones y las carencias físicas, económicas, culturales y sociales del México real que ya nada tiene que ver con ellos.
Esas sillas deben estar malditas: los traseros que las van ocupando sólo se preocupan por tener el derecho a desgastarlas el mayor tiempo posible.
Este oficio hace que las personas pierdan la memoria. No culpo tanto a los que siempre vivieron en la opulencia, pero aquéllos a quienes conviene remontarse a sus orígenes humildes en tiempos de elecciones —y olvidarlos al subir a sus camionetas de lujo que los llevarán lejos de los empedrados, tan lejos donde el recuerdo se confunde con la fantasía—, ésos, en verdad os digo, no tienen perdón de quien tenga el derecho a otorgárselos.
Pero para que la fantasía se confunda con la realidad hay partidas establecidas en el presupuesto, ¡y cómo no!, si cada vez que los distinguidos funcionarios tienen que asistir a lugares ricos en carestías se les da su manita de gato, y ahora sí ¿dónde están los problemas? La cuadra se ve iluminada, limpia, la gente recién bañada y sonriente. Seguramente se van a dormir con la conciencia tranquila al ver aquel teatro montado en su honor, aunque en sus inicios ellos hubieran sido los directores de aquellas puestas en escena y, sobre todo, aunque sepan lo que hay tras bambalinas.
En verdad, el peor oficio debe ser el que nos hace ser idiotas, el que nos hace perder el rumbo, el que por beneficiar a unos cientos perjudique, con el hecho de alzar la mano o firmar un papel, a millones. ¿Puede haber oficio peor?
En sí, este oficio debería ser el mejor: tener el poder de ser escuchado, de proponer, de convencer; tener el honor de ocupar aquellas sillas tan sólo reservadas para quienes representan a un pueblo, aquellas sillas en donde se puede luchar sin armas y sin hambre.
Es un oficio en el que no son necesarias grandes cualidades, únicamente honorabilidad, que se escribe con H, como H. Congreso, sólo que esta H no es de honorable, más bien es h de hipotético, de haragán, e incluso hasta puede ser h de hablador.
No es raro que alguien nos pregunte por el significado de la H; yo, en su momento, tuve la curiosidad: palabras pasaban por mi mente, pero ni aun en mi tierna infancia pude imaginar que era H de Honorable; por algo sólo se dice “H. Presidente”, “H. Congreso”, “H. Cámara, amigos y compañeros”; nadie quiere comprometerse ni comprometer y ni siquiera suponer la honorabilidad de aquellos ocupantes de las sillas. Al fin y al cabo la h es muda.
Los aspirantes a la H. silla deberían saber que honorable es ser honrado, merecedor del respeto y la estima de los demás; no es tener la manos limpias: es ensuciárselas buscando mejores propuestas en beneficio de la mayoría. Tampoco es teniendo mano dura: es tener la mano en el corazón para no sucumbir a la intolerancia. De igual manera, no es teniendo el dedo índice de la mano señalando y acusando: es ver que en cada acusación tres dedos nos están incriminando.
Esa tonta H., antepuesta no sé por quién, debería ser lo primero en desaparecer en la siguiente administración. Si quitaron la mitad del escudo nacional, no veo el impedimento de acabar con la H.
Debemos recordar: “no juzgar antes de conocer”; sólo al final podremos anteponer la letra correspondiente, una letra que no calle.

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1 comentarios

  1. Anónimo // 1:40 p.m.  

    "en verdad os digo, no tienen perdón de quien tenga el derecho a otorgárselos." Entre otras, una excelente frase. La conclusión es chidísima. En general me sumo a tu opinión.
    OJO