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J. Igor Israel González A.

Malditos signos de interrogación. A primera vista parecen sólo un par de figuras inocentes. Semejantes a anzuelos [o, irónicamente, a peces], es como si, colocados de ese modo, a manera de reflejo invertido, mostrasen una especie de simplicidad o de candor casi cómicos. Pero como sucede siempre con los juegos de espejos, una mirada más atenta mostraría que detrás de la aparente sencillez de aquello que damos por sentado se oculta una insólita complejidad. Esto se refleja en la poca claridad que tenemos acerca del origen de los signos de interrogación. En la teoría más aceptada al respecto se señala que éstos se derivan de la voz latina Quæstio, debido a la fusión de la Q del inicio, la cual se colocaba encima de la o que aparece al final de dicho vocablo, para abreviarlo. Otras posibles explicaciones tienen qué ver con alguna notación musical temprana en la que una tilde seguida por un punto (~.) remitía a una entonación similar a la interrogativa. No obstante, en tanto metáforas de la incertidumbre, los signos de interrogación invitan a recorrer, siempre, otros caminos.
Así, dejando de lado el marcado erotismo que evoca la disposición de estos signos, encontramos ciertas resonancias mí(s)ticas que remiten a saberes ancestrales. Esa especie de Doppelgänger de carácter cóncavo y convexo evoca [y, de alguna manera, invita a echar una mirada a] la historia profunda: ¿acaso la particular disposición de los signos de interrogación no remite a la alquímica Ouroboros, doble serpiente que se devora a sí misma, indicando la volatilidad y la infinita circularidad de la vida? ¿Es posible negar que dichos signos se asemejan de manera notoria a la Gran Dualidad constituida por el yin/yang de la filosofía china? ¿Qué decir de las reminiscencias del bíblico Alfa y Omega que subyacen a aquella estructura? Quizá sea labor de pacientes filólogos —eruditos arqueólogos del lenguaje— averiguar algunas respuestas a estas preguntas y, dilucidar así los posibles vasos comunicantes entre la creación de los mitos y su expresión en las formas simbólicas que se trasminan al habla cotidiana.
La utilidad de los signos de interrogación es innegable. En cierto sentido pueden sustituir al punto y a la coma [o incluso al título, como en el caso de este texto]; y son fundamentales para cualquier labor de investigación o aprendizaje. Sin una buena pregunta, estas tareas son intrascendentes. Además, ¿qué sería de la literatura o las tiras cómicas si no fuera posible metaforizar la duda escribiendo/dibujando: «su rostro era todo un enorme signo de interrogación»? No obstante, quizá el aspecto más destacable de estos signos radique en la potencia subversiva que los caracteriza. Basta con colocar entre ellos una palabra o una frase cualquiera para desatar su temible facultad destructora. Y las consecuencias de lo anterior no son menores. Recordemos que en el espacio que se abre entre los signos de interrogación caben desde una simple letra hasta una vida; o el universo entero si se quiere.
Si se está de acuerdo wittgensteinianamente en que nada hay fuera del lenguaje, los signos de interrogación son capaces de hacer estallar casi cualquier certeza. Veamos, por ejemplo, el vocablo «Yo». Así, a secas, define a la primera persona del singular. También constituye el referente identitario por excelencia, fundamento de la Razón Moderna. Pero basta con situar este «Yo» entre unos signos de interrogación para que opere una especie de desplazamiento histérico. Al llevar a cabo lo anterior, el «Yo», centro fundamental de la ontología occidental, es convertido en un «¿Yo?», es decir, en un frágil absoluto que se desmorona ante la duda, que se derrumba frente el abismo que los signos de interrogación abren a sus pies. Si la frase «Yo Soy» designa la más pertinaz afirmación del ser humano, el modo interrogativo «¿Yo Soy?» plantea la más profunda de las dudas existenciales. Vocablos como «dios», «libertad», «literatura» experimentan el mismo efecto. Todo estalla ante el encierro de estos dos signos aparentemente insignificantes.
Pero ¿acaso la capacidad destructora de los signos de interrogación se circunscribe al idioma español (y/o sus derivados)? ¿Qué ocurre con los lenguajes en los que dicho signo sólo aparece al final de cada frase interrogativa (i. e. el inglés)? El asunto no cambia de manera sustancial. Si acaso, se torna más agudo: excluyendo la labor anunciadora que efectúan las mayúsculas, puede decirse que ante la falta de una clave que indique la apertura de una pregunta se diluye toda certidumbre. Basta con colocar un signo que cierre la interrogación después del punto final de un texto para que éste sea sometido a la duda sistemática. A la manera de esta «incompletud» de tales lenguajes, la vida misma tiene frente a sí, como único y trágico final, un (?). Nada hay después del signo y después del signo sólo está la Nada. Colocar un signo al final de la frase interrogativa no constituye un cierre, sino la apertura de un atolladero, ya que simboliza un abismo lleno de vacío.
Ahora bien, quizá, sin pretenderlo, los niños y los ironistas sean quienes utilizan la facultad destructiva de los signos de interrogación con mayor eficacia. Los pequeños, por ejemplo, nos desarman ante la terca insistencia de sus eternos «¿por qué?». Cuando anteponen esta pregunta a cualquier afirmación abren un proceso recursivo de corte gödeliano que no tiene final. Sea niño por un rato: lea de nuevo este texto e inserte un «¿por qué?» luego de cada frase. Verá que sí funciona. Los ironistas, por su parte, hacen gala de astucia. Si alguien les dice: «atropellaron a tu perro» o «tu mujer te engaña», sólo contestan «¿Y?». Esta actitud teflonesca desarma hasta al más pintado. Sin duda, preguntar(se) es un ejercicio peligroso. La sabiduría popular, que casi nunca se equivoca, bien lo señala cuando dice que: «la ignorancia es felicidad» o «el que busca, encuentra». Recordemos que en última instancia, los signos de interrogación condensan en su forma más pura La Caída: ¿acaso no fue la curiosidad lo que hizo que Adán comiera del fruto del árbol de la sabiduría; o lo que verdaderamente mató al gato? En fin, los signos de interrogación constituyen siempre una puerta que se abre hacia la incompletud, hacia la desazón que produce buscar sin saber a ciencia cierta qué es lo que se busca, la marca indeleble de los perseguidores. ¿Será?

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1 comentarios

  1. Daniela Fer // 8:28 p.m.  

    a, si? XD