La curiosidad nuestra de cada día (o "Literalmente un ensayo y no un ensayo literario")

Por Paloma Villagómez Ornelas

No ha sido por ausencia de inquietudes añejas —hasta ahora tengo tantas que no puedo recordar ninguna— que he decidido organizar las ideas en torno al asunto de la curiosidad. Dejaré que mis dudas eternas lleguen tarde, como siempre ocurre.
Sucedió que, pasadas las horas, llegué a disentir con la afirmación de la curiosidad como motor del ejercicio ensayístico. La inquietud que nos lleva a suspender el tiempo y construir una esfera parecida al mundo, en la que sólo quepa ese algo o alguien que someteremos a procesos de profundo discernimiento, puede que sí haya surgido de una actitud inquisidora. Pero considerar al acto de la escritura, a la mentada construcción estética de las ideas, como un paso consecuente operado por el ser llanamente curioso, me parece errado o, por lo menos, un diagnóstico incompleto.
Pero empecemos por la curiosidad. Preguntar qué es da la sensación de un planteamiento pleonástico (algo así como preguntar una pregunta) y circular, pero no por ello inútil. Me permito responder.
Como la mayoría de los impulsos humanos, la curiosidad tiene varias aristas desde las cuales puede ser observada y, dependiendo de la perspectiva, se encontrará que las motivaciones y las consecuencias del ejercicio de la misma son distintas e, incluso, contradictorias.
Por principio, quizás podamos asegurar que la curiosidad es un instinto de vida, generador de procesos para explicar el mundo y sus fenómenos, desde los más complicados e irresolubles, hasta los más cotidianos y sencillos, pero no por ello menos imposibles. La curiosidad, entonces, es el Eros del intelecto, lo que nos impulsa a esforzarnos por reproducir las ideas y los actos —consecuentes o no— en aras de impedir una muerte, por lo menos, cerebral. El conocimiento es el doble fin de la curiosidad: es el fin porque es la meta y es el fin porque marca el término de la comezón inicial, aunque es posible que inmediatamente surja una urticaria nueva. En esta rascadera, la trayectoria del pensamiento ha alcanzado niveles de sofisticación impresionantes, casi siempre inútiles para la vida práctica, pero impresionantes.
En los procesos de reconocimiento y aprendizaje del mundo, lo estrictamente humano imprime una cualidad especial. Aprender la vida no sólo implica vivirla sino controlarla: aprendemos para aprehender la vida. No se trata sólo de una apropiación del mundo para caminarlo sino para apoderarnos de sus métodos y sus procesos, sus ritmos y sus pausas. Así, la historia ha demostrado que la comprensión es la antesala de la intervención, que saber tiende al poder.
En la historia del pensamiento, la curiosidad se erige como madre de lo inédito, de la novedad; se viste con las ropas doradas y luminosas del descubrimiento y se le entregan las armas para embestir a la oscuridad hasta que sangre la verdad. La constante revelación de los secretos y misterios del mundo extraordinario y del que no lo es tanto, brinda al criterio mortal la ilusión de que siempre habrá algo por conocer, alentando así sus anhelos de perpetuidad. Después de todo, es éste el regalo del progreso: la eternidad.
Y aquí encontramos que la curiosidad, valor intrínseco del movimiento perpetuo, es la hermana incómoda de una impasible y serena contemplación —¿quién será la madre? En ambas se sembró la semilla de la razón pero la segunda ha crecido quieta, plácida y agradecida, lo que la ha contrapuesto por siempre con su gemela maldita, quien ha de luchar incansable contra la conformidad que la contemplación exhala, porque ¡qué terrible estar conforme! Sólo los mediocres, los sumisos, los parias, los autistas, los comatosos.
Preguntemos a quien se dice feliz por los motivos de su éxtasis. Descubriremos que se debe a que ha logrado armonizar, equilibrar sus deseos con los recursos a su alcance. Nos asomaremos a un alma tranquila, silenciosa, divertida con el aire y con la danza de las hojas. Será un ser excepcionalmente funcional pues no pasa sus días preguntándose por qué los medios no empatan con los fines, sino que, simplemente, se entrega a su cotidianidad libre de las ataduras del futuro. Es ésta un alma en contemplación y no en conflicto.
La curiosidad es soberbia y, siguiendo con el árbol genealógico, esta cualidad tan suya la ha llevado a aliarse con su prima, la vanidad, formando el dúo que se esconde, ahora sí, detrás de los engranajes de la escritura. Escribir no refleja la necesidad de expresar sino la necesidad de existir para los demás. Y esto es sólo vanidad.
Es posible suponer que los escritores se vierten en letras impresas porque aman el silencio y así prefieren pensar. Pero, si no se enfoca el lente desde la vanidad, desde las ansias de mostrar a los demás que hay algo que sabemos hacer y lo hacemos bien ¿cómo explicarse que hagan públicas sus emociones y disertaciones?, ¿por qué creer que el resto debe someterse a sus reflexiones “curiosas”? —por cierto, coloquialmente, cuando uno dice que otro es “curiosito” se entiende que es francamente feo; es la rama del árbol donde la curiosidad se emparentó con lo grotesco, hermano, a su vez, de lo chistoso.
La vanidad se asoma risueña, mientras la curiosidad ya trabaja un nuevo ensayo.

| 0 comentarios »