Las diez menos

Paloma Villagómez Ornelas

El primer riesgo que se corre al escribir sobre insignificancias o “cosas menos importantes que” es descubrir que no son tal; esto se vuelve un juego peligroso cuando los tiempos exigen restar importancia y no añadirla. Hay material de sobra, exceso de sinsentidos y aparentes nimiedades en derredor. Asuntos que, al prestarles mínima atención, al mirarlos apenas por el rabillo del ojo, ya se puede ver que crecen en cada parpadeo hasta convertirse en todo lo que nuestra atónita mirada reconoce.
Y es que, para que se acompañe esta lectura con menos extrañeza, se debe saber que mi relación con el mundo siempre ha sido un poco caótica, de una aprehensión un tanto neurótica. La vida vista así amenaza, acosa, agrede, seduce y, de cualquier manera, enloquece. He sido constantemente acusada —sin objeción por mi parte— de tomarlo todo demasiado en serio —sobre todo a mí misma—, de ser intensa y desbordada, de tener una extraña e incómoda virtud para alterar la dimensión de asuntos varios, casi tantos como todos.
Discernir y priorizar, entonces, son despropósitos. Yo lo sabía y sin embargo insistí. ¿Ya se entiende? Después de creer que pensar el tema era, precisamente, una de las cosas que menos me importaban y a la que menos tiempo debía dedicarle, me descubrí en cuestión de minutos enumerando temas de los que ahora ya no podré deshacerme.
Elegir una insignificancia... ¿no resulta contradictorio? En el momento en que el ocio se decide por una, automáticamente el asunto deja de ser irrelevante, tal vez porque nunca lo fue. Si no ¿por qué ésa y no otra?, ¿por qué el olor de los colores, crayones y cuadernos nuevos y no el chillido de la silla?, ¿por qué la mirilla de mi puerta y no las líneas del piso?, ¿por qué el ruido y no el silencio?
Quise elegir entre alguna de estas opciones pero en cuanto me senté frente a la computadora, descubrí de nuevo que la “N” está desapareciendo del teclado. Me ha puesto triste y nadie lo creería; sentí melancolía y a nadie le importa. Entonces, quizá, califica como un hecho insignificante que acepta la paradoja anterior.
Ya sólo queda un punto blanco de lo que alguna vez fue una suerte de torre descansando sobre su lado izquierdo. La “M” a su costado se muestra frondosa, soberbia, orgullosa de sus dos cimas. Será que me la acabé de tanto haber escrito que “no”, que “nadie”, que “nunca”; que la “nostalgia”, que la “nada”, que sin “novedad”; que tu “nombre” y tu “nariz”. Será que se la robaron para que ya no pudiera decir “negro” o “necesito”. Será que se perdió en un laberinto de huellas digitales.
Este hueco justo en medio del teclado provoca una sensación de incompetencia, como si el orgullo de mis tecnologías domésticas —seguido sólo por mi teléfono con identificador de llamadas— perdiera todo brillo y seriedad. Como si su ausencia me dejara en la más oscura de las obsolescencias.
Antes de que se comiencen a contar las palabras que no podré volver a escribir o a padecer el hecho de que tenga que rellenar a tinta y mano los huecos en cada vocablo a donde pertenezca un “N”, debo confesar que, en realidad, puedo pulsar la tecla gris —en apariencia y sentido—, y encontrarme de nuevo y siempre con la mentada “N”. Se puede reproducir tantas veces como lo desee y, gracias a la danza mecánica de mis dedos sobre el teclado, sé con exactitud dónde encontrarla sin tener que bajar la mirada para buscar el hueco. Este tipo de habilidades resultan muy gratas para alguien que nunca recibió ningún tipo de instrucción formal al respecto.
En efecto, el espíritu lego en estos menesteres del adiestramiento mecanográfico tendría que dedicar un largo rato a la búsqueda de la letra —si somos suficientemente crueles para no advertirle de su ausencia— y domesticar la relación entre el vacío y la letra que le permitirá decir que se llama Nicanor y que su mujer le recuerda a las ninfas.
La verdad es que el proceso es tan claro que confunde. Tanto como distinguir entre lo urgente y lo dispensable, entre lo trascendental y el esfuerzo vano, entre quien nos convoca y quien no nos necesita. No he podido decidir, ya no uno, mucho menos diez asuntos que menos me importen. Lo que no tiene sentido ni sustancia simplemente no se piensa y mucho menos se nombra. Lo que realmente menos importa, ni siquiera existe. Mientras pueda imaginarse y ser transformado en idea o juicio de cualquier signo, ha consumido tiempo, que es, se dice, realmente importante.

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2 comentarios

  1. Anónimo // 1:43 p.m.  

    Pssss que triste---

  2. Anónimo // 10:52 a.m.  

    Si, hay que leer y releer cuidadosamente para descubir la línea de pensamiento guía las ideas nada superfluas, al contrario, humanamente íntimas y casi angustiantes como la vida y sus personales razones.
    Psicología y filosofía hermanadas.