Anhelo y nariz

José Israel Carranza


Para Héctor J. Ayala

I
O es el problema que tienen aquellos para quienes el anhelo de distancia nunca termina de cumplirse (aunque habrá que ver si dicho anhelo se cumple sólo cuando el anhelante ha desaparecido: en el momento de su muerte). Da la impresión de que sus vidas transcurren en la estación forzosa que hay entre el lugar que dejaron atrás y el lugar hacia el que se dirigen, lo que querría decir que se marchan y llegan sin que importe lo uno ni lo otro, pero no hay manera de afirmar si van, vienen, parten o regresan: ni en el tren, si alguna vez estuvieron a bordo, ni en el banco del andén donde tal vez aguarden a que aparezca el tren siguiente o desaparezca el que acaso los ha traído. Y es que, más bien, en esa estación esperan a que arribe el tren en el que se acercan, o se levantan del banco para ver cómo se aleja el tren en el que están yéndose.
La situación empeora si reparamos en que, para aquellos que no acabarán nunca de cumplir el anhelo de distancia, éste tiene la particularidad de ser incuestionable. Los posee la certidumbre de que así son las cosas y no hay más remedio. Da igual que vaguen de puerto en puerto, que se hallen en camino todos los días, o que jamás abandonen los lugares y las presencias de siempre: lo suyo es ir, irse, sea que ya se hayan ido o que estén yéndose o que no se muevan de donde están: no pueden concebir la posibilidad de que estén quedándose y mucho menos la de que ya hayan llegado. Puede ser que a veces crean que quieren detenerse, permanecer en un sitio o en una compañía, y olvidarse de su extraño destino. Pero son ilusiones: aun frente a la dicha, el amor o la fortuna, o lastrados por la miseria o la enfermedad, o a sabiendas de que abandonar cuanto los rodea sólo les podrá acarrear desazón y peligro, lo que les gustaría en verdad es largarse. Y si se van o no es lo mismo: no hay distancia que sea posible recorrer para que el anhelo se sacie, porque las que ellos van cubriendo se extienden interminablemente a cada minuto de cada hora de cada día.
Será, tal vez, que en el fondo los mueve la convicción de que todo está desapareciendo implacablemente, y entonces buscan adelantarse y no ver en qué termina el desastre.

