Viajes de invierno

Teresa González Arce

Al parecer, muchos dolores de espalda son causados por el peso de ciertos fardos mentales: culpas, rencores, angustias, conversaciones pospuestas. Hay quien camina erguido pese a llevar a cuestas una carga de leña. Otros inclinan los hombros, ignorantes del lío que entorpece sus pasos. Quisiera tener ojos para ver lo invisible. Caminar cada vez más ligera o, al menos, aprender a equilibrar cántaros sobre la cabeza, como las campesinas.

Para ser realmente azul, el cielo necesita el color de la roca o de la arcilla. Un muro blanco alzado contra el infinito, un tejado rojo que recorta su silueta en las horas más claras de la mañana, subrayan el aire y sustentan la materialidad del cielo. No es la cantidad de verde mezclado con el amarillo lo que determina la intensidad del azul sino el vuelo de las palomas, el racimo de primaveras que se yergue por encima de las azoteas al final de una avenida, el blanco de las nubes que interrumpe la continuidad celeste.

Mi mirada alcanza a ver muy lejos en el horizonte. Metros y metros entre mis ojos y el último punto visible esperan ser recorridos, recortados, gastados por caminatas largas y placenteras. Mi voz, en cambio, es apenas perceptible en un cuarto lleno de gente, aunque puede ganar varios centímetros si me esfuerzo y grito para llamar a alguien que casi se va. Me gustaría que mi voz y mi mirada fueran una sola y llegaran juntas ahí donde mis pies y mis manos no saben llevarme.

El tiempo y las experiencias nos transforman, y esos cambios no siempre se reducen al envejecimiento. Lina, una mujer de sesenta años, parece más joven treinta años después de su última estancia en la ciudad. Así la perciben, por lo menos, los ojos siempre atentos de Franc.

Viajar, irme lejos sin dejar en casa las partes incómodas de mí misma. Dejar el verano para encontrar un frío que penetra los abrigos y descubre un cielo claro y un sol meramente estético. Viajar para encontrar en la periferia algo que se esconde en la cercanía de lo cotidiano, en las costumbres y en las palabras que oigo todo los días. Tener frío en la piel, en los huesos, en la cabeza apenas cubierta, y encontrar sin embargo un calor insospechado. Ojos de gente amiga, la emoción en sus palabras y en su escucha atenta: espejos de un centro íntimo que alcanzo gracias a los demás, en un invierno glacial y cálido a la vez.

Milena es una gata inteligente. Sin dueño, encuentra mimos y comida en todos los departamentos del edificio. En las mañanas frías acostumbra tomar el sol en las azoteas y revolcarse panza arriba en las esquinas más terregosas de los patios. Luego se limpia sin prisas, regodeándose en cada una de sus lamidas. Baja corriendo las escaleras cuando me oye llegar, haciendo un ruido gallináceo para evitar que la deje fuera al cerrar la puerta. Sabe que me hace feliz verla enroscada en la alfombra, con las patas dobladas bajo el pecho. Sé que le gusta jugar a las escondidas y comer atún. Milena es libre: puede irse cuando quiera.



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