Decálogo de la ignominia

J. Igor Israel González A.


Hace tiempo coleccionaba una revista en la que, entre muchas otras cosas, aparecía una sección titulada “60 minutes”. Ahí, el asunto consistía en que diversos personajes reflexionaban acerca del hipotético caso de quedarse atrapados en una isla desierta. De manera específica se les preguntaba cuáles de sus canciones preferidas se llevarían consigo, siempre y cuando cupieran éstas en un casete común y corriente de una hora de duración (de ahí el nombre de la columna). Sin duda habrán visto distintas variaciones de de este tema. Por ejemplo, son frecuentes preguntas como: “qué libro te llevarías a una isla desierta”, “con qué mujer (u hombre) te gustaría quedarte solo o sola en una isla”, y otras por el estilo. Pero no siempre lo que nos parece relevante es lo que nos constituye como personas. La identidad, posmoderna, descentrada y todo, también se construye en la diferencia. Así, ¿qué sucedería si le invertimos el signo al ejercicio? ¿Qué tal si, en lugar de poner de relieve las cosas que nos son valiosas, reflexionamos acerca de aquello que constituye lo que no nos importa?
Planteado de este modo, el tema resulta un tanto ambiguo. Esto es así porque en la medida en que nombro aquello que no me importa, al instante pasa a ser parte del campo de lo que me es relevante. Si elaboro una lista de lo no importante, ¿acaso no estoy dándole esa categoría de inmediato? ¿Puedo decir que no me importa darle seguimiento al juicio de Michael Jackson y enlistarlo como tal sin que se torne importante? Así son las trampas del lenguaje. En este sentido, pensar la indiferencia no es una tarea menor. Para hacer más claro el asunto, habría, pues, que retomar el ejercicio planteado al inicio de este texto y trastocarlo: más que aquello que yo me llevaría a una isla desierta, resulta pertinente reflexionar: ¿qué desearía yo perder o abandonar en una isla desierta? Parafraseando a Los Polivoces, puedo decir que hay cincuenta mil cosas que no me importan o me son indiferentes. He aquí sólo 10 de ellas, en estricto desorden jerárquico:

  1. Los pececillos dorados como mascotas. He oído decir que contemplar a los peces constituye una práctica relajante y que por ello es conveniente tener una pecera en casa. Nunca he tenido una y, de hecho, los peces en pecera me estresan sobremanera. No los necesito. A la isla con ellos.

  2. La moda ochentera. Nada hay que desee olvidar tanto como las chamarras de estoperoles, los colores pastel, las camisas de lunares y cuadros, los Top Sailor y el Súper Punk. Si se llevaran todo eso a una isla desierta, a mí no me importaría.

  3. El retorno de la moda ochentera. Peor que la moda ochentera descrita en el punto anterior, es más aterrador el regreso de la década de los 80, pero “actualizada”. Que se quede en la isla.

  4. Las obras completas de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. La educación neoconservadora y moralina es el nuevo opio del pueblo. Seamos iconoclastas y mandémosla a la isla.

  5. Los grillos (que no los políticos). La política es un arte. Pero los “políticos”, así, entrecomillados, le dan en la torre. Sin duda la actividad política es una de las más desprestigiadas en el país. Si los grillos de la clase política quedaran atrapados en una isla desierta las cosas serían diferentes. Sin duda.

  6. Los programas de espectáculos. Entre La Oreja, Laura de América, Ventaneando, Tempranito y Con Todo, casi no me queda tiempo para ver las telenovelas del Canal de las Estrellas.

  7. Mi terrible esnobismo y mi afán intelectualoide. Ante lo evidente, sobran las palabras.

  8. La autocensura. A veces las más infranqueables barreras las erige uno mismo. Si mi capacidad de sonrojarme se quedara abandonada en una isla, quizá sería menos infeliz.

  9. La voz de Valentín Elizalde. Alguien le dijo a ese señor que podía cantar (horror, horror) y, la neta, no.

  10. Éste me lo reservo. Hay cosas en este universo que no deben saberse. Je.

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