II
Conviene que imaginemos que la nariz es hermosa: afilada, de un tamaño considerable (pero lejos de aproximarse siquiera a la desmesura grotesca), con una curvatura apreciablemente armoniosa y, para decirlo pronto, gratamente rara. De las que da gusto hallar. La nariz estaba ahí, y también la mujer que la ostentaba con un aire de distracción que quizás quería moderar la altivez intrínseca que la nariz peculiar imprimía a su presencia de inmediato notable —notable presencia, seguramente, por efecto de la nariz misma. Había, entonces, un principio de fascinación, de curiosidad irrefrenable por la combinación que hacía la nariz con los ojos, con los ángulos del rostro, con la boca que a veces aparecía como disputándole a la nariz la preponderancia en el conjunto y la atención del espectador. ¿Cómo, en qué momento, arrancó la escritura? ¿En qué momento esa nariz se convirtió en un suceso de altísima relevancia? El ensayista podría explicar, en el apuro, que su memoria le asestó un recuerdo imperioso y subyugante: «Tu nariz, torre del Líbano que mira hacia Damasco» (Cantares, 7:4), por ejemplo. O dirá que lo que le ocurrió fue que estuvo, de pronto, ante la demostración —por lo demás gratuita, salvo para su inteligencia— de una cita de los Ensayos de Francis Bacon: «en toda belleza extrema hay cierta anomalía en la proporción». Pero dichas explicaciones serán apenas subterfugios para disimular la ausencia de una razón cierta y precisa: el caso es que ya está en marcha la escritura, ocupándose de la nariz aquella y de lo que al ensayista le parezca que venga a cuento. ¿Necesitaba, esa nariz, que alguien se pusiera a escribir sobre ella? Irresponsable, egoísta y vanidoso, el ensayista seguramente responderá que sí, pues de lo contrario no podría justificar el denuedo y la consideración invertidos en su asunto (el tiempo que ha pasado privándose, quizás, de actividades que le reportarían alegrías más fáciles), ni su pretensión de que la escritura fije el decurso de su pensamiento —más ágil o más lento— en la ilusión de que las palabras van consignando fielmente y con orden el rumor apenas distinguible que producen su intuición, su imaginación y su entendimiento. Pero, vista la ausencia de una razón cierta y precisa para que el ensayista se haya ocupado justamente de esa nariz, y de ninguna otra, ni de asunto otro más urgente, pertinente o útil, lo que parece es que fue el ensayo (en curso o ya concluido) el que necesitó de la nariz para hacerse y extenderse como voluntad soberana de la escritura.
Hay, entonces, la posibilidad de que la nariz de esa mujer y el ensayo que se escribe o se escribió sobre ella sean simultáneos. Demos por hecho que hay una causalidad discernible que puede ser reconstruida: que la mujer, digamos, haya tenido un resfriado; que, por eso, la nariz hubiera lucido levemente irritada y el ensayista, entonces, en una mirada de reojo fijada por un instante de más en esa suave incandescencia rojiza, no hubiera podido evitar el cálculo ocioso de los pañuelos desechables necesarios para contener el flujo que, dadas las dimensiones de la nariz, podía ser alarmante; y que a partir de ese cálculo se hubieran sucedido consideraciones menos o más oportunas, lúcidas o tenebrosas, felices o desventuradas, en torno a la naturaleza de esa nariz. Esa causalidad, que sólo cabría admitir aceptando antes que el ensayista puede, en efecto, referirla, y creyéndole que su atención se detuvo ante el semáforo en rojo que era la nariz acatarrada e insumisa, no basta, sin embargo, para explicar la ocurrencia del ensayo, justamente por la correspondencia biunívoca e indisoluble que terminó habiendo entre éste y la nariz (que, para colmo, quedó sólo como mera nariz, pues no consta que fuera nariz efectivamente gripienta): ¿por qué esa nariz y no otra, por qué no las patas de la silla, por qué no la transmigración de las almas, el cultivo del sorgo, la decencia en el futbol, el verdor fluvial característico de los ojos de las parisinas? Porque no y porque sí: el ensayo se ocupó de la nariz porque la nariz se ocupó del ensayista.
Un rasgo característico del castellano que se habla en Guadalajara consiste en dar al verbo ocupar el sentido del verbo necesitar. Esta rareza lingüística, que suele mover a risa al escuchar a un tapatío decir «ocupo un lápiz» o «ya ocupas irte», amén de que puede suscitar hallazgos fantásticos («la mujer con gripa ocupaba un frasco de aspirinas», por ejemplo), sirve para explicar mejor la simultaneidad del ensayo con su asunto. Puesto a tomar el dictado de una música que suena sin que nadie la toque, sin que nadie la oiga y sin que nadie, antes, la haya puesto por escrito, el ensayista parece haber necesitado que la nariz estuviera ahí para lanzarse sobre ella. Pero, al mismo tiempo, da la impresión de que la nariz —tan notable era, tan insoslayable— ha necesitado que el ensayista diera cuenta de ella, como si sólo el ensayo que la aborda satisficiera su demanda de ser percibida, verificada, justificada, elogiada incluso y, en suma, atendida. Nótese lo que pasa cuando lo decimos al modo tapatío: el ensayo ocupó la nariz de la misma manera que la nariz ocupó el ensayo. No pudo ser que el ensayo tomara posesión de su asunto (que se hiciera contener por éste) sin que el asunto, a su vez, hubiera conquistado al mismo tiempo la extensión completa del ensayo.
