El Grito (mío)

Mauricio Vaca

“¿Y tú por qué no tienes hijos?”: es la pregunta que nunca falta después de que la gente me ve conviviendo con niños. Antes de entrar al tema me gustaría hacer la aclaración de que no entiendo esa distante relación que hace la gente entre niños e hijos. No logro encontrar el porqué de la relación extraña que hace la gente entre niños e hijos. La primera meta que me tracé cuando quise iniciar mi campaña pro embarazo inteligente fue concientizar a la gente de que un hijo es para toda la vida, y un niño dura cuando mucho diez años. Me parece pertinente mencionar el caso de mi padre, un hombre casi octogenario que sigue siendo hijo de mi abuela, una mujer casi centenaria que, por cierto, todavía sufre de jaquecas causadas por su hijo. ¡Humanos! Nunca los entenderé.
Sin intenciones de presunción, creo tener un don especial que me hace entender bien a los niños y parece que los niños también lo creen así: en la mayoría de los casos puedo reconocer entre el llanto de hambre, el de coraje, el de dolor o el de sentimiento; puedo reconocer cuándo la insistencia de un niño por un juguete es por verdadero anhelo o por un berrinche manipulador; logré al primer intento que mi sobrina de cuatro años olvidara su rencor por el inglés... Estos son algunos de los casos que me permiten presumir mi don celestial. Pero este cielo de querubines tiene una delgada frontera con un infierno de diablillos en el que yo hago de Satán.
Siempre he dicho: “caprichos en la siguiente ventanilla, por favor”. Ése es uno de mis límites, psicológico, supongo, pero fácil de manejar y con cero cargo en la conciencia. Yo no atiendo caprichos, trátese de quien se trate, y soy incorruptible: no hay puchero, chantaje o minifalda de valga. La que verdaderamente me desagrada y hace sentir culpable es esa frontera amurallada por una guardia civil de imperial intolerancia a los sonidos agudos e insistentes, una condición física que no puedo controlar. Sabemos que los niños lloran, gritan y gustan de todo aquello que produzca ruido, cuanto más molesto y repetitivo mejor. No creo entonces que pueda decir con holgura que me gustan los niños. Hago todo lo posible por tomar en cuenta que los niños son así y tolerarlos; puedo tener logros regularmente aceptados por mí y por los niños, pero la tarea de tolerar se vuelve imposible cuando ellos tienen cerca a uno de esos monstruos que los niños llaman adultos, entre los cuales los papás son temibles y las mamás abominables. Tengo un gran puñado de ejemplos para referir y a las pruebas me remito, reservándome de comentar las experiencias personales que podrían tomarse como tendenciosas.
Desayunábamos una amiga y yo con toda tranquilidad en un pequeño restaurante en la mesa de enfrente se encontraban tres de esas mujeres adultas y una niña de unos cuatro o cinco años. Todo indicaba que se trataba de la abuela con dos de sus hijas, y que la niña era hija de la más joven de las adultas. En este restaurante no existe un área de juegos para niños, así que la niña, tolerante con sus ancestros, se entretenía intentando aplacar las exuberantes escarolas de su vestidito, que seguramente ella no eligió. En su afán de poner orden a aquella bruma de encajes que la perseguía insistentemente se agachó golpeándose la frente contra el borde de la mesa: como el borde era redondeado el golpe fue más molesto que doloroso. Pude leer en su gesto un “¡qué coraje, me pegué!”, mientras se llevaba la mano a la frente, fastidiada y sin mirar alrededor. Le comenté a mi amiga lo sucedido y le dije:
—Observa: la niña no lloró… pero ahorita la van a hacer llorar las mujeres ésas.
Y continué narrando, adelantándome un segundo a cada hecho. Primero la abuela le sobó la frente mientras la pequeña trataba de desafanarse del vigoroso e insistente frote. Por fin la liberó, y comenté
—Ahora sigue la vieja de enfrente.
Ajá, acerté, ya se le veían las intenciones. La niña cada vez más molesta trataba de liberarse del paralizante cordón umbilical que le ceñía la frente.
—La abuela contraataca— adelanté.
La criatura luchó contra sus dos victimarias cada vez con más fuerza y con gestos más incómodos, y sólo faltaba la peor de las torturas: la psicológica. Entonces adiviné:
—La otra no se va a quedar así nomás, aunque esté al otro lado de la mesa algo tiene que hacer.
Haciendo sentir estúpida a la niña le dijo con un gesto más bobo que mimoso: “¿Te pegastes, m’hija?”
—Ahora va a llorar— dije.
Y lloró. No puedo ignorar las pancartas de mi alma omitiendo el dato de que lo narrado sucedió el día de las madres. Terminé mi profética narración con un “¡Felicidades, Mamita, lo haces muy bien!”, dicho con los dientes bien apretados.
No es raro ver casos de abuso físico de las mujeres hacia los bebés y niños menores, ésos que todavía no se pueden defender, y no me refiero a las sanguinarias y en algunas ocasiones asesinas atrocidades que se ven en el Hospital Civil, obra, en un 85 por ciento de los casos, de las madres de las indefensas víctimas, sus propios hijos, permítaseme insistir. En esta ocasión mi coraje no es tanto, así que me referiré a esas amorosas atrocidades cotidianas que vemos en eventos sociales y lugares públicos. Hablo de las escenas en las que vemos a la bestia humana adulta, casi siempre hembra, asfixiando a una criatura con “el abrazo del oso”, pellizcándole los cachetes o las orejas o la nariz, mientras ella, la criatura, se retuerce convulsivamente, grita, empuja y llora alcanzando decibeles que cualquier animal con un mínimo de hipotálamo podría reconocer como displacenteros tanto para la criatura como para el entorno: ruidos estridentes que funcionan como alarma de auxilio y protesta. Sin embargo, la bella bestia insiste en presumir su amor por los niños, como si dicho acto la hiciera más mujer, pero sobre todo proporcionándose placer a sí misma, en una exhibicionista perversión que pueden estar viendo cientos de personas y al mismo tiempo no es observada por nadie, usando al bebé como objeto sexual —tal vez, diría Freud, vicio de Onán, o más claramente masturbándose con él, digo yo.
Alguna lectora adelantada podría interpretar lo anterior como una cuestión de género: en tal caso le aplaudo y me aplaudo a mí mismo por nuestro compartido acierto. En lo personal nunca recibí un solo ataque de este tipo por ningún varón, y jamás he visto que alguna criatura lo reciba, de lo cual deduzco que esto es cosa de la bestia humana hembra. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. No desesperen, tengo suficiente vinagre para todos, incluyéndome. Ya les tocará un trago a los de mi propio género.

