Un dios a la medida

Ana Rosa González Carmona

Visité Rusia en el Verano de 1974, haciendo un recorrido de diez días en autobús. Entré por Finlandia y salí por Polonia, formando parte de un grupo de turistas latinoamericanos.
Anduvimos muchos caminos, pasamos por ciudades pequeñas y numerosos poblados, primero para llegar a Leningrado, una ciudad hermosa en la que todo recuerda a Pedro el Grande, uno de los zares más importantes de la Nación Rusa. Después retomamos el camino para llegar a Moscú.
Nos llamaba la atención que en todos los lugares por los que pasábamos había un monumento dedicado a Lenin: casi siempre una columna rematada por un busto en bronce del personaje en cuestión —que debió ser un hombre carismático de recia personalidad, a juzgar por lo agradable de su sonrisa y la fuerza de su mentón. Las novias, después de la boda, acudían al monumento y dejaban su modesto ramo, formado por dos o tres gladiolas al pie del mismo. En más de una ocasión pudimos observarlo sorprendidos. Para nuestra mentalidad religiosa judeocristiana era incomprensible la devoción que representaba llevar el ramo de la novia a un líder político, aunque hubiera luchado con sus compañeros de ideas para cambiar el rumbo de Rusia liberando al pueblo de la ya insoportable tiranía de los Zares.
Al llegar a Moscú y visitar la Plaza Roja no nos permitieron la entrada al mausoleo de Lenin, frente al cual había una larga fila de personas esperando para estar algunos minutos frente a la tumba del gran hombre.
Tampoco se nos autorizó admirar los tesoros de las galerías Tetryakov, y en lugar de eso nos llevaron al Museo Lenin. Ahí, después de una charla que nos dio un funcionario, recorrimos el sitio guiados por el mismo. No guardo en la memoria más que un solo recuerdo del lugar: un automóvil convertible de gran tamaño que se exhibía en una de las salas, ¡había pertenecido a Lenín! No podíamos creerlo: ¿cómo era posible que alguien como él hubiera poseído un bien así, cuando habíamos visto tanta pobreza durante nuestro recorrido por la campiña rusa? Pobreza que debió ser mucho mayor en la época en la que Vladimir Ilytch Iulanov poseyó el automóvil. ¿No había luchado entonces por la desaparición de la propiedad privada? Salí del lugar un tanto desilusionada, pues no encontraba una manera de explicarme lo que a mi criterio era una enorme contradicción.
Cuando algún turista preguntaba a las guías qué religión profesaban en el país, invariablemente contestaban: “somos ateos”. Pero al abandonar Rusia lo hice convencida de que sus habitantes no eran ateos: adoraban a un dios que se llamaba Lenin.
Pasaron los años, los vientos cambiaron, el dios fue desalojado de su tumba en la Plaza Roja, los monumentos erigidos en su honor fueron destruidos a lo largo y ancho de Rusia y Leningrado retomó su antiguo nombre, San Petersburgo. El dios había sido arrojado de su pedestal. Ya no era útil.
*

El escritor Francisco Rojas González, en su fascinante cuento “El Diosero”, nos narra como “Kai–Lan, Señor del Caribal de Puná, que habitaba en su ‘champ’” en medio de la selva lacandona con sus tres mujeres. Es gran sacerdote, al mismo tiempo que acólito y fiel, del templo (una barraca techada con hojas de palma) que se alza frente a su casa. Dentro del mismo hay caballetes de rústica talla y sobre ellos los incensarios de barro crudo, que son deidades, doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los fenómenos naturales, domadoras de bestias . . .”
La historia se desarrolla durante una tempestad en la selva que acaba con todo lo que a su paso encuentra: “…el lacandón sale de la casa, entra al templo y destruye con furia mística los bracerillos deidades, luego regresa a la ‘champa’ . —Los dioses son viejos, ya no sirven —me dice—, yo haré otro fuerte y valiente que acabe con el agua”.
La historia sigue: Kai–Lan continua haciendo dioses con barro que amasa con sus manos, usando agua de la lluvia que no cesa de caer. “…mas la tempestad no cede… veo a Kai–Lan ir hasta el ara, tomar al dios entre sus manos y destruirlo después, presa de furores, arrojar los fragmentos fuera del templo… ¡dios inútil, dios negado, imbécil dios! …Dios ha vuelto a sucumbir, en manos del hombre”.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas… La Selva Lacandona… Los hombres actúan de manera similar. No importa dónde vivan, tienen un común denominador.
Los humanos siempre estamos haciéndonos dioses, dioses que se acomoden a nuestros deseos, que satisfagan nuestras pasiones. Esos dioses son el poder, la ambición, el dinero, la vanidad, la hermosura… a los que desechamos cuando ya no nos son útiles, para construirnos otros nuevos que nos ayuden a lograr lo que queremos, como lo hacía Kai- Lan en el corazón de la selva lacandona.

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