Los méritos que hacen más o menos disfrutable la lectura de un ensayo, cualquiera que sea su asunto, derivan de la medida en que demuestre haber sido absolutamente necesario. Uno pudo pasar por esta vida sin haberse percatado de la posibilidad de desatar revoluciones tras considerar la cabellera de una niña, pero gracias a que Chesterton estuvo alerta para extender pormenorizadamente esa posibilidad, parece absurdo que nadie antes se hubiera dado cuenta: en la lectura de su ensayo al respecto, nuestra curiosidad se sincroniza con la de Chesterton y nos parece tan urgente como a él dar respuesta a las preguntas que desencadenó esa chiquilla de melena revuelta (y, por supuesto, podremos asentir o disentir, aunque con su mismo interés y habiendo aceptado ya que era indispensable que se tocara el tema). Pero esto sucede, evidentemente, sólo en el momento de la lectura, y lo que interesa aquí es cómo un ensayo ha resultado inevitable para alguien en cuya atención irrumpió una nariz de la que no tuvo más remedio que hacerse cargo, o lo que es lo mismo, por qué hay acontecimientos que precisan ser registrados y averiguados por escrito.
Es de suponerse que uno escribe un ensayo por la convicción razonada o por la mera sospecha de que puede escribirlo. Tal vez ni siquiera haga falta proponerse que las líneas que uno largue resulten algo que cuadre con las descripciones del género. Las palabras van llegando y cayendo, y de pronto ya es una llovizna que tiene al ensayista (que lo es, sépalo o no) detenido en el examen de su asunto, atrapando las cambiantes formas de las ideas que van ocurriéndole. Cierto que esas ideas no pueden hacer el trayecto completo desde la sinapsis neuronal hasta la página sin sufrir alteraciones, pero el ensayista ignora o soslaya esas alteraciones y avanza en su empeño, persuadido de que la cosa va saliendo y de que la nariz va desvelando sus enigmas, y así su memoria le sirve los ejemplos justos para elogiarla, da con las explicaciones de que sea única e irresistible (pues desde el principio nos quedó claro que lo fascinaba poderosamente), se aventura por la suposición de que sea otro el rostro que la lleva, y acaso no descarte reparar de una vez por todas en la mujer —que en una de ésas ya se habrá sonado estrepitosamente—, o en la singular dicción de ésta, modulada por la forma de su nariz, o en la suprema importancia que tiene lo nasal para el universo entero, o quizás se preocupe por el moco o piense en las amenazas de la cirugía plástica, en la tiranía memoriosa del olfato, en cómo sería la nariz de una nariz si las narices narices tuvieran. Para donde quiera que tire el ensayista, sólo se detendrá hasta que cese la llovizna bajo la cual ha aguantado, a la vez inmóvil e imparable, o lo que es lo mismo, pensando por escrito: el pensamiento avanza, pero la escritura lo fija, y la nariz sencillamente ha tenido que acontecer, como acontece la lluvia y uno se moja si pasaba por ahí.
Todo ensayo, entonces, para ser tal, ha debido ser ineludible para su autor (y de ahí que, si es bueno, el lector lo encuentre a su vez incontestablemente necesario). Volvamos a esta pregunta: ¿en qué momento la nariz se convirtió en un suceso de altísima relevancia? (Es claro que el superlativo valdrá sólo si el ensayista, al cabo, consigue justificarlo). En el momento en que alguien que la veía no pudo evitar escribir sobre ella. Pero ocurre, también, que ni la nariz, ni su dueña, ni el lector futuro —si llega a existir— ni nadie en el mundo necesitaba, hasta ese momento, que dicho ensayo se escribiera (por más que, digámoslo de nuevo, si fue bien escrito, pase por ser indispensable). De ahí que Montaigne se disculpara antes de inaugurar el género, y que por la cabeza de todo ensayista cruce, siquiera fugaz, la malévola sospecha de que lo suyo posiblemente no interesará a nadie. Y es que el ensayo, pese a que deba observar una lógica interna por la cual progrese coherentemente la cadena de sus interrogaciones y sus descubrimientos, es en su naturaleza la más egoísta de las formas de escritura: un laberinto sin senderos y sin muros que va uno recorriendo en pos de dar con la inexistente salida, y en el que uno se metió sin una Ariadna incitante (pues la de la nariz es inocente en el embrollo), y sólo para descubir que en lugar del minotauro quien aguarda es uno mismo.
Es por esto que todo ensayo depende de su asunto, y que, en consecuencia, el único problema del ensayista, siempre que se tenga por tal y se afane en hacer de su escritura un ensayo, consiste en descubrir a tiempo sobre qué diablos tiene que escribir, para aplicarse a ello de inmediato. La proverbial libertad del género que, en su comprensión clásica —fuera de las perversiones estilísticas que quieren hacer pasar por ensayos los tratados, los artículos, los poemas en prosa o cualquier yerba que suponga, al menos de pasada, un ejercicio de análisis y reflexión—, se define como una sucesión de interrogaciones hechas en solitario y despejadas con la sola participación de uno mismo, es una libertad condicionada, pues se puede hacer uso de ella únicamente cuando se ha arribado al momento inevitable de ponerse a escribir. Millones de narices habrá, pero sólo aquélla ha sido la inevitable: el problema es darse cuenta.

III
La vía tiene la longitud exacta del tren: la luz perpendicular del justo mediodía permite apreciar que los rieles comienzan donde inicia la sombra de la locomotora, y concluyen donde cae como cuchilla la sombra del último vagón. Avanza el tren, sin embargo, con una velocidad consistente, y hay quien desde el andén lo ve alejarse, y quien lo ve aproximarse. Da lo mismo. Se mueve, y terminará de llegar o terminará de partir, y en él uno vendrá o se irá. Quién sabe. La espera puede ser larga, de modo que no es mala idea escribir. Porque puede ocurrir, en efecto, que el tren no se detenga, o que los rieles inexistentes pasen por el centro de la estación, reventando el andén y haciendo volar entre los escombros los bancos donde hay que aguardar pacientemente. Y escribir es quizás la única manera de escapar del desastre.

Este ensayo abre el libro Las encías de la azafata, de próxima aparición.

| 0 comentarios »