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5 comentarios

  1. Anónimo // 12:49 a.m.  

    Muero de ansias por ver al autor pasar un trago de su propio vinagre.
    OJO

  2. Anónimo // 8:58 a.m.  

    Creo que todavía habrá quien se sienta ofendida, pero me parece una buena salida el final.

    Maribel

  3. Anónimo // 8:44 p.m.  

    Bueno chicas, aunque soy una de ustedes, siento empatía por las quejas que "ellos" tienen de nosotras, sabemos muy bien como ser un verdadero fastidio. Y recuerden que "sweater" es la prenda que los niños usan cuando la madre tiene frío, ¿por que es tan difícil recordar que también fuimos niños?

  4. Anónimo // 5:38 p.m.  

    COMENTARIO AL GRITO TUYO

    Si al dildo para las madres, pero también no a la explosión de ira del padre al ver al hijo con la ropa sucia de juguetear en el suelo del centro comercial, del movimiento sin compás en el juego, en la carrera dentro del supermercado, en el intento de escurrirse de la mesa del restaurante con una interminable plática de sobremesa donde los adultos no se percatan, estando inmersos en sus comentarios necios, que los límites de la paciencia del hijo, del niño, del ser inteligente, se vieron rebasados hace ya un largo rato. Cuando el padre (masculino) reacciona con un empujón, jalón o grito, una orden de “Ya, dije ahorita” “Cambia de conducta de inmediato porque yo lo ordeno y ven aquí, ve allá, deja de moverte, deja de jugar y quédate quieto”. El arrumaco y babeo de la madre y el violento cortón a la inspiración infantil del padre se asemejan, como dos gotas de agua, en el efecto violento que un niño sufre en su integridad, en su voluntad e inteligencia. Por eso aplaudo la decisión de varios de mi generación, de NO engendrar más niños, ni generar más sobrepoblación de relaciones de quienes adoptan de repente como hijos a sobrinos, nietos, y otros niños que los rodean. Para los niños con la mala fortuna de haber nacido ya, está bien que las señoras usen sus dildos, pero me pregunto: ¿Habrá algo parecido en su efecto, que tranquilice los instintos de los señores padres que eyaculan sin pudor ordenes, gritos y jalones en la vida privada del niño, quien solo intenta sobrellevar con juegos la necedad de las reglas viciosas de la convivencia familiar?

  5. Anónimo // 7:04 a.m.  

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